(Elogio fúnebre leído en la reunión anual de la Academia Americana de las Artes y las Letras, en diciembre de 1982. Publicado en The New York Book Review of Books, 17 de febrero de 1983.)
John y yo nos veíamos a intervalos regulares en cualquier parte de Estados Unidos. Yo lo invitaba a almorzar en Cambridge, él me invitaba a una copa en Palo Alto; él venía a Chicago, yo iba a Nueva York. Nuestra amistad, una especie de planta hidropónica, florecía en el aire. Estaba, sin embargo, muy sana, nutrida por buenos elementos, y era una amistad verdadera. Como nos veíamos en tránsito, por así decir, íbamos derechos a lo esencial. Por ambas partes había una franqueza inmediata. La rapidez a la que se intercambiaba la información necesaria era maravillosamente divertida. Cada uno sabía lo que el otro se traía entre manos. Éramos del mismo oficio, lo cual, en Estados Unidos, es particularmente raro y difícil, practicado por gente difícil a quien no siempre satisface el talento de sus contemporáneos. (Piénsese en aquel malicioso malabarista, el difunto Nabokov, que acuñó expresiones como “novelistas etnopsíquicos”, relegándonos a todos al pelotón de los torpes.) John no era envidioso ni suspicaz. Como John Berryman, era fabulosamente generoso con los demás escritores. Sí, extraña ralea, la de los poetas y novelistas. Y el país, a su vez, es singularmente paradójico para los que escriben novelas sobre él, muy distinto de la América “normal” donde viven hombres de negocios, periodistas, sindicalistas, publicitarios y científicos, ingenieros y campesinos.
Creo que nuestras diferencias nos acercaban más que las afinidades. John era yanqui; yo, de Chicago e hijo de inmigrantes judíos. Su voz, su estilo, su sentido del humor eran completamente diferentes de los míos. Él era reservado; yo… otra cosa. A John le correspondía resolver esas diferencias. Y lo lograba sin la menor dificultad, poniendo sencillamente la esencia humana en primer lugar: primero las personas –él mismo, yo-, y después –orígenes de clase, historia social- todo lo demás. Soy observador de gran experiencia, pero nunca he visto a nadie hacer algo así; es decir, como si no hiciera nada. En él todo fluía de la manera más natural. Y aunque era reservado, John no ocultaba nada de sí mismo. Cuando parecía dudar, se dedicaba en realidad a condensar sus juicios, sus opiniones, sus apreciaciones de sus propios logros, con ánimo de darles más fuerza. Hablaba de sí mismo como si fuera otro, de forma concisa e imparcial. Prefería exponer sus puntos de vista con brevedad, y practicaba la misma economía en el lenguaje hablado que en el escrito. Podría haber afirmado, como Pushkin: “Vivo como escribo; escribo como vivo.”
La señorita Kakutani, del New York Times, ha elegido muy atinadamente la cita con que iniciaba la necrológica de John: “Las constantes que busco –escribió él una vez- son el amor a la luz y la determinación de encontrar una cadena moral del ser.” Sé que John no prodigaba declaraciones sobre la moral y el ser; no era su estilo. Lo considero una aseveración renuente, algo que al fin tuvo que decir para corregir la distorsión de lectores apresurados, críticos y organizadores de categorías eruditas. Supongo que acabó viendo la necesidad de dar una explicación de lo que estaba haciendo desde hacía cincuenta años.
Hay escritores cuyas últimas obras se parecen mucho a las primeras. Después de aprender el oficio, tras dominarlo de una vez por todas, lo practican con pocas variaciones hasta el fin. Pueden ser novelistas muy buenos. Como Somerset Maugham o Arnold Bennett (añadan ustedes nombres americanos, si quieren), de mucho talento y enteramente al servicio del público lector, Lo que les falta es el empuje para perfeccionarse. No evolucionan; rara vez sorprenden. John Cheever era un escritor de una especie completamente diferente. De los que se transforman a sí mismos. El lector de sus relatos escogidos asiste a una metamorfosis impresionante. La segunda parte de la colección es muy distinta. Al volver a leerle, como he hecho recientemente, se me hizo patente, como ocurrirá a todo aquel que le lea con atención, la cantidad de energía que derrochó en el perfeccionamiento y transformación de sí mismo, y la pasión con que se entregó a esa tarea. Resulta extraordinariamente conmovedor descubrir la huella íntima de la vida de un hombre y descifrar las señales que nos ha dejado. Aunque la materia y los temas de sus relatos no cambiaran mucho, escribía con una fuerza y un sentimiento cada vez más hondos.
Con su concisión y retraimiento característicos, sólo nos dice, hacia el final, que le gustaba la luz y que estaba empeñado en encontrar una cadena moral del ser; asunto nada sencillo en un mundo que, como él mismo dice, “se extiende a nuestro alrededor como un sueño desconcertante y prodigioso.” Su intención era, sin embargo, no sólo encontrar pruebas de una vida moral en una sociedad en desorden, sino también ofrecernos la poesía de ese mundo desconcertante y prodigiosamente irreal en el que nos encontramos. Pocos hay que emprendan una tarea así, que pongan el alma en el trabajo de esa manera. La América “normal”, de sentirse inclinada a formular tal pregunta, quizá querría saber: “Y qué sentido tiene eso en realidad?” Puede que no mucho, según la definición habitual de sentido. Pero hay otras. Para mí nadie tiene más sentido, nadie es tan interesante como quien empeña el alma en una empresa de esa especie. A medida que envejezco, me voy sintiendo cada vez más atraído hacia quienes viven como John vivió. Los que eligen esa empresa, los que se comprometen en esa lucha, representan para nosotros todo el interés de la vida. Estamos en deuda con la existencia que John llevó. Le debemos mucho, incluso el singular dolor que sentimos a su muerte.
Incluido en Todo cuenta.
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2005.
Traducción de Benito Gómez Ibañez.
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