30 enero 2007

Bullet Park [Capítulo 1] III


El forastero observará quizá que el lugar parece muy silencioso. Es como si hubieran desplazado tierra adentro, alejándose de los sonidos de las zonas salvajes: gaviotas, trenes, gritos de dolor y de amor, cosas que crujen, martillazos, disparos de armas de fuego; ni siquiera hay niños practicando con el piano en ese recinto de acústica desinfectada. Pasan junto a la casa de los Howeston (siete dormitorios, cinco baños, 65.000 dólares) y la de los Welcher (tres dormitorios, un baño y medio, 31.000 dólares). A través del haz de sus faros delanteros, el viento arrastra hojas de olmo amarillas, una tarjeta de crédito, patatas chips, facturas, cheques y cenizas. ¿Habrá canciones para este lugar?, se preguntará quizás el forastero, y las hay. Canciones captadas para los niños y por los niños, canciones para cocinar, canciones para desvestirse, canciones acuáticas y versos eclesiásticos ("Arrojamos nuestras coronas a Tus pies"), madrigales, canciones folclóricas y un poco de música indígena. El señor Elmsford (seis dormitorios, tres baños, 53.000 dólares) desempolva su ajado salterio, que nunca ha conseguido dominar, y entona:

-Colegio Hotchkiss, Yale, matrimonio mediocre, tres hijos y veintitrés años en la Universal Tuffa Corporation. ¿Por qué me siento tan defraudado? -canta-. ¿Por qué todo parece transcurrir sin que yo me de cuenta?

Hay una huida hacia la puerta antes de que empiece su segunda estrofa, pero él sigue cantando:

-¿Por qué todo sabe a cenizas, por qué no hay brillo ni promesa en mis negocios?

Los camareros vacían los ceniceros, el barman guarda con candado las bebidas detrás de una cortina metálica y finalmente apagan las luces, pero él sigue cantando:

-Lo he intentado, lo he intentado, he hecho todo lo que he podido, lo mejor que he podido, ¿por qué entonces estoy tan triste y abatido?

-El local está cerrado, señor -le dicen-, y ha sido usted quien lo ha cerrado.

También hay cantantes positivos.

-Bullet Park está creciendo y no deja de crecer. Bullet Park es el futuro, Bullet Park no hace más que mejorar, no deja de crecer...

¿Estadísticas demográficas? No tenían importancia. La tasa de divorcios era muy baja, el índice de suicidios era secreto, y había un promedio de veintidós víctimas de accidentes de tráfico al año, a causa de una tortuosa carretera que parecía trazada en el mapa por un niño con un lápiz de cera. Los inviernos eran demasiado inclementes para los cítricos, pero excesivamente benignos para los autóctonos abedules blancos.

Hazzard detuvo su coche delante de una casa blanca con las ventanas iluminadas.

-Ésta es la finca que tenía en mente para usted -dijo-. Espero que la señora no esté en casa; como vendedora, no es muy buena. Dijo que iba a salir.

Llamó al timbre, pero la señora Heathcup abrió la puerta. Daba la impresión de que se estaba arreglando para salir, pero sin decidirse del todo. Era una mujer corpulenta, de brillante pelo plateado recogido con un broche, y llevaba puesto un albornoz. En la punta de una de sus zapatillas de seda había una rosa de tela; en la otra, no había ninguna.

-Bueno, puede pasar y mirar -dijo con una voz enronquecida que arrastraba los sonidos-. Espero que le guste y la compre. Empiezo a estar un poco cansada de que la gente venga y me deje huellas de barro por todas partes, para luego decidirse por otra cosa. Es una casa preciosa y todo funciona bien, créame; sé de gente de por aquí que ha vendido casas con cables que eran un peligro, fosas sépticas atascadas, fontanería obsoleta y goteras en el tejado. Aquí no hay nada de eso. Antes de morir, mi marido se aseguró de que todo funcionara a la perfección, y la única razón por la que vendo es que aquí ya no me queda nada, ahora que él se ha ido. Nada en absoluto. No hay nada en un lugar como éste para una mujer sola. Compárelo si quiere con una tribu. A las viudas, las divorciadas y los hombres solteros, los ancianos de la tribu los ponen de patitas en la calle. Cincuenta y siete es mi precio. No es lo que pido, es mi precio definitivo. La comparamos por veinte mil y mi marido la pintó todos y cada uno de los años, antes de morir. En enero, pintaba la cocina; los sábados y los domingos por la noche, ¿comprende? Después pintaba el vestíbulo, el salón, el comedor y los dormitorios, y así hasta el mes de enero siguiente, cuando volvía a empezar por la cocina. Estaba pintando el comedor el día que pasó a mejor día. Yo estaba arriba. Digo que pasó a mejor vida, pero no vaya a creer que murió tranquilamente, cuando dormía. Mientras estaba pintando, oí que hablaba solo. "No lo aguanto más", dijo. Todavía no sé a qué se refería. Después, salió al jardín y se pegó un tiro. Fue entonces cuando descubrí los vecinos que tengo. Puede buscar en todo el mundo, pero nunca encontrará vecinos tan amables y considerados como la gente de Bullet Park. En cuanto se enteraron de la muerte de mi marido, vinieron a consolarme. Serían unos diez o doce; estuvimos bebiendo y fueron tan reconfortantes que casi olvidé lo sucedido. Parecía como si no hubiese pasado nada, ¿me entiende? Bueno, éste es el salón. Cinco metros y medio por diez. Hemos recibido hasta cincuenta invitados para un cóctel, pero nunca hemos tenido la impresión de que estuviera demasiado lleno. Si quiere, le vendo la alfombra por la mitad de lo que me costó. Pura lana. Si su mujer quiere las cortinas, estoy segura de que podremos llegar a un acuerdo. ¿Tiene una hija? Este vestíbulo sería un lugar precioso para una boda, ¿sabe?, para el momento en que la novia arroja el ramo. Pasemos al comedor...

Publicidad (The Wapshot Chronicle)

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24 enero 2007

Empezamos MAL



si Parc, la adaptación de Bullet Park (una production en cours de Arnaud des Pallières), sigue el estilo de este cartel cutre que parece anunciar un culebrón británico de los 80's. El P2P nos lo dirá.

4ª Cheeveriana

Miguel Ángel Muñoz sigue imparable reseñando cuentos de Cheever según el orden de publicación. Esta semana "Granjero de verano" y "Oh, Ciudad de sueños rotos"

Feliz cumpleaños Mac!


El 24 de enero de 1984 se presentó oficialmente el Macintosh (128 k de RAM, disco de 3 pulgadas y media y con capacidad para almacenar 400kb, pantalla monocromo de 9" con una resolución de 512*342 pixeles y sistema operativo System 1) con un superanuncio en la Superbowl dirigido por Ridley Scott (cuando aún le faltaba mucho para perder el rumbo).

22 enero 2007

John y yo...


Saul Bellow junto a Susan Cheever en una conferencia en Boston


(Elogio fúnebre leído en la reunión anual de la Academia Americana de las Artes y las Letras, en diciembre de 1982. Publicado en The New York Book Review of Books, 17 de febrero de 1983.)

John y yo nos veíamos a intervalos regulares en cualquier parte de Estados Unidos. Yo lo invitaba a almorzar en Cambridge, él me invitaba a una copa en Palo Alto; él venía a Chicago, yo iba a Nueva York. Nuestra amistad, una especie de planta hidropónica, florecía en el aire. Estaba, sin embargo, muy sana, nutrida por buenos elementos, y era una amistad verdadera. Como nos veíamos en tránsito, por así decir, íbamos derechos a lo esencial. Por ambas partes había una franqueza inmediata. La rapidez a la que se intercambiaba la información necesaria era maravillosamente divertida. Cada uno sabía lo que el otro se traía entre manos. Éramos del mismo oficio, lo cual, en Estados Unidos, es particularmente raro y difícil, practicado por gente difícil a quien no siempre satisface el talento de sus contemporáneos. (Piénsese en aquel malicioso malabarista, el difunto Nabokov, que acuñó expresiones como “novelistas etnopsíquicos”, relegándonos a todos al pelotón de los torpes.) John no era envidioso ni suspicaz. Como John Berryman, era fabulosamente generoso con los demás escritores. Sí, extraña ralea, la de los poetas y novelistas. Y el país, a su vez, es singularmente paradójico para los que escriben novelas sobre él, muy distinto de la América “normal” donde viven hombres de negocios, periodistas, sindicalistas, publicitarios y científicos, ingenieros y campesinos.

Creo que nuestras diferencias nos acercaban más que las afinidades. John era yanqui; yo, de Chicago e hijo de inmigrantes judíos. Su voz, su estilo, su sentido del humor eran completamente diferentes de los míos. Él era reservado; yo… otra cosa. A John le correspondía resolver esas diferencias. Y lo lograba sin la menor dificultad, poniendo sencillamente la esencia humana en primer lugar: primero las personas –él mismo, yo-, y después –orígenes de clase, historia social- todo lo demás. Soy observador de gran experiencia, pero nunca he visto a nadie hacer algo así; es decir, como si no hiciera nada. En él todo fluía de la manera más natural. Y aunque era reservado, John no ocultaba nada de sí mismo. Cuando parecía dudar, se dedicaba en realidad a condensar sus juicios, sus opiniones, sus apreciaciones de sus propios logros, con ánimo de darles más fuerza. Hablaba de sí mismo como si fuera otro, de forma concisa e imparcial. Prefería exponer sus puntos de vista con brevedad, y practicaba la misma economía en el lenguaje hablado que en el escrito. Podría haber afirmado, como Pushkin: “Vivo como escribo; escribo como vivo.”

La señorita Kakutani, del New York Times, ha elegido muy atinadamente la cita con que iniciaba la necrológica de John: “Las constantes que busco –escribió él una vez- son el amor a la luz y la determinación de encontrar una cadena moral del ser.” Sé que John no prodigaba declaraciones sobre la moral y el ser; no era su estilo. Lo considero una aseveración renuente, algo que al fin tuvo que decir para corregir la distorsión de lectores apresurados, críticos y organizadores de categorías eruditas. Supongo que acabó viendo la necesidad de dar una explicación de lo que estaba haciendo desde hacía cincuenta años.

Hay escritores cuyas últimas obras se parecen mucho a las primeras. Después de aprender el oficio, tras dominarlo de una vez por todas, lo practican con pocas variaciones hasta el fin. Pueden ser novelistas muy buenos. Como Somerset Maugham o Arnold Bennett (añadan ustedes nombres americanos, si quieren), de mucho talento y enteramente al servicio del público lector, Lo que les falta es el empuje para perfeccionarse. No evolucionan; rara vez sorprenden. John Cheever era un escritor de una especie completamente diferente. De los que se transforman a sí mismos. El lector de sus relatos escogidos asiste a una metamorfosis impresionante. La segunda parte de la colección es muy distinta. Al volver a leerle, como he hecho recientemente, se me hizo patente, como ocurrirá a todo aquel que le lea con atención, la cantidad de energía que derrochó en el perfeccionamiento y transformación de sí mismo, y la pasión con que se entregó a esa tarea. Resulta extraordinariamente conmovedor descubrir la huella íntima de la vida de un hombre y descifrar las señales que nos ha dejado. Aunque la materia y los temas de sus relatos no cambiaran mucho, escribía con una fuerza y un sentimiento cada vez más hondos.

Con su concisión y retraimiento característicos, sólo nos dice, hacia el final, que le gustaba la luz y que estaba empeñado en encontrar una cadena moral del ser; asunto nada sencillo en un mundo que, como él mismo dice, “se extiende a nuestro alrededor como un sueño desconcertante y prodigioso.” Su intención era, sin embargo, no sólo encontrar pruebas de una vida moral en una sociedad en desorden, sino también ofrecernos la poesía de ese mundo desconcertante y prodigiosamente irreal en el que nos encontramos. Pocos hay que emprendan una tarea así, que pongan el alma en el trabajo de esa manera. La América “normal”, de sentirse inclinada a formular tal pregunta, quizá querría saber: “Y qué sentido tiene eso en realidad?” Puede que no mucho, según la definición habitual de sentido. Pero hay otras. Para mí nadie tiene más sentido, nadie es tan interesante como quien empeña el alma en una empresa de esa especie. A medida que envejezco, me voy sintiendo cada vez más atraído hacia quienes viven como John vivió. Los que eligen esa empresa, los que se comprometen en esa lucha, representan para nosotros todo el interés de la vida. Estamos en deuda con la existencia que John llevó. Le debemos mucho, incluso el singular dolor que sentimos a su muerte.


Incluido en Todo cuenta.
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2005.
Traducción de Benito Gómez Ibañez.

19 enero 2007

Mapa (imaginario) literario de Manhattan




Ver mapa

Número 47 para John Cheever en el 601 Fifth Avenue

The Angel of the Bridge

You may have seen my mother waltzing on ice skates in Rockefeller Center. She's 78 years old now but very wiry, and she wears a red velvet costume with a short skirt.


Al lado de Patricia Highsmith, enfrente de Elizabeth Bishop

Invitation to Miss Marianne Moore

For whom the agreeable lions lie in wait
on the steps of the Public Library,
eager to rise and follow through the doors
up into the reading rooms,
please come flying.

18 enero 2007

"Montauk" de Max Frisch

"Una de las veinte novelas canónicas de la literatura alemana" Marcel Reich-Ranicki


ÉSTE, LECTOR, ES UN LIBRO SINCERO. YA AL COMIENZO TE ADVIERTO QUE EN ÉL NO ME HE PROPUESTO SINO UN FIN DOMÉSTICO Y PRIVADO... LO HE DEDICADO AL USO PARTICULAR DE MIS AMIGOS Y PARIENTES, DE MODO QUE, CUANDO ME HAYAN PERDIDO, LES SEA DADO HALLAR EN ÉL ALGUNOS RASGOS DE MI ESTILO DE VIDA Y DE MI DISPOSICIÓN ANÍMICA... PUES SOY AQUÉL A QUIEN DESCRIBO. AQUÍ HAN DE ENCONTRAR MIS DEFECTOS TAL COMO SON Y MI NATURALEZA SIN PREJUICIOS. EN LA MEDIDA EN QUE LA DECENCIA PÚBLICA LO PERMITA... CONQUE YO MISMO SOY, LECTOR, LA ÚNICA MATERIA DE MI LIBRO. NO ES RAZONABLE QUE EMPLEES TU OCIO EN UN OBJETO TAN FATUO E INSIGNIFICANTE./CON DIOS, PUES, EN MONTAIGNE, A UNO DE MARZO DE 1580.

Un cartel que promete una vista panorámica de la isla: OVERLOOK. Ha sido él quien ha propuesto pararse aquí. Un aparcamiento para cien coches por lo menos, a esta hora vacío. El coche de ella es el único sobre las rayas divisorias pintadas en el asfalto. Es la mañana. Día de sol. Arbustos y maleza alrededor del aparcamiento vacío; nada de vistas panorámicas, por tanto, pero hay un sendero que conduce a través de la maleza y no han necesitado largas deliberaciones: el sendero los llevará hacia la gran vista panorámica. Luego ella ha vuelto al coche. El espera. Tienen tiempo. Un fin de semana entero. Él permanece de pie e ignora lo que en este preciso instante está pensando... En Berlín serán ahora las tres de la tarde... Por lo general, no le gusta esperar. A ella se le ha ocurrido que para ver el Atlántico no le hace falta, en realidad, su bolso de mano. A él todo le resulta inverosímil, pero transcurrido un rato lo ve como una simple certeza: susurros en los arbustos, a continuación los pantalones de ella (el azul claro ajado, por supuesto) y sus pies en el sendero, detrás de muchas ramas y tallos su pelo bastante rojo. Su marcha al coche ha merecido la pena: YOUR PIPE. Y luego echa a andar de nuevo por delante. Se agacha aquí y allá bajo las ramas enmarañadas, y él se agacha bajo las mismas ramas cuando ella camina de nuevo erguida, aún por medio de la espesura. Es una especie de sendero, no siempre distinguible, un sendero silvestre. Primero ha ido él delante: como hombre que está tan poco familiarizado con el terreno como ella. De pronto una zanja cenagosa donde ha tenido que prestarle ayuda, y desde entonces va ella delante. Él también lo prefiere. A ella le causa alegría, así muestra su andar ligero y ágil. El Atlántico no puede quedar lejos. En la altura, una gaviota solitaria. Mientras caminan carga la pipa y se admira sin querer saber de qué se admira. En algunos lugares huele a flores. Ni idea de lo que florece por aquí. Se trata de plantas extrañas. Él se ha comprometido a encontrar el coche en cualquier momento y ella parece confiar en él. Para encender después la pipa tiene que detenerse un instante. Sopla viento. Le han hecho falta cinco cerillas y ella, entretanto, ha continuado la marcha, de forma que durante unos momentos él no alcanza a verla. Durante unos momentos le parece una fantasía o un recuerdo lejano: ese caminar en compañía de una mujer joven. A decir verdad, hay muchos senderos o lo que tiene apariencia de sendero. Por eso ella se ha parado: ¿hacia dónde, ahora? El mapa que él compró ayer está en el coche. Tampoco sería de gran ayuda en este paraje. Se dirigen hacia donde hay sol. No es un sendero adecuado para entablar diálogo. Donde no hay espesura se ve el terreno en rededor: no resulta extraño, por más que él no ha estado aquí en toda su vida. Esto no es Grecia. La vegetación no se parece en nada. Sin embargo, él piensa en Grecia, después otra vez en Sylt. Le molesta que le vengan de continuo los recuerdos. Los dos llevan ya media hora de camino. Quieren ver el Atlántico. No tienen otra cosa que hacer; tienen tiempo. Tampoco esto es Bretaña, donde él estuvo hace un año junto al mar por última vez. El mismo aire costeño. Puede ser que lleve la misma camisa, los mismos zapatos, todo un año más viejo. Sabe dónde se encuentran:


MONTAUK

un nombre indio. Designa la punta norte de Long Island, distante ciento diez millas de Manhattan, y él podría precisar también la fecha:

11.5.1974


Mountak(Mountak, Eine Erzählung)
Laetoli, Pamplona
1ª edición: noviembre 2006
Traducción: Fernando Aramburu


Max Frisch Nació el 15 de mayo de 1911 en Zurich y murió en 1991 en esa misma ciudad. Curso estudios universitarios de germanística y arquitectura.

Destaca como prosista, dramaturgo y diarista. Fue de los primeros autores que profundizó en el problema de la identidad del hombre moderno, reflexionó sobre la necesidad humana de proveerse de una identidad personal y social, de buscar el verdadero ser entre la multitud de máscaras disponibles para disfrazarse ante sí mismo y ante los demás.

Piscina pública de Letzigraben, aún existente, diseñada por Max Frisch. El proyecto había recibido años antes el primer premio en un concurso

14 enero 2007

Bullet Park [Capítulo 1] II


Pero el adolescente, como sucede siempre con los adolescentes, se habría equivocado. Pensemos en los Wickwire, por ejemplo, por delante de cuya casa blanca (precio estimado de reventa: 65.000 dólares) pasaban en ese momento Hazzard y el viajero. Si el adolescente hubiese querido atacar las costumbres sociales de Powder Hill, los Wickwire habrían sido un blanco espléndido. Eran encantadores, brillantes, eran incandescentes, y su agenda estaba totalmente llena desde el primer lunes de septiembre hasta la fiesta del Cuatro de Julio. Eran literalmente trabajadores sociales -celebrantes-, que usaban su encanto y su brillo para hacer funcionar las cosas en el plano social. Eran gente que comprendía que los cócteles y las cenas, en su momento y en su lugar, eran tan importantes para el bienestar de la comunidad como las reuniones electorales, la comisión escolar o los servicios municipales. Para una comunidad que tenía tan pocos altares -cuatro, para ser exactos- y ninguno sacrificial, ellos parecían haber improvisado, como celebrantes serios y abnegados, uno sobre el que literalmente se dejaban parte de su carne y de su sangre. Continuamente se caían por las escaleras, se golpeaban con las esquinas afiladas de los muebles y se metían en las zanjas con el coche. Cuando llegaban a una fiesta, iban impecablemente vestidos, pero con el brazo derecho en cabestrillo. Él apoyaba la pierna coja en un bastón de empuñadura dorada y llevaba gafas oscuras. Ella se había torcido el brazo en una caída. Él se había roto la pierna en invierno y las gafas oscuras disimulaban un ojo amoratado con los emocionantes rojos y violetas de la luna de las últimas noches invernales, sepultada entre las nubes y observada por algún joven desconcertado y anhelante. El brillo de los Wickwire no quedaba menoscabado por sus lesiones. De hecho, casi siempre aparecían con algún miembro en cabestrillo, una extremidad vendada o un despliegue de apósitos adhesivos.

Su brillo, su ardor como celebrantes, es algo serio. Después de cualquier fin de semana corriente, al cabo de tres días seguidos de comer y cenar fuera, la seriedad de su papel se aprecia particularmente cuando la luz del lunes por la mañana resplandece sobre ellos mientras duermen. Cuando suena el despertador, él lo confunde con el teléfono. Como sus hijos están internos en un colegio, deduce que uno de ellos habrá enfermado o tendrá algún problema. Cuando, comprende que es el despertador y no el teléfono, pone los pies en el suelo. Gruñe. Blasfema. Se pone en pie. Se siente hueco, pero sólo recientemente vaciado de sus vísceras, por lo que aún puede recordar cómo era tener el pellejo lleno de conductos y órganos vitales. Ella gime de dolor y se tapa la cara con una almohada. Con la sensación de ser una cavidad dolorida, él baja por el pasillo hasta el baño. Se mira al espejo y deja escapar un grito agudo de horror y repulsión. Tiene los ojos rojos, el rostro surcado de arrugas y su pelo claro parece torpemente teñido. Por un momento, posee la curiosa potestad de asustarse a sí mismo. Se moja la cara y se afeita la barba, lo que agota sus energías. Vuelve por el pasillo al dormitorio, dice que cogerá el tren más tarde, se mete otra vez en la cama y se tapa la cara con las mantas para dejar fuera la mañana. Ella gimotea y llora; después abandona la cama, con el camisón levantado sobre su atractivo trasero. Va al baño, pero cierra los ojos cuando pasa junto al espejo. Cuando vuelve a la cama, se cubre la cara con una almohada y los dos se quedan ahí, quejándose en voz alta. Después, él se reúne con ella en su lado de la cama y ambos emprenden una ardua faena de amor que los ocupa durante veinte minutos y les deja una jaqueca abrumadora. Él ya ha perdido el tren de las 8.11, el de las 8.22 y el de las 8.30.

-Café- masculla, y vuelve a levantarse de la cama.

Baja la escalera a la cocina. Cuando entra, deja escapar otro grito de dolor al ver las botellas vacías en la repisa junto al fregadero.

Están alineadas como dioses en algún panteón del remordimiento. Su grave circunspección parece forzarlo a caer de rodillas, como para extraerle alguna plegaria: "Cascos vacíos, ¡Oh, cascos vacíos!, misericordiosos cascos vacíos, tened piedad de mí, en nombre de Jack Daniels y de las destilerías Seagram." Su inmutable vacío les confiere un aspecto cruel y censurador. Sus etiquetas -whisky, ginebra y bourbon- poseen la ferocidad de los demonios chinos, pero él tiene la clara sensación de que, si intentara apagarlos con una genuflexión, serían despiadados. Los echa en el cubo de la basura, pero eso no acaba con su poder. Pone agua a hervir y, palpando las paredes como un ciego, vuelve al dormitorio, donde oye los gritos de dolor de su mujer.

-¡Oh, ojalá estuviera muerta! -solloza ella-. ¡Ojalá estuviera muerta!

-Ya, ya, cariño -dice él con voz ronca.

Saca un traje limpio, una camisa, una corbata y unos zapatos, vuelve a meterse en la cama y se tapa la cara con las sábanas. Ya son casi las nueve y hay mucha luz en el jardín. Oyen el autobús escolar, en la esquina, llamando con el claxon al niño de los Marsden. La semana ha iniciado su espléndida procesión de días. La tetera empieza a silbar.

Se levanta de la cama por tercera vez, vuelve a la cocina y prepara el café. Lleva una taza para cada uno. Ella se levanta, se lava la cara sin examinarla y vuelve a la cama. Él se pone la ropa interior y también vuelve a la cama. Durante la hora siguiente, se levantan y se acuestan, entran y salen, luchan por reintegrarse a la corriente de las cosas, hasta que finalmente él se viste y, atormentado por el vértigo, la melancolía, las náuseas y unas erecciones intermitentes, aborda su Getsemaní: el tren de las 10.48, lunes por la mañana.

No había la menor hipocresía en los lunes por la mañana de los Wickwire, por mucho que le pese al adolescente.

10 enero 2007

Bullet Park [Capítulo 1] I



Imaginen una pequeña estación ferroviaria, diez minutos antes del anochecer. Más allá del andén están las aguas del río Wekonsett, reflejando una sombría luz crepuscular. La arquitectura de la estación es extrañamente informal, lúgubre sin ser seria; se parece sobre todo a una pérgola, un chalet o una casa de campo, aunque éste es un clima de inviernos rígidos. Las farolas a lo largo del andén arden con una quejumbrosidad casi palpable. El escenario parece estar de algún modo en el centro de todo. Viajamos casi siempre en avión, pero el espíritu de nuestro pueblo sigue siendo aún el de un país de trenes. Te despiertas en un coche cama a las tres de la mañana, en una ciudad cuyo nombre n o conoces y quizás nunca descubras. Hay un hombre de pie en el andén con un niño sobre los hombros. Saludan con la mano a algún pasajero, pero ¿qué hace el niño levantado a esas horas y por qué llora el hombre? En un apartadero, más allá del ardén, hay un vagón restaurante iluminado, donde un camarero hace cuentas, sentado solo a una mesa. Un poco más allá, hay un depósito de agua y, más lejos, una calle vacía, bien iluminada. Entonces piensas con alegría que éste es tu país: único, misterioso y vasto. Ese tipo de sensaciones no se experimentan en los aviones, ni en los aeropuertos, ni en los trenes de otros países.

Llega un tren, se apea un pasajero y lo recibe un agente inmobiliario llamado Hazzard, porque ¿quién si no iba a conocer con exactitud la edad, la utilidad, el valor y el estado de conservación de las casas del pueblo?

-Bienvenido a Bullet Park. Esperamos que le guste tanto como para quedarse a vivir aquí con nosotros.

Resulta que el señor Hazzard no vive en Bullet Park. Su nombre, como el de casi todos los agentes de la propiedad inmobiliaria registrados, aparece clavado en los árboles de las parcelas en venta, pero él atiende sus negocios en una pequeña oficina del pueblo vecino. El forastero ha dejado a su esposa en el hotel Plaza, viendo la televisión. La búsqueda de un techo parece desarrollarse en él a un nivel casi primigenio. Los precios están muy altos en estos tiempos y nada es exactamente lo que uno quiere. La pintura desconchada y los enseres abandonados de los propietarios anteriores parecen tan vivos y agobiantes como la ropa y los papeles que se clasifican cuando hay un muerto en la familia. La casa o el piso que busca -lo sabe- tendrá que haber aparecido al menos dos veces en sus sueños. Cuando haya pasado todo, cuando el jardín esté plantado y los muebles colocados, los rigores de la travesía quedarán ocultos; pero esta tarde, la memoria sanguínea de viajes y migraciones discurre por sus venas. Los habitantes de Bullet Park quieren hacer ver no tanto que han llegado al lugar, sino que han sido plantados y han crecido allí, lo que naturalmente es falso. Desorden, camiones de mudanza, créditos bancarios a elevado interés, lágrimas y desesperación han caracterizado la mayor parte de sus llegadas y partidas.

-Éste es nuestro centro comercial -explica Hazzard-. Tenemos toda clase de planes para mejorarlo. Eso de ahí es Powder Hill- dice, señalando con la cabeza una colina iluminada, a la derecha. Hay una finca allí que me gustaría enseñarle. La dueña pide cincuenta y siete mil. Cinco dormitorios, tres baños...

Las luces de Powder Hill titilaban, sus chimeneas humeaban y un cubretapa de inodoro de felpa rosa ondeaban en un tendedero. Visto por algún adolescente fervoroso y vengativo a una distancia improbable que permitiera dominar el campo de golf, se habría dicho que el trozo de felpa era el imprimátur, el sello, el marbete, el estandarte de Powder Hill, detrás del cual marchaban, con ajustados zapatos ingleses, las legiones de insolventes espirituales, propensos a intercambiar esposas, despotricar contra los judíos y pelearse por culpa del alcohol. Malditos sean todos ellos, pensó el adolescente. Malditas sean las luces brillantes que nadie usa para leer, maldita la música constante que nadie escucha, malditos los pianos de cola que nadie sabe tocar, malditas las casas blancas hipotecadas hasta los canalones para la lluvia, malditos sean todos ellos por robar los peces al océano para alimentar a los visones cuyas pieles visten y malditas sus bibliotecas donde reposa un único libro: un ejemplar de la guía telefónica, encuadernado en brocado rosa. Maldita sea su hipocresía, malditos sus tópicos, malditas sus tarjetas de crédito, maldita su manera de descartar lo salvaje del espíritu humano, maldita su pulcritud, maldita su lascivia y malditos ellos, por encima de todo, por haber extirpado de la vida esa fuerza, esa hediondez, ese color y ese fervor que le dan sentido. Gritos, gritos y más gritos.

BULLET PARK
John Cheever
EDITORIAL PLANETA
2006
236 pgs.
Traducción de Claudia Conde
Epílogo de Rodrigo Fresán