30 agosto 2007

La geometría... en Lector mal-herido

Suelo dejar los prólogos de los libros para el final, más que nada porque cuando acabo el libro, como el prólogo está situado al principio, se me olvida leerlo. Odio los prólogos. Te dicen lo que tienes que pensar del libro, te señalan sus virtudes y las páginas en las que tienes que emocionarte. Los prólogos son nocivos, sabihondos, sabiondos, repelentes. Además, suelen estar escritos por expertos y fanáticos de la obra, lo que crea en ésta un efecto similar al que produciría un comediante que empezara así los chistes: ¡Con este os vais a partir de risa!

El pis no tiñe de rojo las piscinas




Gafas de sol, copa, colchoneta y The sound of silence. Cuando el señor Braddock rompe la magia estival y le pregunta a su hijo qué hace, Benjamin (Dustin Hoffman) contesta displicente: "Dejándome llevar, aquí en la piscina". El problema es que las aguas quietas de piscinas como las de El graduado (Mike Nichols, 1967) no llevan a ningún sitio. De hecho, son metáforas del estancamiento.

El mismo año que el mundo conoció a la señora Robinson, David Hockney congeló en A bigger splash las piscinas californianas: perfectos rectángulos celestes con bordillos rosas. La de El graduado se ajusta al canon pop, pero la otra alberca mítica del cine está en blanco y negro. La localización sí es correcta: "Estamos en Sunset Boulevard, Los Ángeles, California". Así comienza El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950). Lo dice William Holden con voz en off, ya que su cuerpo flota boca abajo. Desde esa primera línea hasta la última -"estoy preparada para mi primer plano", de Gloria Swanson-, la película se desenvuelve implacable como una obra maestra. Cuando Wilder encontró la mansión digna de Norma Desmond (era la casa de la segunda mujer de Paul Getty, que la heredó en el divorcio), sólo faltaba un detalle: no tenía piscina. El director cavó el agujero, pero no instaló un sistema de depuración, por lo que el hoyo sólo se usó otra vez más, por los personajes de Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955) que discutían en su vientre seco y vacío.

Las aguas estancadas han servido en el cine como tumbas líquidas. Mala idea. Que se lo digan a Las diabólicas (Henri-Georges Clouzot, 1955), amante y esposa de un cadáver que no se está quieto bajo el agua. En el bordillo de La piscina (Jacques Deray, 1969), Alain Delon le quita el bikini a Romy Schneider entre risas y forcejeos, pero su felicidad se rompe con la visita de un ex amante de ella y su hija (una jovencísima y larguirucha Jane Birkin que palidece ante la belleza compacta y treintañera de Sissi emperatriz). La espectacular alberca de Saint Tropez es protagonista y escena del crimen de este filme plagado de frases demasiado francesas ("no me gusta el verano, prefiero las estaciones intermedias", dice Schneider). El mensaje viene a ser: no te zambullas en la piscina del prójimo.

En la argentina La ciénaga (Lucrecia Martel, 2005) la piscina es un pozo donde se ahoga (emocionalmente) una familia demasiado perezosa para dar la brazada final que los saque de sus disfunciones. A pesar de ser una película fría y distante, se pasa un calor terrible y casi se puede oler cómo se pudren el agua y las relaciones. Pero de todas las piscinas, las más tristes son las de El nadador (Frank Perry y Sidney Pollack, 1969), donde Burt Lancaster es un Narciso de mediana edad, que viéndose aún maravilloso en sus pantaloncillos de baño, decide cruzar el condado a nado de chalet en chalet. La historia, sacada de un relato de John Cheever, mezcla costumbrismo y surrealismo alegórico. El río artificial formado por las piscinas es un viaje existencial al fondo del sueño americano. A medida que cruza propiedades, el nadador pierde fuelle y el verano se acaba en un solo día. ¿Qué ha ocurrido? Bajo la perfecta y calma superficie de espejo que soñó América yace la imposibilidad de acotar el mar.

El País

P. G.
17/08/2007