24 octubre 2006

La otra cara del sueño americano

A JOHN CHEEVER LE LLAMARON EL CHÉJOV DE LOS SUBURBIOS. FUE ALCOHOLICO, BISEXUAL Y LE EXPULSARON DEL PARAISO CON TAN SOLO 17 AÑOS. ÉSTE FUE EL PUNTO DE PARTIDA DE UNA CARRERA COMO CUENTISTA QUE INSPIRO AL MISMISIMO SALINGER Y QUE AHORA LA EDITORIAL EMECÉ RECUPERA EN UNA EDICION DE LUJO

Solapas de neón tintado aseguraban con orgullo que Esto parece el paraíso, el último libro que publicaría en vida John Cheever, había sido escrito por «el mejor discípulo de Hawthorne, Melville y Fitzgerald». Corría el año 1982 y había llovido mucho en la vida del autor desde que recibiera el Pulitzer (en 1979) por The Stories of John Cheever, la antología definitiva de lo publicado durante más de tres décadas en The New Republic y el New Yorker, revistas en las que compartió páginas con Vladimir Nabokov y Jerome David Salinger, sin que su nombre se haya dicho tantas veces en voz alta como el de aquellos.

Es más, muchos de sus discípulos (entre los que se cuentan Raymond Carver, John Irving, Philip Roth y su amigo John Updike) son hoy todavía más conocidos que el autor que inspiró El guardián entre el centeno. Así que ya era hora de que alguien (en este caso, Emecé, con la reedición de sus mejores cuentos, divididos en dos extensos volúmenes) se dignara a devolverle la fama que el tiempo parecía decidido a arrebatarle.

Pero, ¿quién fue John Cheever? Basta leer cualquiera de sus cuentos para asistir al desarme del sueño americano y caer en el pozo de aquellos que en busca de una triste felicidad de plástico acabaron devorados por su obsesiva visión inalcanzable. ¿Cronista de las sombras del manido American Way of Life o testigo del absurdo de un mundo que nunca comprendió y que nunca le comprendió a él? Puede que las dos cosas, a juzgar por el que fue el motor de su narrativa que, para muchos, nunca pudo librarse del disfraz del cuento. «Si no me hubieran expulsado del instituto, quizá ahora sería dependiente en una estación de servicio o algo por el estilo», dijo en una ocasión Cheever, respecto a la casualidad del que fuera, desde esos 17 años, su oficio.

Le expulsaron del instituto por impuntual, perezoso, indisciplinado, falta de aseo constante y malas notas. Cuando llegó a casa se sintió impotente e incomprendido y se puso a escribir Expulsado, su primer cuento, absolutamente autobiográfico. Cuando acabó, lo metió en un sobre y lo envió a The New Republic. Malcolm Cowley, el editor de la revista, lo recibió con cierto escepticismo.«Nunca habíamos publicado un cuento de alguien tan joven», dijo, pero se impuso el sentido común.

El cuento era un brillante ejercicio de degüello a una sociedad frívola cimentada en un sistema educativo «estúpido», idea que retomaría y elevaría a categoría de clásico (diez años después, en la década de los 40) J.D. Salinger en El guardián entre el centeno.

Cheever publicó pues su primer cuento, Expulsado, en 1930, y se convirtió en colaborador habitual del New Yorker a los 21 años. Intentó escribir su primera novela en 1936, y hasta recibió 400 dólares de adelanto por el primer borrador de Crónica de los Wapshot, llamada por entonces The Holy Tree. No convencido con el resultado, antes de llegar a la editorial, el joven Cheever tiró el manuscrito a una papelera de la estación de tren y olvidó la idea, hasta la muerte de su madre, en 1956.

Por aquel entonces, John ya había publicado un centenar de cuentos en el New Yorker y The New Republic, pero las malas lenguas no acababan de situarle en el mapa. Porque, ¿acaso puede llamarse alguien escritor si no tiene una novela en los estantes de las librerías? ¿Ah, no? En fin, el caso es que Crónica de los Wapshot intentó acallar los rumores, que sólo hicieron que cambiar de forma, puesto que fueron muchos los críticos que consideraron que Cheever nunca pudo librarse de sus cuentos. Lo cierto es que sus novelas parecen, desde uno y otro lado, relatos entretejidos, y son, en cierto sentido, el antecedente más claro del trabajo que realizaría años después, por poner un ejemplo, el director Paul Thomas Anderson en Magnolia.

Sirva como muestra el siguiente botón: antes de caer en las garras del alcohol y las pastillas y dejar a su audiencia -unos cuantos chicos con aspiraciones literarias- fuera de juego, Cheever se dedicó a lustrar la imagen del cuento con comentarios de este tipo: «Un cuento es aquello que te dices a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas a que te saquen una muela. Es un eficaz bálsamo para el dolor. ¿Quién lee cuentos? Me gusta pensar que los leen hombres y mujeres en salas de espera, hombres y mujeres que buscan comprenderse unos a otros y entender el confuso mundo que nos rodea». Quizá por eso, porque estaba convencido de que el cuento (o «la literatura del nómada», como lo definió alguna vez) era una especie de medicina, una nana sin edad, hacía escribir a sus alumnos desde un diario hasta una historia con siete personajes o una carta de amor definitiva, la que escribirías desde un edificio en llamas.

Los cuentos que recogen estos dos volúmenes no sólo se detienen en algunas de sus obsesiones (el eterno expulsado apareciendo y desapareciendo en relatos más y menos descarnados, la traición femenina, la latente y bien avenida bisexualidad, las capas de grasa de la cruz del sueño americano), sino que van un poco más allá y nos aleccionan sobre lo absurdo del día a día en una sociedad que se mira al espejo y no se ve.

Algunos de ellos, como El nadador, han cruzado incluso el papel, convirtiéndose en una alegoría cinematográfica (protagonizada por un Burt Lancaster aficionado al cloro que emprende el camino de vuelta a casa por las piscinas de sus vecinos) o radiografía del sinsentido que se esconde tras las fachadas de las perfectas urbanizaciones. «No nací en una verdadera clase social, así que decidí infiltrarme en la clase media como espía para atacar desde una posición ventajosa, pero a veces olvido mi misión y tomo mis disfraces demasiado en serio», dijo en una ocasión el propio Cheever, que, tras ganar el Pulitzer (y el National Book Critics Circle Award), vendió su alma al Diablo por un reloj de oro y, como si fuera uno más de sus personajes, acabó protagonizando un anuncio de Rolex, mientras sus cuentos posaban para Cosmopolitan en manos de una modelo en bañador.

LAURA FERNANDEZ
El Mundo
17 de marzo de 2006

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