27 octubre 2006

Cheever ríe


©Fred W. McDarrah


Las dos fotos han estado a la venta en ebay y las encontró la sagaz Carmen.

26 octubre 2006

ustedes, los novelistas


John Cheever y John Irving at National Book Award
25 de junio, 1979

© Fred W. McDarrah


En el curso de mis investigaciones para obtener los datos técnicos que figurarían en la novela(*), presencié el nacimiento de varios bebés, vi realizar una serie de abortos y otras intervenciones ginecológicas. Nunca me desmayé ni vomité, pero la operación para extraer un tumor abdominal me hizo sudar. En un momento determinado, cuando la paciente, aunque estaba anestesiada por completo, abrió los ojos y pareció mirarse con fijeza las entrañas, que estaban amontonadas sobre su abdomen (no dentro de lla, donde deberían estar)... en fin, en ese momento tuve la sensación de que no me llegaba suficiente aire a través de la mascarilla.
-¡Está despierta! -le susurré al anestesiólogo, que parecía dormido.
Él miró tranquilamente a la paciente.
-Cierra los ojos, cariño -le pidió, y ella obedeció enseguida.
Más tarde el anestesiólogo me dijo:
-Eso que ustedes, los novelistas, llaman estar despierto tiene diversos grados.


(*)se refiere a Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra

en Mis líos con el cine
John Irving
pág. 28
Tusquets, 2000

24 octubre 2006

Impaciencia

David Fincher estrenará en el 2008 The Curious Case of Benjamin Button, adaptación de un cuento del mismo título de Scott Fitzgerald.

Esperamos con impaciencia.

Leer Noticia completa en El cine que ya tenías que haber visto

Leer cuento The Curious Case of Benjamin Button (hay que hacer scroll hacia abajo por la curiosa maquetación de la página)

A Tizón también

¿La intención? «Dar voz a la parte neurótica que todos tenemos y que no sacamos. Siempre he creído que la literatura es un vehículo para conectar con esa voz, a la que llamo la voz del delirio.Es curioso cómo el que delira no sabe que está delirando, porque todos nos construimos una especie de realidad paralela». Julio Cortázar y el más neurótico John Cheever también la tenían. Y Eloy se fijó especialmente en ella. «Para alguien que escribe hay siempre dos tipos de escritores, los que te dan ganas de escribir y los que te las quitan», dice. Cortázar y Cheever son de los primeros para Tizón que, antes de lanzarse a la literatura, fue pintor.


Leer texto completo ("Eloy Tizón defiende que su literatura «da voz a la parte neurótica que todos tenemos") en El Mundo

El hombre insatisfecho

Hay quien ha llegado a afirmar que la autobiografía es la forma más elevada de la ficción. Opinión discutible, desde luego, pero no el que, desde los años ochenta, especialmente en Estados Unidos, la autobiografía sea un género que cuenta con especialistas. Editan estudios al respecto, se reúnen, determinan cuáles de ellas merecen consideración literaria, y llegan a expresar opiniones tan extremas como ésa del comienzo.

En cualquier caso, resulta evidente que los escritores autobiográficos -memorias, diarios, etc.- se han hecho populares, especialmente gracias a los cambios sociales y legales que han abierto las puertas a lo que antes se mantenía cerrado. Y así, a partir de la década de los setenta se hizo posible escribir con menos reserva sobre uno mismo; y sobre los amigos y los enemigos de uno. El público se divierte con esas cosas, el dinero corre. La conclusión es evidente. Y me estoy refiriendo a Norteamérica, pues en España, ya se sabe, las cosas son de otro modo. Puede que porque la gente, en lugar de escribir, prefiere desfogarse en tertulias y bares. O quizá intervenga un curioso pudor, y una cobardía a expresar las propias vivencias y opiniones sin el posible recurso de un ulterior: «Bueno, en aquel contexto, con las copas... Y no fue exactamente así. Verás, lo que dije es que...».

Los Diarios de John Cheever, al contrario, son valientes. Y se inscriben con pleno derecho entre los escritores de carácter autobiográfico que, sin duda, merecen una atención literaria. En ellos, que su autor quiso que se publicaran después de su muerte, queda de manifiesto que tienen razón quienes han dicho que Cheever fue el escritor norteamericano más elegante, atractivo, airoso, delicado -que todos estos términos sirven para traducir el graceful original-, después de Scott Fitzgerald. Creó un mundo extremo, lleno de glamour y delicadeza. Y llevó una vida perra, a cuestas con el alcoholismo, una homosexualidad duramente asumida, una infidelidad marital que le culpabilizó.

Pero al contrario que Scott Fitzgerald, que terminó haciendo literatura de su derrota, Cheever dejó para estos diarios, que se extienden desde los años 40 hasta 1982, cuando murió, la confesión de sus secretas miserias. Pues siempre apareció públicamente como un aristocrático caballero de Nueva Inglaterra que vivía en una antigua propiedad rural y criaba perros de caza. También iba a la iglesia, se relacionaba con sus vecinos, mostraba nulo interés por las cuestiones políticas y, sobre todo, era un escritor de éxito. Con su novela Crónica de los Wapshot ganó, en 1958, el equivalente al Premio Nacional de su país. Falconer, otra novela suya de 1977, fue un best seller abrumador. Y en 1979, sus relatos escogidos, además de ser superventas, le proporcionaron el Pulitzer.

«Soy una marca registrada como los cereales para el desayuno» -se quejaba John Cheever, según cuenta su hijo Benjamin en la introducción a estos Diarios. Una condición que parecía gustarle y que sospechaba que su publicación iba a modificar. Pues aunque en 1984, su hija Susan ya apuntaba en su libro sobre su padre que éste era un homosexual reprimido y un alcohólico, sólo con la aparición original, en 1992, de los cuadernos de notas de Cheever se revela la magnitud de la tragedia que padeció el escritor. A escondidas, desde luego, pero reflejada en unas páginas que tienen todo el arte de un autor que sabe que la posteridad está leyendo por encima de su hombro.

Por eso cuando aparecieron adelantos en la revista The New Yorker -a Cheever se le incluye, junto a Salinger, Updike y otros entre lo que se ha dado en llamar «generación del New Yorker»-, provocaron una sensación morbosa. Y constituyeron un escándalo literario mayúsculo. En España, aunque prácticamente toda su obra esté traducida -en Alfaguara, pero también en Ultramar y la antigua Bruguera-, Cheever nunca ha sido excesivamente conocido. Cuenta, eso sí, con lectores entusiastas -entre los que me cuento-, que han seguido su trayectoria. Y disfrutado de su capacidad para convertir la vida cotidiana de la Norteamérica de su tiempo, en espejo de una ética que trata de sobrevivir en una sociedad que no ha conseguido asumir la crisis de los valores tradicionales -los propios de un mundo rural-, anegados por el abigarramiento y la confusión de un vivir, que es más bien sobrevivir, en una ciudad delirante y arrebatadora como Nueva York. O mejor, aún, sus alrededores, como ilustra perfectamente uno de sus relatos más conocidos -quizá porque se llevó al cine- El nadador.

Pero, sea en esas casas de ricos de las afueras, en Roma o en otros paisajes donde se sitúan las narraciones de Cheever, bajo el aparente realismo siempre surge una tormenta de sensaciones donde la impotencia y el desconcierto dejan de manifiesto el abismo que para Occidente supuso Auschwitz.

Mary, la mujer de John Cheever, opinaba que no podía juzgar los libros de su marido, «porque conozco en todos los casos los hechos en los que se basan» -según consta en estos Diarios-. Y probablemente no se equivocaba, porque las narraciones de Cheever parten casi siempre de acontecimientos que le sucedieron a él, como ahora se descubre. Y sin embargo, continúan vivos porque estas notas que tomó en cuadernos durante más de cuarenta años, también lo están. Y en esto resisten la comparación con El crack Up de Scott Fitzgerald.

A veces, eso sí, pesan un poco los convencionalismos, la aparentemente tan bien medida existencia, los partidos de fútbol, las excursiones. Pero enseguida salta el genio. El de un hombre sólo que durante cuarenta años contempló la posibilidad del divorcio, y que hasta 1977 -fecha en que dejó de beber para siempre-, consumió alcohol de modo culpable y ligó con hombres y mujeres a escondidas, mientras escribía unos relatos -quizá lo mejor de toda su producción literaria-, memorables. El dudaba con frecuencia de su calidad, jamás se sentía satisfecho con su obra, se consideraba inferior a muchos de sus contemporáneos y amigos; o más bien, nos enteramos ahora, enemigos.

John Cheever nació en Boston en 1912. Ha sido comparado con Nabokov. Uno de sus rasgos más visibles fue su incapacidad física para reír. Se cuenta que cuando encontraba algo divertido, se le retorcía la cara como si le doliera algo. Un reflejo, podría ser, de aquella profunda insatisfacción que arrastró durante toda su vida, pero que le permitió realizar una obra admirable donde se mezclan la fatalidad y la sorpresa ante un mundo que se revela cruel y poco propicio para la honradez.

La selección de los Diarios (publicados por Emecé), que se incluye, se centra básicamente en los años 70 y 80. Y no porque entonces las notas de Cheever sean más interesantes o intensas, sino porque concentran las terribles contradicciones que arrastró a lo largo de toda su vida del modo más perfecto posible.

[No consta el autor del artículo]
El Mundo
5 de marzo de 1994

La otra cara del sueño americano

A JOHN CHEEVER LE LLAMARON EL CHÉJOV DE LOS SUBURBIOS. FUE ALCOHOLICO, BISEXUAL Y LE EXPULSARON DEL PARAISO CON TAN SOLO 17 AÑOS. ÉSTE FUE EL PUNTO DE PARTIDA DE UNA CARRERA COMO CUENTISTA QUE INSPIRO AL MISMISIMO SALINGER Y QUE AHORA LA EDITORIAL EMECÉ RECUPERA EN UNA EDICION DE LUJO

Solapas de neón tintado aseguraban con orgullo que Esto parece el paraíso, el último libro que publicaría en vida John Cheever, había sido escrito por «el mejor discípulo de Hawthorne, Melville y Fitzgerald». Corría el año 1982 y había llovido mucho en la vida del autor desde que recibiera el Pulitzer (en 1979) por The Stories of John Cheever, la antología definitiva de lo publicado durante más de tres décadas en The New Republic y el New Yorker, revistas en las que compartió páginas con Vladimir Nabokov y Jerome David Salinger, sin que su nombre se haya dicho tantas veces en voz alta como el de aquellos.

Es más, muchos de sus discípulos (entre los que se cuentan Raymond Carver, John Irving, Philip Roth y su amigo John Updike) son hoy todavía más conocidos que el autor que inspiró El guardián entre el centeno. Así que ya era hora de que alguien (en este caso, Emecé, con la reedición de sus mejores cuentos, divididos en dos extensos volúmenes) se dignara a devolverle la fama que el tiempo parecía decidido a arrebatarle.

Pero, ¿quién fue John Cheever? Basta leer cualquiera de sus cuentos para asistir al desarme del sueño americano y caer en el pozo de aquellos que en busca de una triste felicidad de plástico acabaron devorados por su obsesiva visión inalcanzable. ¿Cronista de las sombras del manido American Way of Life o testigo del absurdo de un mundo que nunca comprendió y que nunca le comprendió a él? Puede que las dos cosas, a juzgar por el que fue el motor de su narrativa que, para muchos, nunca pudo librarse del disfraz del cuento. «Si no me hubieran expulsado del instituto, quizá ahora sería dependiente en una estación de servicio o algo por el estilo», dijo en una ocasión Cheever, respecto a la casualidad del que fuera, desde esos 17 años, su oficio.

Le expulsaron del instituto por impuntual, perezoso, indisciplinado, falta de aseo constante y malas notas. Cuando llegó a casa se sintió impotente e incomprendido y se puso a escribir Expulsado, su primer cuento, absolutamente autobiográfico. Cuando acabó, lo metió en un sobre y lo envió a The New Republic. Malcolm Cowley, el editor de la revista, lo recibió con cierto escepticismo.«Nunca habíamos publicado un cuento de alguien tan joven», dijo, pero se impuso el sentido común.

El cuento era un brillante ejercicio de degüello a una sociedad frívola cimentada en un sistema educativo «estúpido», idea que retomaría y elevaría a categoría de clásico (diez años después, en la década de los 40) J.D. Salinger en El guardián entre el centeno.

Cheever publicó pues su primer cuento, Expulsado, en 1930, y se convirtió en colaborador habitual del New Yorker a los 21 años. Intentó escribir su primera novela en 1936, y hasta recibió 400 dólares de adelanto por el primer borrador de Crónica de los Wapshot, llamada por entonces The Holy Tree. No convencido con el resultado, antes de llegar a la editorial, el joven Cheever tiró el manuscrito a una papelera de la estación de tren y olvidó la idea, hasta la muerte de su madre, en 1956.

Por aquel entonces, John ya había publicado un centenar de cuentos en el New Yorker y The New Republic, pero las malas lenguas no acababan de situarle en el mapa. Porque, ¿acaso puede llamarse alguien escritor si no tiene una novela en los estantes de las librerías? ¿Ah, no? En fin, el caso es que Crónica de los Wapshot intentó acallar los rumores, que sólo hicieron que cambiar de forma, puesto que fueron muchos los críticos que consideraron que Cheever nunca pudo librarse de sus cuentos. Lo cierto es que sus novelas parecen, desde uno y otro lado, relatos entretejidos, y son, en cierto sentido, el antecedente más claro del trabajo que realizaría años después, por poner un ejemplo, el director Paul Thomas Anderson en Magnolia.

Sirva como muestra el siguiente botón: antes de caer en las garras del alcohol y las pastillas y dejar a su audiencia -unos cuantos chicos con aspiraciones literarias- fuera de juego, Cheever se dedicó a lustrar la imagen del cuento con comentarios de este tipo: «Un cuento es aquello que te dices a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas a que te saquen una muela. Es un eficaz bálsamo para el dolor. ¿Quién lee cuentos? Me gusta pensar que los leen hombres y mujeres en salas de espera, hombres y mujeres que buscan comprenderse unos a otros y entender el confuso mundo que nos rodea». Quizá por eso, porque estaba convencido de que el cuento (o «la literatura del nómada», como lo definió alguna vez) era una especie de medicina, una nana sin edad, hacía escribir a sus alumnos desde un diario hasta una historia con siete personajes o una carta de amor definitiva, la que escribirías desde un edificio en llamas.

Los cuentos que recogen estos dos volúmenes no sólo se detienen en algunas de sus obsesiones (el eterno expulsado apareciendo y desapareciendo en relatos más y menos descarnados, la traición femenina, la latente y bien avenida bisexualidad, las capas de grasa de la cruz del sueño americano), sino que van un poco más allá y nos aleccionan sobre lo absurdo del día a día en una sociedad que se mira al espejo y no se ve.

Algunos de ellos, como El nadador, han cruzado incluso el papel, convirtiéndose en una alegoría cinematográfica (protagonizada por un Burt Lancaster aficionado al cloro que emprende el camino de vuelta a casa por las piscinas de sus vecinos) o radiografía del sinsentido que se esconde tras las fachadas de las perfectas urbanizaciones. «No nací en una verdadera clase social, así que decidí infiltrarme en la clase media como espía para atacar desde una posición ventajosa, pero a veces olvido mi misión y tomo mis disfraces demasiado en serio», dijo en una ocasión el propio Cheever, que, tras ganar el Pulitzer (y el National Book Critics Circle Award), vendió su alma al Diablo por un reloj de oro y, como si fuera uno más de sus personajes, acabó protagonizando un anuncio de Rolex, mientras sus cuentos posaban para Cosmopolitan en manos de una modelo en bañador.

LAURA FERNANDEZ
El Mundo
17 de marzo de 2006

18 octubre 2006

Wallpapers (II) Los Minimals


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Vaya!... Miró!

A J. también

EP3. Choca que haya tanto buen rock en Granada.
J.R. Hay una tradición que se transmite: los técnicos de los Ángeles trabajaron con 091; Antonio Arias [Lagartija Nick] me enseñó lo elemental. Luego está el acervo cultural que impregna todo: somos hijos de Lorca y Ayala, aunque hoy leamos a Easton Ellis o a Cheever.


EP3
Viernes 13 de octubre de 2006
Entrevista a Grupo de Expertos Solynieve. Contesta J. de Los Planetas

09 octubre 2006

en "Inutilidad"


Nuestra vida era una pobre pieza teatral desequilibrada con algunas dosis de actuación de altísimo nivel

¿Cuándo empezará por fin, ese movimiento ascendente de la felicidad, esa vida espléndida que siempre estamos esperando? De algún modo esperas a la primavera. Pero la primavera llega... sola


Inutilidad
WILLIAM GERHARDIE
Editorial Siruela
216 páginas

Reseña en TELAM

Una publicación reciente reunió los cuentos del escritor norteamericano en dos volúmenes. Es una de las obras más sólidas e influyentes de la literatura del siglo XX.

La flamante publicación de los Cuentos Completos del escritor norteamericano John Cheever en dos volúmenes supone un acontecimiento para volver a apreciar una de las obras más sólidas e influyentes de la literatura del siglo XX, que plantea los avatares de una serie de personajes signados por la difusa confluencia de lo angelical y lo demoníaco.

Caracterizar a Cheever (1912-1982) no es tarea sencilla: no basta con presentarlo como una de las voces más desencantadas del "american way of life", ni como el hombre que se aferró a la literatura y al alcohol para exorcizar los peores demonios de la existencia, ni siquiera como el artífice de las mentiras más brillantes que pueda cobijar un relato de ficción.

Su narrativa ofrece las mismas contradicciones -y acaso la misma sensación de invulnerabilidad- que su persona: esquiva e inasible, casi imposible a la hora de identificar las certezas que sustentan esa leyenda construida a base de expulsiones -del colegio, de la vida académica- y rebeldías continuas.

Tal vez una de las pocas verdades que dejó Cheever es la dimensión de su convicción literaria: "No poseemos más conciencia que la literatura (...). La literatura ha sido la salvación de los condenados, ha inspirado y guiado a los amantes, vencido la desesperación y tal vez en este caso pueda salvar al mundo", escribió cierta vez.

Con una producción escueta que incluye siete libros de cuentos y cinco novelas, el escritor no sólo se convirtió en uno de los más influyentes de su generación sino que incluso se ganó el reconocimiento de Vladimir Nabokov y Truman Capote, conocidos por examinar con una mirada poco piadosa la obra de sus colegas.

Los relatos de Cheever, considerado el cronista más sensible e insidioso de la vida norteamericana en las zonas residenciales, fueron publicados por el sello Knopf en 1978 bajo el título de "Relatos de John Cheever" y le valieron el Premio Pulitzer de Literatura un año después.

La iniciativa alcanzó un gran éxito de ventas y supuso también el reconocimiento definitivo de la crítica hacia un autor que tardó en consolidar su merecido puesto entre los grandes.

Nacido el 27 de mayo de 1912 en Quincy, los relatos de Cheever hablan de las ironías de la vida contemporánea en Estados Unidos y pueden considerarse comedias de costumbres, sutil y elegantemente elaboradas, preocupadas por el empobrecimiento espiritual y emocional de la clase media: en esa línea, sus personajes son por lo general simbólicos, y las situaciones que describe realistas y detalladas.

Los cuentos ("Relatos I" y "Relatos II") que acaba editar el sello Emecé en dos volúmenes de 518 y 499 páginas, fueron publicados en importantes revistas -como The New Yorker- y a partir de 1930, se publicaron en varios volúmenes: "Cómo viven algunas personas" (1943), "El enorme aparato de radio" (1954), "El ladrón de Shady Hill" (1958), "El brigadier" (1964) y "El mundo de las manzanas" (1973).

"La idea del escritor como generador de todo un universo, como arquitecto reconocible de un paisaje que sólo le pertenece a él, no es algo nuevo y suele ser uno de los rasgos más reconocibles de la Gran Literatura. Pensar en Charles Dickens o en Antón Chejov o en Marcel Proust o en J. G. Ballard; todos ellos escritores que no se limitan a marcar un territorio sino que, además, lo habitan", explica Rodrigo Fresán desde las páginas del epílogo incluido en el segundo tomo.

"El caso de John Cheever, sin embargo, goza de una particularidad atendible. Sobre todo en sus relatos. Cheever no se limita a ser el Deus Ex Machina del asunto sino que, además, se pone en la piel del pecador. Cheever es víctima y victimario, confesor y penitente, máscara y enmascarado", detalla.

En general, sus cuentos empiezan vertiginosamente y ofrecen un ritmo rápido y muchos desplazamientos: "El primer principio de la estética es el interés o el suspenso. Usted no puede esperar comunicarse con nadie si es un tedioso", solía decir al respecto.

La lista continúa, a tono con la multiplicidad temática: los momentos más oscuros del matrimonio, la polaridad entre carne y espíritu, la pugna entre la memoria y el olvido, y la capacidad de la naturaleza de redimir los aspectos falibles del ser humano, completan un espectro hilvanado por el afán de la mentira.

"Los relatos aquí contenidos abarcan a la vez que trascienden toda categoría espiritual o cósmica, realista o fantástica sin por ello negar la presencia de una inteligencia y de un amor más allá de nuestra comprensión y aun así... los relatos aquí son sucesivos Big Bangs apocalípticos. Finales del mundo por el solo placer de que, a vuelta de página, tenga lugar un nuevo Génesis, otra posibilidad, un había otra vez", analiza Fresán.

Estos dos volúmenes no reúnen la totalidad de las ficciones breves de Cheever, ya que existen sesenta y ocho relatos más -entre los que se cuentan los que conformaron su descatalogado y nunca recuperado primer libro de 1943, "The Way Some People Live"- de los que apenas trece se reunieron en forma de libro.

En 1988 se anunció la publicación de "The Uncollected Stories of John Cheever (1930-1981)", donde aparecerían sesenta y ocho narraciones, entre las que se contaría su primer cuento "Expelled" y su primera e inconseguible colección de cuentos, "The Way Some People Live: A Book of Short Stories" (1943), pero el proyecto fue suspendido por un conflicto entre la familia Cheever y los editores.

por Julieta Grosso

08 octubre 2006

La grandeza de las pequeñas cosas

La muerte de una madre en una familia del Medio Oeste norteamericano en 1918 sirvió a William Maxwell para narrar una historia donde prima un extraordinario relato de los sucesos cotidianos. A través de las reacciones del resto de los miembros de la familia, el novelista y editor estadounidense trazó una novela, la segunda que se publica en español, llena de asuntos trascendentales expresados de un modo sencillo y emotivo.

William Maxwell (1908-2000) fue un novelista y un editor ejemplar. De lo primero dan fe en español tanto este libro que comentamos como el único que hasta ahora existía (Adiós, hasta mañana, Siruela, 1998). De lo segundo, bastará con decir que, como editor de The New Yorker, se ocupó de orientar y ayudar a escritores como Cheever, Welty, Salinger o Updike. Es, pues, un nombre relevante de la cultura literaria norteamericana del pasado siglo. Quien no tuvo ocasión o información para hacerse con su anterior novela, una joya, no debe perder ésta de ninguna manera.

El libro cuenta un episodio en la vida de una familia del Medio Oeste en el año de 1918, año en el que termina la Primera Guerra Mundial y la epidemia de gripe española llega a Estados Unidos. Está dividido en tres partes, cada una de las cuales se cuenta desde el punto de vista de un personaje. Los personajes son: Bunny, un niño de ocho años; su hermano Robert, de trece, y el padre de ambos, James Morison. El eje de sus vidas -y de la novela- es la madre, Elizabeth, y también aparecen otros parientes muy cercanos (tíos, abuela...) que completan el escenario humano de este pequeño drama familiar. La gripe española afecta a los cuatro miembros de la familia Morison; en el caso de la madre, es mortal; la muerte de la madre, que antes da a luz a un bebé, es el arma con la que el destino golpea a los desvalidos Morison. Lo que cuenta William Maxwell es el hueco emocional y vital que la ausencia de la madre deja en la vida y la concepción del mundo de los otros tres.
Eso es lo que cuenta en cuan-

to a la anécdota. Lo que en verdad cuenta es mucho más y lo hace maravillosamente. Cada una de las tres partes adopta el punto de vista de los tres hombres de la familia. En el caso de Bunny, su mundo afectivo se manifiesta a través de su mirada y de su pensamiento; ambos construyen con el mayor acierto la visión infantil del personaje. Del mismo modo, la mirada de Robert se construye sobre la imagen de su actitud que lo empuja a considerarse mayor, a empezar a comprender que el mundo ha de ganárselo uno y, al tiempo, todavía le retiene en el apego muy fuerte al entorno familiar. La imagen que Maxwell utilizará es la del chico empezando a sentirse responsable ante su madre (para protegerla) y ante su hermano pequeño (para empezar a ayudarlo). El padre, tercera mirada, es un ser que ha puesto todo su mundo diario y familiar en manos de su esposa y, de pronto, siente que le falta el suelo bajo los pies. La muerte de la madre y la última imagen de desvalimiento de ese bebé recién nacido completan el cuadro. Es un cambio decisivo en esas vidas.

El extraordinario relato de lo cotidiano, el modo en que el tiempo pesa sobre los días de esta familia, la delicada y atentísima selección de actitudes y gestos, todo apoyado en elementos mínimos que Maxwell convierte en máximos expresivos (por ejemplo, el momento en que Robert percibe el silencio que acompaña a la epidemia), son la pieza de convicción de este relato. También debería decir emocionante, pero no sin antes hacer una advertencia: aquí no hay nostalgia o patetismo a la hora de contar; muy al contrario: la ejemplar sencillez y desnudamiento del relato le impiden caer en el sentimentalismo. Maxwell despoja esta historia de toda emocionalidad fácil y se dirige al verdadero centro de las emociones, el fuerte, el intenso, el que no necesita aspavientos ni sacudidas; lo suyo es el paso a paso adelante y el modo en que hace que las pequeñas cosas contengan grandes asuntos para que el lector los vaya reconociendo e interiorizando. Ese paso del padre abrumado por la ausencia de la esposa y encerrado en sí mismo para apartarse de todo (incluidos los hijos) lo que no sea su dolor a la conciencia de que ha de seguir (con los hijos) está mostrado de manera magistral; o la paulatina concienciación de Robert de que el problema de hacerse mayor es saber responder al hecho de ser mayor; o la captación del modo de ser y respirar de los personajes secundarios, lo que a su vez constituye el ambiente social de fondo de todas estas personas...

El tono suave, tranquilo, discreto y preciso de esta escritura serena y, a la vez, tan poderosa lo definiría mejor que nada esta imagen que, al expandirse en la imaginación del lector, deja entrever el punto en que se halla la relación madre-hijo entre el pequeño Bunny y Elizabeth: "Ahora, sentado a su lado en el banco de la ventana, Bunny también dependía de ella. Todas las líneas y superficies de la habitación se inclinaban hacia su madre, de modo que cuando miraba el dibujo de la alfombra lo veía necesariamente en relación con la punta del zapato de ella". En fin, escucharemos a lo largo del relato la voz de las pequeñas cosas y de los pequeños momentos tanto como la voz de los personajes narrados; la suma de todo es un libro verdaderamente hermoso que muestra lo que es la escritura en un grado de sabia belleza al que no estamos acostumbrados. Ojalá que Asteroide lo siga publicando, pero, de momento, busquen estos dos libros. Por cierto, el primero, el mencionado Adiós, hasta mañana, recibió el prestigioso American Book Award en 1980.

VINIERON COMO GOLONDRINAS
William Maxwell.
Traducción de Gabriela Bustelo
Libros del Asteroide
Barcelona, 2006
210 páginas. 15,95 euros

JOSÉ MARÍA GUELBENZU
BABELIA - 07-10-2006

03 octubre 2006

John Cheever: angeles y demonios de la clase media

La flamante publicación de los Cuentos Completos del escritor norteamericano en dos volúmenes, supone un acontecimiento para volver a apreciar una de las obras más sólidas e influyentes de la literatura del siglo XX, que plantea los avatares de una serie de personajes signados por la difusa confluencia de lo angelical y lo demoníaco.

Caracterizar a John Cheever (1912-1982) no es tarea sencilla: no basta con presentarlo como una de las voces más desencantadas del american way of life, ni como el hombre que se aferró a la literatura y al alcohol para exorcizar los peores demonios de la existencia, ni siquiera como el artífice de las mentiras más brillantes que pueda cobijar un relato de ficción.
Su narrativa ofrece las mismas contradicciones —y acaso la misma sensación de invulnerabilidad— que su persona: esquiva e inasible, casi imposible a la hora de identificar las certezas que sustentan esa leyenda construida a base de expulsiones —del colegio, de la vida académica— y rebeldías continuas.
Tal vez una de las pocas verdades que dejó Cheever es la dimensión de su convicción literaria: “No poseemos más conciencia que la literatura (...). La literatura ha sido la salvación de los condenados, ha inspirado y guiado a los amantes, vencido la desesperación y tal vez en este caso pueda salvar al mundo”, escribió cierta vez.
Con una producción escueta que incluye siete libros de cuentos y cinco novelas, el escritor no sólo se convirtió en uno de los más influyentes de su generación, sino que incluso se ganó el reconocimiento de Vladimir Nabokov y Truman Capote, conocidos por examinar con una mirada poco piadosa la obra de sus colegas.

IRÓNICO CRONISTA. Los relatos de Cheever, considerado el cronista más sensible e insidioso de la vida norteamericana en las zonas residenciales, fueron publicados por el sello Knopf en 1978 bajo el título de Relatos de John Cheever, y le valieron el Premio Pulitzer de Literatura un año después.
La iniciativa alcanzó un gran éxito de ventas y supuso también el reconocimiento definitivo de la crítica hacia un autor que tardó en consolidar su merecido puesto entre los grandes.
Nacido el 27 de mayo de 1912 en Quincy, los relatos de Cheever hablan de las ironías de la vida contemporánea en Estados Unidos y pueden considerarse comedias de costumbres, sutil y elegantemente elaboradas, preocupadas por el empobrecimiento espiritual y emocional de la clase media: en esa línea, sus personajes son por lo general simbólicos, y las situaciones que describe realistas y detalladas.
Los cuentos (Relatos I y Relatos II) que acaba editar el sello Emecé en dos volúmenes de 518 y 499 páginas, fueron publicados en importantes revistas —como The New Yorker— y a partir de 1930, se publicaron en varios volúmenes: Cómo viven algunas personas (1943), El enorme aparato de radio (1954), El ladrón de Shady Hill (1958), El brigadier (1964) y El mundo de las manzanas (1973).
“La idea del escritor como generador de todo un universo, como arquitecto reconocible de un paisaje que sólo le pertenece a él, no es algo nuevo y suele ser uno de los rasgos más reconocibles de la Gran Literatura. Pensar en Charles Dickens o en Antón Chejov o en Marcel Proust o en J. G. Ballard; todos ellos escritores que no se limitan a marcar un territorio sino que, además, lo habitan”, explica Rodrigo Fresán desde las páginas del epílogo incluido en el segundo tomo.
“El caso de John Cheever, sin embargo, goza de una particularidad atendible. Sobre todo en sus relatos. Cheever no se limita a ser el Deus Ex Machina del asunto sino que, además, se pone en la piel del pecador. Cheever es víctima y victimario, confesor y penitente, máscara y enmascarado”, detalla.

VÉRTIGO. En general, sus cuentos empiezan vertiginosamente y ofrecen un ritmo rápido y muchos desplazamientos: “El primer principio de la estética es el interés o el suspenso. Usted no puede esperar comunicarse con nadie si es un tedioso”, solía decir al respecto.
La lista continúa, a tono con la multiplicidad temática: los momentos más oscuros del matrimonio, la polaridad entre carne y espíritu, la pugna entre la memoria y el olvido, y la capacidad de la naturaleza de redimir los aspectos falibles del ser humano, completan un espectro hilvanado por el afán de la mentira.
“Los relatos aquí contenidos abarcan, a la vez que trascienden, toda categoría espiritual o cósmica, realista o fantástica sin por ello negar la presencia de una inteligencia y de un amor más allá de nuestra comprensión y aun así... los relatos aquí son sucesivos Big Bangs apocalípticos. Finales del mundo por el solo placer de que, a vuelta de página, tenga lugar un nuevo Génesis, otra posibilidad, un había otra vez”, analiza Fresán.
Estos dos volúmenes no reúnen la totalidad de las ficciones breves de Cheever, ya que existen sesenta y ocho relatos más, de los que apenas trece se reunieron en forma de libro.

Reseña en El diario de Paraná(Argentina)
Martes 3 de octubre, 2006