23 julio 2006

El rostro de la felicidad esquiva



La maestría de John Cheever para el relato fue reconocida por sus contemporáneos y hoy se le considera un clásico del género. Estos dos volúmenes constituyen una especie de "comedia humana" de la clase media estadounidense. Son cuentos en los que habita gente mediocre por la que se puede sentir simpatía y cuyos temores van moldeando su destino. Historias narradas de forma elegante y con humor incisivo y agridulce.

En 1978 se reunieron y publicaron en un grueso volumen el conjunto de los mejores relatos de John Cheever bajo el título The stories of John Cheever. Hasta entonces, este habitual colaborador de The New Yorker no parecía haberse abierto hueco en la gloriosa nómina de narradores norteamericanos del siglo. El libro obtuvo el favor de los lectores y la crítica, y el Premio Pulitzer. Tras años y años de indiferencia y escaso reconocimiento, el conjunto de su obra se imponía al fin y tuvo la suerte de disfrutarlo en sus últimos años. Lo cierto es que en un país de grandes cuentistas, los cuentos de Cheever lo auparon a lo más alto y ahí queda para ejemplo de narradores.

La escritura de Cheever ha bebido sin duda del caudal de algunos autores de la "generación perdida", especialmente de Hemingway y Scott Fitzgerald, pero hay que decir que su estirpe procede de mucho antes, de Antón Chéjov. Por otra parte, el tono aparentemente amable, incluso encantador, de muchos de sus relatos bien podría recordar la bonhomía de un O'Henry. Pero lo cierto es que la lectura de esta colección de relatos deja ver con toda claridad que Cheever escribió una especie de "Comedia Humana" de la clase media norteamericana de los años treinta, cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Cuando uno considera la cantidad de personajes y situaciones que quedan registrados en estas páginas -incluso entrecruzados unos y otras- se queda admirado. Es toda una experiencia de vida que queda registrada literariamente gracias a un prodigioso esfuerzo de atención e imaginación.

A primera vista se podría

pensar que se trata de relatos de perdedores -esa figura tan de moda y tan socorrida- sobre los que se solicita una mirada de compasión proponiendo una lectura gratificante, pero en seguida advierte el lector que no está tratando con perdedores sino con otro género no tan apreciado: los relatos de Cheever están llenos de gente mediocre. Y lo primero que, poco a poco, emerge de su escritura es que esta gente mediocre es pura humanidad, es una representación del hombre medio, de la mujer media, absorbidos en su pequeñez, pero absolutamente reconocibles en su patético braceo por la vida. Y no hay un átomo de compasión en los relatos de Cheever sino, muy al contrario, una mirada que es un cuchillo y que, sin embargo, tampoco contiene un átomo de desprecio. Es más, se diría que escribe como una especie de inteligente chismoso de la misma clase social que sus personajes; ése es quizá su truco, pues también se confunde con ellos, acude a sus fiestas o los acompaña en un almuerzo o en una discusión contenida. Cheever logra un efecto admirable que es el de admitir una cierta empatía, quizá incluso ternura, por sus personajes sin que por ello pierda ni por un segundo la distancia que todo verdadero autor mantiene con ellos. Uno pensaría que puede ser uno más entre ellos, un lúcido disimulado.

El medio que pinta es el del ser humano acechado por el miedo a perder; la soledad, el desamparo y la pérdida gravitan sobre estas almas en busca de una felicidad esquiva, que no está hecha para ellos en el supuesto de que exista tal y como la conciben. Esos temores de la clase media son los dominantes en todos los relatos con la excepción de uno, que resulta casi jocoso en el conjunto de todos: El gusano en la manzana, un cuento sobre gente feliz a la que las cosas le van bien. Por el contrario, el relato titulado El nadador sería un resumen perfecto del mundo que Cheever retrata. En general, son relatos sin negrura en superficie, cuyo efecto cala paso a paso, ninguno de los cuales parece especialmente duro...

hasta que se cierran sobre la historia del personaje de turno. Los hay duros, sí, como La muerte de Justina o Los Hartley, pero son los menos. Como es propio de esa clase media desorientada en busca de la felicidad, utiliza a menudo el recurso de los sueños. Buena parte de los cuentos están protagonizados por matrimonios con un par de hijos.

El tono de Cheever es elegante y nada agresivo


Un ejemplo: "La oscuridad al otro lado de las puertas de cristal se había vuelto azul, pero aquella luz azulada parecía carecer de origen, como surgida en medio del aire". El humor está presente de una manera incisiva, pero agridulce: "Los ojos, de color castaño, estaban demasiado juntos, de manera que, cuando se desanimaba, su mirada adquiría un aire de roedor"; o bien: "El aspecto seráfico que adoptaba cuando escuchaba música era la expresión de alguien que trata de recordar un número de teléfono olvidado". Son frases de doble filo: no resultan agresivas, pero cortan, lo mismo que los relatos. Como dice Francis Weed en El marido rural refiriéndose al lugar donde viven la mayoría de sus personajes: "No existía depravación; no se había producido un divorcio desde que él vivía allí; ni siquiera una sombra de escándalo. Las cosas parecían arreglarse incluso con más decoro que en el Reino de los Cielos". Hasta la desgracia parece discreta en Shady Hill. Pocas veces la hipocresía y el miedo y el dolor y la esperanza anduvieron tan de la mano como en estos admirables relatos, excelentemente traducidos, por cierto, por José Luis López Muñoz y Jaime Zulaika.


JOSÉ MARÍA GUELBENZU
BABELIA - 22-07-2006

Foto: THOMAS VICTOR, 1982
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RELATOS I Y II
John Cheever
Traducción de José Luis López Muñoz y Jaime Zulaika
Emecé. Barcelona, 2006
528 y 502 páginas
22,50 euros cada volumen
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15 julio 2006

Escultura


Retrato de John Cheever
por Ernesto Ornatti, 1979
terracota policromada



da un poco de repelús...

12 julio 2006

Diarios, 1967

Se riega con ginebra el estómago revuelto, corta el césped al sol, nada en la piscina de S,. cuya agua está muy fría. ¡Uf! Vístete como un muchacho de dieciocho años. Como uno de esos carrozones que ves con un deportivo descapotable. Mary habla como si estuviera resfriada, y cuando le pregunto qué le pasa dice que respira por la boca porque no soporta mi olor. Me parece que padezco ese grado de susceptibilidad capaz de anular el sentido del humor. No se ha dicho nada importante, nada que no se pueda olvidar en un instante, y sin embargo me parece que esa observación refleja su carácter y nuestra relacion. S. se va a Stratford a ver obras de Shakespeare. Su vestido es de colores brillantes. Su amiga la viuda viste encaje negro y me parece que no es tan mayor. Mujeres vestidas con excesiva elegancia van al teatro. Salen Rob y Sue, nadamos juntos. Se quedan a cenar, pero en algún momento una copa de más. Ben estaba de morros con la novia, ya se han reconciliado, la achucho un rato y a ella no parece importarle. ¿Pasa algo porque un hombre ponga caliente al ligue de su hijo? ¿Cuál es el problema? Sentado en su Mustang, L. vomita entre las rodillas. Pelo muy largo, cara muy pequeña, vulgar, piel enfermiza. Está demasiado borracho para conducir o hacer cualquier otra cosa, así que le llevamos a la cama. Hablo por teléfono con su padre, un hombre paciente y afectuoso, nada alarmado por el alcoholismo de su hijo. Mi propio hijo, borracho, pendenciero, insensible pero sensible al derrumbe de su amigo, le acaricia el pelo y le dice: "Pobrecillo, estás mareado". Todo se mezcla y lo único que recuerdo esta mañana es eso: las chicas, el vómito, la carne asada, Rob leyendo a Conan Doyle, mi vaso vacío.

11 julio 2006

Carmen tiene una primera EDICION...

...de El ladrón de Shady Hill y otros cuentos





sí, nos gusta según qué fetichismo

10 julio 2006

"Playing Fields"



en Playboy Julio, 1968

08 julio 2006

El marido rural (I)

EL MARIDO RURAL
The New Yorker, 20 de noviembre de 1954.


Para comenzar por el principio, diremos que el avión de Minneápolis en que Francis Weed viajaba hacia el Este encontró tiempo tormentoso. El cielo había mostrado un color azul brumoso, y las nubes que se extendían contra el avión estaban tan cerca unas de las otras que no alcanzaba a verse la tierra. Después, comenzó a formarse bruma frente a las ventanas, y entraron en una nube blanca tan densa que reflejaba el humo del tubo de escape. El color de la nube viró al gris, y el avión comenzó a sacudirse. Francis ya había soportado mal tiempo en otras ocasiones pero nunca se había visto tan sacudido. El hombre que ocupaba el asiento contiguo extrajo del bolsillo una licorera y bebió un trago. Francis sonrió a su vecino, pero el hombre desvió los ojos; no quería compartir con nadie su anestésico. El avión comenzó a caer y agitarse desordenadamente. Un niño lloraba. En la cabina, el aire estaba sobrecalentado y viciado, y a Francis se le entumeció el pie izquierdo. Leyó las páginas de una edición barata que había comprado en el aeropuerto, pero la violencia de la tormenta le impedía concentrar la atención. Estaba oscuro frente a las ventanillas. Las llamaradas del tubo de escape resplandecían y enviaban chispas a las sombras, y adentro las luces amortiguadas, la escasez de espacio y las cortinas de las ventanillas conferían a la cabina una atmósfera de intensa e inoportuna domesticidad. De pronto, las luces parpadearon y se apagaron.

-¿Sabes lo que siempre quise hacer? –dijo de pronto el vecino de Francis-. Siempre quise comprar tierras en Nueva Hampshire y criar vacas. –La azafata anunció que harían un aterrizaje imprevisto. Todos, salvo los niños, evocaron las alas desplegadas del Ángel de la Muerte. Se oyó la voz del piloto, que canturreaba apenas: “Tengo un centavito, tengo un lindo centavito. Tengo un centavito para toda la vida…”. No se oía nada más.

El gemido estridente de las válvulas hidráulicas absorbió el canto del piloto, en el aire hubo como un alarido, semejante al de los frenos de automóvil, el avión aterrizó de panza en un maizal y los sacudió con tal violencia que un viejo saltó en el aire y aulló:

-¡Mis riñones! ¡Mis riñones! –La azafata abrió bruscamente la puerta, y alguien abrió la puerta de auxilio al fondo y dejó entrar el dulce sonido de la general y permanente mortalidad, el repiqueteo monótono y el olor de una lluvia densa. Ansiosos por sus propias vidas, salieron por las puertas y se dispersaron por el maizal, rogando que el hilo no se cortase. Aguantó. Nada ocurrió. Cuando vieron que el avión no se incendiaba ni estallaba, la tripulación y la azafata reunieron a los pasajeros y los pusieron al abrigo de un granero. No estaban lejos de Filadelfia, y poco después una columna de taxis los llevó a la ciudad.

-Como en el Marne –dijo alguien pero, por sorprendente que fuese, apenas se atenuó esa suspicacia con que muchos norteamericanos miran a sus compañeros de viaje.

En Filadelfia, Francis Weed cogió un tren a Nueva York. Al fin de ese viaje, cruzó la ciudad y alcanzó, un instante antes de la partida, el tren suburbano que cinco noches por semana lo devolvía a su hogar en Shady Hill.

Se sentó con Trace Bearden.

-Mire, estuve en el avión que acaba de caer en las afueras de Filadelfia –dijo-. Aterrizamos en un campo… -Había viajado más velozmente que los diarios o la lluvia, y en Nueva York hacía un tiempo soleado y benigno. Era un día de fines de septiembre, fragante y definido como una manzana. Trace escuchó el relato, pero ¿acaso podía entusiasmarse? Francis carecía de las cualidades necesarias para recrear una escaramuza con la muerte, sobre todo en la atmósfera de un tren suburbano, mientras atravesaban un campo soleado donde en los jardines de los barrios pobres ya había signos de fructificación. Trace comenzó a leer su diario, y Francis se quedó a solas con su pensamiento. Se despidió de Trace en la plataforma de Shady Hill y en su Volkswagen de segunda mano se dirigió al vecindario de Blenhollow, donde vivía.

La casa de estilo holandés colonial que ocupaban los Weed era más espaciosa de lo que parecía desde el camino. La sala era amplia y, como Galia, estaba dividida en tres partes. Cuando se entraba por el vestíbulo, hacia la izquierda se abría un receso, y allí estaba la larga mesa, con seis cubiertos, velas y una fuente de fruta en el centro. Los sonidos y los olores que llegaban a la puerta abierta de la cocina excitaban el apetito, pues Julia Weed era buena cocinera. La parte principal de la sala se centraba en un hogar. A la derecha había algunos estantes de libros y un piano. Era una habitación pulcra y serena, y por las ventanas que miraban al Oeste entraba un poco de luz del sol de fines de verano, brillante y diáfana como el agua. Aquí no se había descuidado nada; nada había que no estuviese lustrado. No era la clase de hogar donde, después de abrir con esfuerzo una cigarrera atascada, se encuentra un viejo botón de camisa y un níquel sucio. El hogar había sido barrido, las rosas depositadas sobre el piano se reflejaban en el lustre de la ancha tapa, y en el atril había un álbum de valses de Schubert. Luisa Weed, una bonita niña de nueve años, miraba por la ventana del lado oeste. Detrás de la niña estaba su hermano menor Henry. Toby, el hermano aún más pequeño, estaba estudiando las figuras de algunos monjes tonsurados que bebían cerveza sobre el bronce lustrado del arcón. Mientras se quitaba el sombrero y dejaba el periódico, Francis no tuvo conciencia del placer que la escena le deparaba; no era un hombre tan reflexivo; era su elemento, su creación, y retornaba a eso con el sentimiento de liviandad y fuerza con que todas las criaturas vuelven a su hogar.

-Hola a todos –dijo-. El avión de Minnéapolis…

Nueve veces de cada diez, Francis obtenía un recibimiento afectuoso, pero esta noche los niños están absortos en sus propios antagonismos. Francis no había terminado su frase acerca del accidente aéreo cuando Henry descarga un puntapié en el trasero de Luisa. Luisa se vuelve, rápida como el rayo, y exclama: “¡Maldito!” Francis comete el error de reprender a Luisa a causa de su lenguaje, antes de castigar a Henry. Ahora, Luisa se vuelve contra el padre y lo acusa de favoritismo. Henry siempre tiene razón; ella es una niña perseguida y sola; su destino es desesperante. Francis se vuelve hacia su hijo, pero el niño justifica el puntapié… ella le pegó primero; ella le pegó en el oído, y eso es peligroso. Luisa lo rectifica apasionadamente. Ella le pegó en el oído y quiso pegarle en el oído, porque él rompió su colección de porcelana. Henry dice que eso es mentira. El pequeño Toby se aparta del arcón con el fin de suministrar pruebas favorables a Luisa. Henry descarga la mano sobre la boca del pequeño Toby. Francis separa a los dos varones, pero sin querer mete a Toby en el arcón. Toby se echa a llorar. Luisa ya estaba llorando. En ese momento Julia Weed se acerca al sector de la habitación donde está puesta la mesa. Es una mujer bonita e inteligente, y el blanco que sus cabellos muestran es prematura. Se diría que no percibe el escándalo.

-Hola, querido –dice serenamente a Francis-. Todo el mundo a lavarse las manos. La cena está preparada. –Enciende un fósforo y lo acerca a las seis velas que iluminan este valle de lágrimas.

A semejanza de los gritos de guerra de los caudillos escoceses, este sencillo anuncio a lo sumo reaviva la ferocidad de los combatientes. Luisa da a Henry un golpe en el hombro. Aunque rara vez llora, Henry ha jugado mucho y está cansado. Se deshace en lágrimas. El pequeño Toby descubre una astilla en su mano y comienza a aullar. Francis dice con fuerte voz que sufrió un accidente de aviación y que está cansado. Julia vuelve de la cocina y, siempre indiferente al caos, pide a Francis que suba y anuncie a Helen que todo está preparado. Francis se alegra de salir de allí; es como regresar al cuartel general de la compañía. Se propone hablar del accidente aéreo a su hija mayor, pero Helen está acostada en su cama y lee un ejemplar de Romances verídicos, y lo primero que Francis hace es quitarle la revista y recordar a Helen que le prohibió comprarla. Helen replica que no la compró. Se la prestó Bessie Black, su mejor amiga. Todos leen Romances verídicos. El padre de Bessie Black lee Romances verídicos. En la clase de Helen no hay una sola alumna que no lea Romances verídicos. Francis expresa su repudio por la revista, y después le informa que la cena está preparada, aunque a juzgar por los sonidos que llegan de la planta baja no parece ser el caso. Helen desciende la escalera tras él. Julia se ha sentado a la luz de las velas y desplega una servilleta sobre su regazo. Ni Luisa ni Henry van a la mesa. El pequeño Toby continúa aullando, acostado boca abajo en el piso. Francis le habla cariñosamente:

-Toby, esta tarde papá sufrió un accidente aéreo. ¿No quieres saber cómo fue? –Toby continuó llorando-. Toby, si no vienes enseguida a la mesa –dice Francis-, te enviaré a la cama sin cenar. –El niño se pone d epie, le dirige una mirada hostil, sube corriendo la escalera, hacia su dormitorio, y cierra de un golpe la puerta.
-Oh, Dios mío –dice Julia, y va a buscarlo.
Francis dice que lo malcriará. Julia dice que a Toby le faltan cinco kilos y que hay que inducirlo a comer. Ya se aproxima el invierno, y si no cena se pasará en la cama los meses fríos. Julia sube la escalera. Francis se sienta a la mesa con Helen. Helen experimenta el decaimiento de la persona que estuvo leyendo demasiado en un día muy hermoso, y dirige a su padre y a la habitación una mirada de desaliento. No entiende el asunto del accidente aéreo, porque en Shady Hill no cayó una sola gota.
Julia regresa con Toby, y todos se sientan y se sirve la comida.
-Tengo que mirar esa cara de empanada? –dice Henry de Luisa. Todos menos Toby participan de esa escaramuza, y la pelea va y viene a lo largo de la mesa durante cinco minutos. Hacia el final, Henry se pone la servilleta sobre la cabeza y cuando trata de comer así mancha de espinacas toda su camisa, Francis pregunta a Julia si los niños no pueden cenar un rato antes. Los cañoles de Julia están preparados para afrontar estas circunstancias. No puede preparar dos cenas y poner dos mesas. Pinta con trazos candentes el panorama de tediosas tareas en las cuales ha malgastado su juventud, su belleza y su inteligencia. Francis afirma que es necesario comprenderlo; casi se mató en un accidente aéreo, y no quiere volver a casa y encontrar un campo de batalla. Ahora, Julia se muestra preocupada. Le tiembla la voz. Él no vuelve a casa todas las noches para encontrar un campo de batalla. La acusación es estúpida y mezquina. Todo estaba tranquilo hasta que él llego.De pronto calla, deja sobre la mesa el cuchillo y el tenedor, y contempla su plato como si fuera un abismo. Se echa a llorar.
-¡Pobre mami! –dice Toby, y cuando Julia se pone de pie y con una servilleta se seca las lágrimas, Toby se le acerca-. Pobre mami –dice-. ¡Pobre mami! –Y ambos suben la escalera. Los restantes niños se alejan del campo de batalla, y Francis sale al jardín del fondo, a fumar un cigarrillo y tomar un poco de aire.



(Continuará...)

05 julio 2006

Cita

The need to write comes from the need to make sense of one's life and discover one's usefulness.

04 julio 2006

Retratos de John Cheever por Stathis Orphanos




Jacqueline Kennedy Onassis, reacting to EXPELLED, one of the three John Cheever books issued by Sylvester & Orphanos, was impelled to write the publishers that "it is an exquisite, beautifully produced volume, as delightful in its form as in its content."


su web: STATHIS ORPHANOS

03 julio 2006

by Irving

O la irvingiana historia de John Irving rescatando a un John Cheever completamente borracho de los bares de Iowa para llevarlo a hombros noche tras noche hasta su cama (“Cheever era más bajo que yo”, me cuenta Irving, y luego hace con sus manos, delicadamente, el gesto en el aire de alguien quitándole los zapatos al fantasma de su otro maestro).


O la irvingiana historia de John Irving conversando con Cheever, y Cheever con el hijito de Irving sobre sus rodillas, jugando al caballito, cuando Cheever casi provoca la muerte del pequeño cuando éste se atragantó con un maní (Irving lo salvó ipso facto poniendo en práctica su querida maniobra Heimmlich, por supuesto).


La entrevista completa a John Irving por Rodrigo Fresán en Página 12

01 julio 2006

en Tiramillas

Falconer

John Cheever (1903-1982), uno de los nombres míticos de la literatura en lengua inglesa, es tal vez el escritor que con más sensibilidad retrató a la clase media estadounidense. En "Falconer" describe con gran dureza y detalle el internamiento de Farragut, un hombre marcado por su crimen, por su castigo y por su propia lucha. Desde su ingreso, el protagonista, un homosexual casado, heroinómano y que ha sido encarcelado por la muerte de su hermano, se mueve por códigos de comportamiento que alteran la misma naturaleza humana. Su única vida social es la de los reclusos, sus contactos con la realidad exterior son escasos y tendrá que luchar para seguir siendo un hombre. A través del recuerdo, entramos en lo más profundo de su mente de tal forma que llegamos a entender las motivaciones y las razones que conducen su vida.

Esto parece el paraíso

El protagonista de "Esto parece el paraíso" es Lemuel Sears, un hombre elegante, de pelo blanco y piel morena que empieza a sentirse viejo. Teme estar llegando al final de su vida y perder así la capacidad de enamorarse, capacidad que ejerce con personas de ambos sexos. Pero en el curso de pocos días, dos acontecimientos cambiarán su destino: el primero es conocer a Renée, una joven de la que se enamora perdidamente, y el segundo es la lucha que debe emprender contra la gente que ha contaminado la laguna de su pueblo, un atropello a la placidez del paisaje y también a la continuidad de su existencia.