Por Rodrigo Fresán
En julio de 1989, el mensuario Esquire tuvo la audacia y la graciosa incorrección política de –con el título de Oh, My God, What’s This?– publicar “la polaroid tomada a escondidas” de una suerte de organigrama/power-play del establishment literario norteamericano. Un esquema con forma de pirámide construida a base de post-its. Este “objeto tan desagradablemente feo” –reían con malicia los redactores del mensuario– había sido una leyenda urbana desde hacía años y, ahora, finalmente era descubierto dentro de un trastero de “una pequeña firma consultora de Madison Avenue”. Allí, en cada uno de sus aproximadamente doscientos papelitos autoadhesivos de color amarillo, ordenados, de arriba hacia abajo y de mayor a menor, en hileras cada vez más anchas, se leía el nombre de un escritor Made in USA. La soledad en la cumbre era para Saul Bellow. Bajo él se ubicaban John Updike y Norman Mailer. Y en la tercera fila descendente, aparecían Eudora Welty, Philip Roth y William Styron.
Los tiempos han cambiado: Bellow ya no está, cabe pensar que el trono es hoy ocupado por Roth, Welty también se ha ido, Updike mantiene su puesto, Mailer ha perdido unos cuantos puntos, Cormac McCarthy (por entonces a mitad de pirámide,) ha ascendido varias posicione), J. D. Salinger continúa siendo un sólido fantasma embrujando la cuarta hilera (entonces habitada por Tom Wolfe, John Irving e Isaac Bashevis Singer) y, desde los cimientos, trepa lento pero sin pausa toda una nueva generación por entonces inédita y más que dispuesta a reclamar su sitio lo más cerca posible del sol.
Y la pregunta es cuándo muere realmente un escritor: cuando deja este mundo, cuando deja de publicar, cuando deja de escribir o cuando deja de ser leído.
William Styron (1925-2006) murió hace poco más de una semana en su casa de Martha’s Vineyard, no publicaba un libro desde 1993, y difícilmente podía ser considerado, aquí y ahora, un escritor canónico y reverenciado (tal vez pueda entenderse a Richard Ford, otro sureño “raro”, como su único pero muy lateral sucesor, quizá Pat Conroy sea un Styron más que bastardo) y mucho menos un autor al que demasiados recién llegados o próximos a arribar quieran emular o tal vez vencer (no está de más apuntar que todos sus libros fueron traducidos a nuestro idioma pero que hoy todos, menos uno, están descatalogados en castellano). Y, aún así, a la hora de las elegías, la obra no muy amplia pero sí poderosa de Styron parece agrandarse no por su modernidad sino por todo lo contrario: por un vigor resistente que alude a lo ancestral, a tiempos en que las tierras de las letras estadounidenses estaban habitadas por unos pocos pero auténticos e indiscutibles titanes. Así, Styron desciende directamente del –luego del fundante y conformado por Melville, Hawthorne y Twain– segundo Triple Big Bang: de Ernest Hemingway, de Francis Scott Fitzgerald y, especialmente, de William Faulkner. Y Styron ocupó, a regañadientes, el sitio de “narrador del Sur” dentro de una notable generación en la que primaban lo judío (Roth y Malamud y Salinger) o lo wasp (Cheever y Updike y Shaw) o un puñado de inasibles francotiradores (Mailer y Vonnegut y los experimentales comandados por Barthelme). Una época en la que las invocaciones a los pantanos del “más abajo” estaban, por lo general, ahogadas en cierto elemento freak-folk más que bien representado por Flannery O’Connor, Carson McCullers y el primer Truman Capote. En cualquier caso, a Styron (más allá de la transparente evidencia de su primera novela publicada a los 26 años: la en su momento muy celebrada y ganadora del prestigioso Prix de Roma Tendidos en la oscuridad, de 1951 narrando la decadencia de una familia disfuncional de su Virginia natal y, monólogo interior mediante, el posterior suicidio con salto desde un rascacielos de Manhattan de Peyton Loftis, una joven caída en desgracia) la etiqueta de faulkneriano siempre le molestó. Styron prefería pensarse como escritor enrolado no en un determinado territorio sino en un Gran Tema: el eterno combate entre el Bien frente al Mal. Toda su obra se compone, en buena parte, de variaciones sobre este asunto que, en su caso, no buscaba la Gran Novela Americana sino el hallazgo de la Gran Novela a Secas creciendo, según sus propias palabras, sobre “la catastrófica propensión de los humanos a dominarse los unos a los otros”. Lo que no impidió, claro, que ese programa vital se correspondiera con el de sus mayores: fue un alumno difícil (pasó por demasiadas academias del tipo disciplinante), se alistó en el ejército llegando a teniente (aunque la Segunda Guerra Mundial terminó antes de que él zarpara desde San Francisco hacia Japón), se lanzó a la conquista de la gran ciudad (New York, donde trabajó como aprendiz de escritor en la editorial McGraw-Hill, experiencia que recordaría, con acentos tragicómicos, en los tramos más logrados de La decisión de Sophie), volvió a enrolarse para el combate (en Corea, la baja fue por problemas en la vista) y marchó a París (donde formó parte, en 1953, del grupo fundador de la mítica The Paris Review).
Fue entre Francia e Italia –luego de la perfecta nouvelle “de ejército” La larga marcha, serializada en revista en 1952 y editada como libro en 1956 y de un tan sonado como absurdo pleito de machos cabríos con el siempre dispuesto a la lucha Mailer que los mantuvo enemistados por casi un cuarto de siglo– que Styron escribió su incomprendida por la crítica pero alabada por el difícil Capote Esta casa en llamas (1960). Tumultuosa novela sobre la experiencia del expatriado en cuyo centro arde, mefistofélico, el duelo mítico-existencial, con reminiscencias de Dostoievski y Mann, entre un cínico y joven millonario que intenta poseer a un idealista pintor y donde destacan (en lo personal, lo primero que recuerdo y lo que más admiro cuando pienso en Styron) las deslumbrantes páginas de apertura narrando un casi infernal viaje en automóvil desde Salerno a Sambuco.
Su proyecto siguiente –previa documentación de largos años– fue polémico: Las confesiones de Nat Turner (1967). Allí, con modales muy a la moda de fiction non-fiction, Styron investigaba e imaginaba la gran rebelión de esclavos acontecida en Virginia, en 1831, protagonizada por el carismático rebelde del título y en la que murieron cincuenta y cinco blancos. Los negros lo acusaron de racista estereotipador (en especial por pasajes en los que Turner se imaginaba violando a una joven blanca; ver el libro William Styron’s Nat Turner: Ten Black Writers Respond) y los retógrados sureños lo condenaron por traicionar a su linaje (al enaltecer la figura de un predicador rebelde y proclive a visiones apocalípticas). Ni unos ni otros impidieron que la novela se llevara el Pulitzer de 1968 y Styron se limitó a argumentar que para él “la esclavitud constituía algo que había aniquilado a negros y blancos, a toda un sociedad”.
Styron escribió y estrenó entonces la casi obligatoria obra de teatro con la que fracasa todo grande desde Henry James (In the Clap Shack, 1973) y demoró casi diez años en terminar su siguiente novela que se convertiría en su éxito más grande: La decisión de Sophie (1979) se proponía –y en buena parte conseguía– ser la gran novela sobre la imposibilidad de escapar a la onda expansiva del Holocausto. Otra vez polémico –los judíos le recriminaron que su heroína fuera católica–, lo que buscaba y encontraba aquí Styron en realidad trascendía a un determinado momento histórico y crecía como desesperada historia de amor loco entre la sufrida polaca Sophie y el brillante y demencial judío Nathan desenvolviéndose y enredándose ante los ojos atribulados de Stingo, joven alter-ego de Styron quien, al final, descubría que sólo quería salir vivo de allí para poder ponerlo todo por escrito lo más rápidamente posible. La exitosa adaptación cinematográfica de 1982, escrita y dirigida por Alan J. Pakula, consagró a Meryl Streep como nueva gran dama del celuloide, descubrió al actor Kevin Kline, y elevó a la novela a la categoría de clásico moderno y best-seller rampante.
Styron hizo tiempo –antes de retornar a su proyecto de toda la vida, una gran novela sobre los marines a titularse The Way of the Warrior– publicando un volumen de ensayos titulada This Quiet Dust and Other Writings (1982) donde destacaban su apreciaciones del Sur, sus recuerdos de juventud, su defensa de Nat Turner y sus encendidos tributos a Francis Scott Fitzgerald y Robert Penn Warren entre otros, y una deslumbrante crónica de los funerales de William Faulkner escrita para Life –que se traducen en estas páginas–.
Entonces ocurrió lo imprevisible pero de ningún modo inesperado: Styron –al igual que su padre años antes– se hundió, en 1985, en las aguas oscuras de una depresión crónica que resultó casi terminal y lo arrancó para siempre de una rutina de trabajo hasta entonces felizmente invulnerable: dormir hasta el mediodía, almorzar con su mujer, recados varios por la tarde, escribir cuatro horas hasta la hora del cocktail con amigos, cena y, después, leer y escuchar música hasta el amanecer. Recuperado pero herido de por vida, Styron publicó un estremecedor testimonio sobre la experiencia en Vanity Fair en 1989 que ampliaría a libro al año siguiente y que alcanzaría grandes ventas convirtiendo a su autor en habitual y resignado panelista sobre el tema. Entonces, Styron afirmaría que “ya no contemplo mi carrera de escritor como una sucesión de grandes cimas” sino como un “paisaje sucediéndose en una serie de vistas menos espectaculares pero igual de resonantes que aquellas dramáticas y wagnerianas cumbres que alguna vez escalé”. De ahí que abandonara definitivamente The Way of the Warrior rescatando varios fragmentos introductorios para convertirlos en los tres magistrales cuentos publicados primero en Esquire y luego reunidos en Una mañana en la costa: Tres relatos de juventud (1993) a los que definió como “reescrituras ideales de mi pasado”.
Una exhaustiva biografía –William Styron: A Life, firmada por James. L. W. West III– apareció en 1998 y cerraba con una breve nota donde se afirmaba que “Styron continúa dando sus paseos diarios con paso firme y, a los 72 años, sigue siendo innovador y productivo”. Pero nada nuevo subió a la superficie o escaló las montañas y, días atrás, su rival y amigo Mailer declaró a pie de féretro que “Ningún otro escritor de mi generación tuvo un sentido tan omnisciente y exquisito de lo elegíaco. En los años por venir su obra se recordará como dueña de una fuerza única”. Habrá que esperar a ver y leer qué ocurre con –a menos que haya dejado instrucciones y prohibiciones explícitas– la vida post-mortem de Willian Styron que ahora comienza y que, quién sabe, tal vez, vaciando cajones, lo devuelva a las planos más altos de esa pirámide inexistente pero cierta, “desagradablemente fea”, en la que habitan, juntos, faraones y albañiles iluminados por los rayos de divinidades invisibles pero implacables que finalmente son, desde el principio de los tiempos, los todopoderosos lectores.
Leer crónica "Muerto el 7 de julio" de William Styron del entierro de Faulkner
Casi milagrosamente, inquietándolo, una mínima sugerencia de sonrisa apareció en las comisuras de su boca; se acercó a Milton y se sentó en el brazo del sillón. Milton pensó que aún había algo imponentemente juvenil en ella pese a todo: las quejas, los dolores de cabeza, los momentos de histeria espectral y de ojos saltones. De manera inexplicable, pensó en Helen, nada más que un segundo, cabalgando por Central Park años atrás. ¿De dónde había salido todo lo demás? ¿Cuándo?
William Styron
Plaza & Janés, 1983
4 comentarios:
qué maravilla de post, emeuve; y qué maravilla sobre faulkner y esa foto de la tumba, que nunca había visto. Fenomenal.
Qué bien escribe Fresán cuando escribe de literatura, y qué preciosidad de texto de Styron. El calor, la ralentización de los movimientos, la biblioteca abarrotada...
A ver si le leo ya, seguramente hemos perdido a un novelista que parece ser un clásico.
Creo que hoy celebras algo feliciidades guapísima!!!!!!!!!!!
Publicar un comentario