24 octubre 2006

El hombre insatisfecho

Hay quien ha llegado a afirmar que la autobiografía es la forma más elevada de la ficción. Opinión discutible, desde luego, pero no el que, desde los años ochenta, especialmente en Estados Unidos, la autobiografía sea un género que cuenta con especialistas. Editan estudios al respecto, se reúnen, determinan cuáles de ellas merecen consideración literaria, y llegan a expresar opiniones tan extremas como ésa del comienzo.

En cualquier caso, resulta evidente que los escritores autobiográficos -memorias, diarios, etc.- se han hecho populares, especialmente gracias a los cambios sociales y legales que han abierto las puertas a lo que antes se mantenía cerrado. Y así, a partir de la década de los setenta se hizo posible escribir con menos reserva sobre uno mismo; y sobre los amigos y los enemigos de uno. El público se divierte con esas cosas, el dinero corre. La conclusión es evidente. Y me estoy refiriendo a Norteamérica, pues en España, ya se sabe, las cosas son de otro modo. Puede que porque la gente, en lugar de escribir, prefiere desfogarse en tertulias y bares. O quizá intervenga un curioso pudor, y una cobardía a expresar las propias vivencias y opiniones sin el posible recurso de un ulterior: «Bueno, en aquel contexto, con las copas... Y no fue exactamente así. Verás, lo que dije es que...».

Los Diarios de John Cheever, al contrario, son valientes. Y se inscriben con pleno derecho entre los escritores de carácter autobiográfico que, sin duda, merecen una atención literaria. En ellos, que su autor quiso que se publicaran después de su muerte, queda de manifiesto que tienen razón quienes han dicho que Cheever fue el escritor norteamericano más elegante, atractivo, airoso, delicado -que todos estos términos sirven para traducir el graceful original-, después de Scott Fitzgerald. Creó un mundo extremo, lleno de glamour y delicadeza. Y llevó una vida perra, a cuestas con el alcoholismo, una homosexualidad duramente asumida, una infidelidad marital que le culpabilizó.

Pero al contrario que Scott Fitzgerald, que terminó haciendo literatura de su derrota, Cheever dejó para estos diarios, que se extienden desde los años 40 hasta 1982, cuando murió, la confesión de sus secretas miserias. Pues siempre apareció públicamente como un aristocrático caballero de Nueva Inglaterra que vivía en una antigua propiedad rural y criaba perros de caza. También iba a la iglesia, se relacionaba con sus vecinos, mostraba nulo interés por las cuestiones políticas y, sobre todo, era un escritor de éxito. Con su novela Crónica de los Wapshot ganó, en 1958, el equivalente al Premio Nacional de su país. Falconer, otra novela suya de 1977, fue un best seller abrumador. Y en 1979, sus relatos escogidos, además de ser superventas, le proporcionaron el Pulitzer.

«Soy una marca registrada como los cereales para el desayuno» -se quejaba John Cheever, según cuenta su hijo Benjamin en la introducción a estos Diarios. Una condición que parecía gustarle y que sospechaba que su publicación iba a modificar. Pues aunque en 1984, su hija Susan ya apuntaba en su libro sobre su padre que éste era un homosexual reprimido y un alcohólico, sólo con la aparición original, en 1992, de los cuadernos de notas de Cheever se revela la magnitud de la tragedia que padeció el escritor. A escondidas, desde luego, pero reflejada en unas páginas que tienen todo el arte de un autor que sabe que la posteridad está leyendo por encima de su hombro.

Por eso cuando aparecieron adelantos en la revista The New Yorker -a Cheever se le incluye, junto a Salinger, Updike y otros entre lo que se ha dado en llamar «generación del New Yorker»-, provocaron una sensación morbosa. Y constituyeron un escándalo literario mayúsculo. En España, aunque prácticamente toda su obra esté traducida -en Alfaguara, pero también en Ultramar y la antigua Bruguera-, Cheever nunca ha sido excesivamente conocido. Cuenta, eso sí, con lectores entusiastas -entre los que me cuento-, que han seguido su trayectoria. Y disfrutado de su capacidad para convertir la vida cotidiana de la Norteamérica de su tiempo, en espejo de una ética que trata de sobrevivir en una sociedad que no ha conseguido asumir la crisis de los valores tradicionales -los propios de un mundo rural-, anegados por el abigarramiento y la confusión de un vivir, que es más bien sobrevivir, en una ciudad delirante y arrebatadora como Nueva York. O mejor, aún, sus alrededores, como ilustra perfectamente uno de sus relatos más conocidos -quizá porque se llevó al cine- El nadador.

Pero, sea en esas casas de ricos de las afueras, en Roma o en otros paisajes donde se sitúan las narraciones de Cheever, bajo el aparente realismo siempre surge una tormenta de sensaciones donde la impotencia y el desconcierto dejan de manifiesto el abismo que para Occidente supuso Auschwitz.

Mary, la mujer de John Cheever, opinaba que no podía juzgar los libros de su marido, «porque conozco en todos los casos los hechos en los que se basan» -según consta en estos Diarios-. Y probablemente no se equivocaba, porque las narraciones de Cheever parten casi siempre de acontecimientos que le sucedieron a él, como ahora se descubre. Y sin embargo, continúan vivos porque estas notas que tomó en cuadernos durante más de cuarenta años, también lo están. Y en esto resisten la comparación con El crack Up de Scott Fitzgerald.

A veces, eso sí, pesan un poco los convencionalismos, la aparentemente tan bien medida existencia, los partidos de fútbol, las excursiones. Pero enseguida salta el genio. El de un hombre sólo que durante cuarenta años contempló la posibilidad del divorcio, y que hasta 1977 -fecha en que dejó de beber para siempre-, consumió alcohol de modo culpable y ligó con hombres y mujeres a escondidas, mientras escribía unos relatos -quizá lo mejor de toda su producción literaria-, memorables. El dudaba con frecuencia de su calidad, jamás se sentía satisfecho con su obra, se consideraba inferior a muchos de sus contemporáneos y amigos; o más bien, nos enteramos ahora, enemigos.

John Cheever nació en Boston en 1912. Ha sido comparado con Nabokov. Uno de sus rasgos más visibles fue su incapacidad física para reír. Se cuenta que cuando encontraba algo divertido, se le retorcía la cara como si le doliera algo. Un reflejo, podría ser, de aquella profunda insatisfacción que arrastró durante toda su vida, pero que le permitió realizar una obra admirable donde se mezclan la fatalidad y la sorpresa ante un mundo que se revela cruel y poco propicio para la honradez.

La selección de los Diarios (publicados por Emecé), que se incluye, se centra básicamente en los años 70 y 80. Y no porque entonces las notas de Cheever sean más interesantes o intensas, sino porque concentran las terribles contradicciones que arrastró a lo largo de toda su vida del modo más perfecto posible.

[No consta el autor del artículo]
El Mundo
5 de marzo de 1994

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Montse he llegado hasta aquí por casualidad y el blog es magnífico como todo lo que haces. No se si te acordarás de mí cuando escribía en el foro, te escribiré un email. XXX

El Miope Muñoz dijo...

Grandes rescates. Ah, para pasar un blog normal a blog beta (con las labels y tal) ¿cómo se hace?

¡Un saludo!

MV dijo...

¿Cuándo te conectas a blogger.com no te aparece la posibilidad de elegir entre:

acceda a Blogger o migre a la versión beta de Blogger?

Pues ahí mismo. Las etiquetas se pueden añadir en cada post.

A mí la migración me da migrañas, antes tenía un blog sin esa porquería de barra de Blogger ahí arriba y con la Beta no puedo quitarlo de la plantilla.

¡Qué maratón de Woody! ¡No paras!
Un abrazo,

Montse