27 septiembre 2006

Reseña en perfil.com




Nadar en aguas profundas


La obra de uno de los escritores más importantes del siglo XX –venerado por Nabokov, Hemingway y Capote–vuelve a las librerías. Primero fueron sus novelas, Falconer, Buller Park y Esto parece el paraíso y ahora sus relatos, piezas fundamentales de la literatura contemporánea. Exitoso y atormentado, Cheever fue uno de los maestros a la hora de narrar la incompatibilidad y el deterioro de las relaciones humanas.

"La trama es el intento calculado de captar el interés del lector a expensas de la convicción moral"


En el prefacio que escribió para la selección de sus relatos titulada The Stories of John Cheever (1978) –la misma que acaba de publicar Emecé como Relatos I y II–, Cheever hace una comparación entre los primeros pasos de un escritor y los de un pintor. Según dice, en la pintura los maestros y los aprendices establecen alianzas que les evitan a estos últimos exponer en sus obras ciertos errores propios de la inmadurez. El escritor, en cambio, dice Cheever, “se presenta solo”, por lo que “incluso una cuidada selección de sus primeros trabajos será siempre la historia desnuda de su lucha por recibir una educación en economía y en amor”. Por esta razón, Cheever eliminó los cuentos de su juventud, a los que encontró “embarazosamente inmaduros”. Y eso es algo para lamentar: sería interesante poder observar el proceso completo de maduración de este autor, poder ver de qué manera fue mutando su estilo hasta alcanzar algo parecido a la perfección.

Más allá de esto, la aparición de Relatos I y II constituye un acontecimiento editorial para celebrar: reúne sesenta y un relatos –la mayoría de ellos inhallables– que el propio Cheever organizó cronológicamente, aunque con una pequeña modificación para que Adiós, hermano mío estuviera en primer lugar. Aun así, quedan todavía sesenta y ocho relatos de su autoría que no fueron reunidos todavía en libro.

El narrador recatado. Cheever es un escritor singular: además de ser un autor prolífico, logró ser best seller publicando obras de primer orden – Falconer (1977), por ejemplo, se mantuvo varios meses en el primer lugar de ventas en los EE.UU.–, y obtuvo además prestigiosos premios, el National Book Award en 1957, y el Pulitzer (precisamente por The Stories...) en 1978, entre otros.

Su primera publicación fue un cuento autobiográfico, titulado Expelled, El que escribió cuando lo expulsaron por fumar de la Thayer Academy, en Massachusetts, a los diecisiete años. Sobre el final de Expelled leemos: “En el colegio, Estados Unidos es siempre hermoso. Es siempre la gema del océano y está muy mal que así sea. Está mal porque la gente se lo cree. Porque se vuelven indiferentes. Porque se casan y se reproducen y votan y no saben nada. Porque el periódico está siempre de buen humor y pasa el tiempo mirando al cielo raso para no ver la suciedad del suelo. Porque todo lo que ellos saben y conocen es lo que les dice el periódico siempre de buen humor”.

Este adolescente, díscolo y frontal, poco tiene que ver con el escritor maduro, orgulloso de haber alcanzado un estilo “recatado”. En este aprendizaje, Cheever reconoce fundamentalmente una deuda con Harold Ross, el director de The New Yorker –donde publicó ciento diecinueve relatos. Según Cheever, Ross le enseñó que “el recato es una forma del discurso tan profunda y connotativa como cualquier otra, diferente no sólo por su contenido, sino por su sintaxis y sus imágenes”.

El equilibrista. En la entrevista que le concedió a Annette Grant en 1969, John Cheever se definió como un escritor “intuitivo”. “No trabajo con tramas –dijo–. Trabajo por intuición, aprensión, sueños, conceptos.” Por su estilo, fue comparado con un equilibrista, y es una comparación acertada: por momentos, no sabemos de dónde se sostienen sus relatos, qué están narrando. Y ésa es su marca personal: Cheever se lanza a contar sin red porque considera que la trama es “el intento calculado de captar el interés del lector a expensas de la convicción moral”. No hay otra fórmula, para evitar esto, que la de abandonarse a narrar.

En una de sus notas de prensa, titulada “Mi Hemingway personal”, Gabriel García Márquez hace una interesante comparación entre los estilos de Faulkner y Hemingway. Dice: “Faulkner no parecía tener un sistema orgánico para escribir, sino que andaba a ciegas por su universo bíblico como un tropel de cabras sueltas en una cristalería. Cuando se logra desmontar una página suya, uno tiene la impresión de que le sobran resortes y tornillos y que será imposible devolverla otra vez a su estado original. Hemingway, en cambio, con menos inspiración, con menos pasión y menos locura, pero con un rigor lúcido, dejaba sus tornillos a la vista por el lado de afuera, como en los vagones de ferrocarril”. Siguiendo con esta comparación, Cheever parece estar en medio de los dos: no anda a ciegas, pero tampoco es riguroso. Y en sus relatos no hay “resortes y tornillos”, sino sólidas piezas narrativas pulidas y ensambladas con pericia y elegancia. Si, como hace García Márquez, comparáramos su estilo de narrar con el diseño de un tren, sin duda se parecería mucho al del modelo que Cheever tiene a sus espaldas –aunque sin los remaches– en la excelente fotografía que le sacó Donal Holway en 1979 para The Washington Post, en la que se lo ve tomando café en un jarrito de loza.

Lugares, personajes y atmósferas
. Cheever no necesita muchos personajes ni desplegar grandes escenarios. Todo sucede en un departamento de Manhattan, en un restaurante, en una casa de los suburbios de Nueva York, incluso en un modesto ascensor por donde la vida simplemente pasa. Importan menos los lugares que los deseos, las frustraciones y los tormentos de sus personajes: acosados siempre por la pérdida de la juventud, los privilegios de clase, el dinero, la familia o el amor. “El, o todo lo que lo rodeaba, daba la impresión de haber cambiado imperceptiblemente para empeorar”, dice el narrador de ¡Adiós, juventud! ¡Adiós, belleza! Y en estas historias, esa sensación es recurrente. Sobre todo cuando aparece el abuso de alcohol. Cheever es uno de los primeros escritores en mostrar con crudeza el flagelo del alcoholismo en la clase media norteamericana, evidentemente porque durante muchos años lo padeció en carne propia. Su hija, Susan, publicó Home before dark, un libro en el que habla de la rehabilitación de su padre, y dice: “... era como tener a mi antiguo padre de vuelta, un hombre cuyo humor y ternura yo recordaba vagamente de mi infancia. (...) En tres años, pasó de ser un alcohólico con problemas de drogas que fumaba dos atados de Marlboro por día, a ser un hombre abstemio para quien su principal droga era el azúcar en sus postres y la cafeína que tomaba en lugar del whisky”.

Cheever capta con maestría los signos de incompatibilidad o deterioro en las relaciones personales. Y algunos vínculos le interesan más que otros para exhibirlos. El matrimonio, por ejemplo, es uno de sus favoritos: con o sin hijos, de ancianos o de jóvenes, pobres o ricos, de ambiciosos o conformistas, de ejecutivos o campesinos. Le gusta mostrarlos yendo a la ciudad, con sus sueños provincianos intactos, y fracasar –los Malloy en Oh, ciudad de sueños rotos, que incluye una de las mejores escenas de todos los relatos, cuando Alice Malloy, en medio de una fiesta de ricos, al final de la canción que le había enseñado la señora Bachman (y que terminaba diciendo “I’ll lay me down and dee”), se desploma en el piso para darle énfasis, provocando que a una mujer le estallara el collar de la risa. O al revés, cuando van de la ciudad al campo con la esperanza de encontrar algo de paz –los Hollis en Granjero de verano. O simplemente mientras están en sus casas, sensibles a cualquier intromisión o alteración de la rutina –los Westcott en La monstruosa radio.

Pero es el narrador del relato titulado El tren de las cinco y cuarenta y ocho quien parece sintetizar mejor el pensamiento de Cheever sobre las relaciones conyugales, cuando dice: “En cualquier sitio donde se oigan voces de matrimonio –el patio de un hotel, los orificios de un sistema de ventilación, cualquier calle en una noche de verano–, serán palabras ásperas lo que se oiga”.

No en vano demostró –en El marido rural– que es menos estresante un accidente aeronáutico que la vida en familia. Sobre todo cuando los hijos son chicos, tu esposa bebe demasiado y uno vuelve a casa cansado después de trabajar.

Dicho sea de paso, ésta es una escena de la que Cheever se apropió para siempre: la vuelta a casa en el atardecer de un día agitado y el encuentro con la familia. También repite otras escenas: cócteles, días de playa, viajes en tren... Y puede hacerlo porque le interesa menos la variedad temática que la búsqueda de nuevos procedimientos narrativos. “La ficción es experimentación –dice–; si deja de serlo, deja de ser ficción.” De ahí que en cada relato innove en el modo de narrar, y así consiga crear una atmósfera particular para cada uno de ellos. En este sentido, entre los mejores están aquellos que bordean el género policial, y aquellos en los que, como Hitchcock en El hombre que sabía demasiado, o Fritz Lang en El vampiro de Dusendorf, Cheever no vacila en poner a una niña en peligro para ganar en intensidad – Los Hartley o La historia de Sutton Place. “El primer principio de la estética es el interés o el suspenso –declaró–. Usted no puede esperar comunicarse con nadie si es un tedioso.”

La sólida agua verde. En sus clases de Literatura, Vladimir Nabokov –quien dijo ser, al igual que Hemingway, un admirador de Cheever– recomendaba no empezar una obra con generalizaciones. "Una generalización nos aleja del libro antes de haber empezado a comprenderlo", dice. John Cheever parece haber tomado nota de este consejo como narrador. Si algo se repite en sus relatos, casi como una fórmula, son los comienzos. No importa si el relato está escrito en primera o en tercera persona, rápidamente el narrador se encarga de hacernos saber cuál es el nombre del protagonista, de qué trabaja, cuál es su estado civil y qué edad tiene. Todo lo demás es incierto. Nunca sabemos qué va a pasar, porque no sabemos qué hay más allá del primer párrafo. De ahí que leer un relato de Cheever sea una experiencia parecida a la de salir a nadar en aguas profundas. Como los Pommeroy en Adiós, hermano mío, cuando bajan el acantilado para alejarse de Lawrence, pero también para nadar en esa “sólida agua verde” y sentirse renovados, “como si nadar tuviera la fuerza purificadora que reclama el bautismo”. De la misma manera, la inmersión en la literatura de Cheever parece tener un efecto curativo en cada uno de nosotros.

perfil.com

por Hernán Arias
26 de septiembre, 2006

24 septiembre 2006

Foto

21 septiembre 2006

su editor



Vinieron como golondrinas

William Maxwell

Traducción de Gabriela Bustelo
Prólogo de Edmundo Paz Soldán
Páginas: 224
Precio: 15,95 €

Ver ficha completa del libro


Libros del Asteroide ha comenzado con este libro la publicación de la obra de William Maxwell uno de los nombres claves en las letras norteamericanas del siglo XX ya que durante más de 40 años fue el editor de ficción de la influyente revista The New Yorker y se cruzó con autores como Saul Bellow, John Updike, Eudora Welty, John O’Hara, J. D. Salinger, Irwin Shaw, Shirley Hazzard, John Cheever, Vladimir Nabokov, Mavis Gallant, Frank O’Connor y más...

Toda esta publicidad viene a cuento de párrafos como éste (por ejemplo)donde John Cheever habla de Maxwell:

"Muchos de estos cuentos aparecieron por primera vez en The New Yorker, donde Harold Ross, Gus Lombrano y William Maxwell me obsequiaron el inestimable regalo de un alto, inteligente y atento número de lectores y suficiente dinero para alimentar a la familia y comprar un traje nuevo cada dos años"


O párrafos como éste (por ejemplo):

La historia del relato (La geometría del amor) tampoco es sencilla. Cheever lo envió a The New Yorker, donde fue prontamente rechazado por su editor, William Mawwell, quien -en una visita de sábado a la casa del autor en Cedar Lane- apuntó que el cuento era un fracaso y que el problema era el alcohol. Para el lunes siguiente, Cheever lo había colocado en The Saturday Evening Post. Dos cartas al escritor Frederick Exley (autor de la memoir clásica A Fan´s Notes y colega profesor de Cheever en Iowa University) dan cuenta del episodio:

"Un par de semanas atrás escribí un cuento, el primero en un año, y lo envié al New Yorker. Silencio. Un atardecer de sábado apareció por aquí el editor responsable de las ficciones de la revista, me miró con tristeza, me dio unas gentiles palmaditas en la espalda, dijo que el cuento era un fracaso insalvable y llegó a insinuar que me faltaban varios tornillos. El cuento partió rumbo al SEP, donde tardaron diez minutos en aceptarlo y me pagaron tres mis dólares. Esto me alegró".

"Por supuesto que no me preocupó el episodio con el New Yorker [...]. Bill Maxwell vino por aquí para comunicarme que la historia era un fracaso. Oscurecía, yo estaba bebiendo gin y jugando con los perros. Bill tenía la cara muy larga y sugirió que no era que el cuento fuera un fracaso sino que, además, se trataba de un modo sutil, de un fracaso irreversible. Yo no pude, rodeado por animales tan adorables, tomarlo demasiado en serio, y le recordé, con cierta crueldad, todas las ocasiones en que habían rechazado otros cuentos míos y toda la basura editorial que había venido soportando a lo largo de los años. Eso fue un sábado. El lunes. The Saturday Evening Post compró el relato por tres mil dólares entre alabanzas por si me sentía solo e inseguro. Maxwell no sólo dijo que yo era una máquina de historias; dijo que yo era su máquina de historias. No creo que se tratara de una agresión, porque la comparación original solía ser con una fábrica enlatadora de tomates.


Los fragmentos son del prólogo y notas de Rodrigo Fresán a La geometría del amor

Un artículo del imparable Fresán hablando sobre Maxwell: La máquina de escribir.

Según S. (un mejor lector) que ha leído "Adiós, hasta mañana", unico título editado hasta ahora en castellano, Maxwell es excelente.


“Me encanta ser viejo porque puedo apreciar toda mi vida como si se tratara de una casa y comprender que cada hombre es su propio arquitecto.Y no me importa morir, aunque encuentro insoportable la idea de que, cuando la gente se muere, ya no pueda leer libros.”

William Maxwell


Todas estas referencias me dejan muerta (de impaciencia y de ganas)

PD al POST:

Otra referencia más en EL CONFIDENCIAL: "En torno a una madre"

19 septiembre 2006

Diarios, 1966

Quiero una vida de sencillez imposible. Quiero hacer el amor a la serena luz grisácea del amanecer o de la lluvia. Quiero que todos los homosexuales y demás seres desconcertantes desaparezcan de mi vista. No quiero que nadie sufra dolor ni muerte, pobreza, frío ni humillaciones.

Diarios, 1966


Terence Stamp en Modesty Blaise

Voy al psiquiatra, y mientras hablamos sobre castración y homosexualidad, nuestro diálogo conserva cierta circunspección. No he dicho claramente que tengo instintos homosexuales y que éstos son una fuente de penosa ansiedad. Creo que exagero. ya que me ofrece tentadoramente la oportunidad de confesarme, no veo la hora de hacerlo, pero hay algo en su actitud o en el ambiente que me impide decir con claridad que a veces tengo miedo de ser maricón. Sostengo que no sufro más que la mayoría de los hombres, pero tal vez esa convicción sea la raíz de mis problemas. Sé que la naturaleza de los hombres es equívoca, paradójica, caprichosa y perversa, pero parezco incapaz de asumir ese hecho cuando se trata de mí. Parece que mi deseo de ser una criatura sencilla, natural y sensible es incurable. Diría que el psiquiatra ha hecho de ese conflicto una obsesión, o al menos lo empuja en esa dirección. Tendido en la cama, me pregunto si tendré una erección cuando llegue el momento. Es absurdo. No puedo evocar el aroma, las bellas formas, la agitación de mis entrañas, pero me atormento; me acuso de preferir un joven afeminado a una mujer bella y fogosa. Sería muy sencillo optar por un chico-chica, pero la sencillez no es lo que uno busca... aunque en el fondo sospecho que sí. Sólo se necesita valor, vitalidad y fe; con frecuencia poseo los tres.

Necesito esperanza, celo, vigor y un amor profundo; deplorar ante el psiquiatra la conducta de mi mujer en la cama me parece lo opuesto. Quejarse es una forma de desesperar. No me decido a contar lo sucedido, porque me parece que pone en peligro la posibilidad de salir airoso esta noche. Quiero amar y ser amado, ser franco y viril: eso no se consigue con lamentos y lloriqueos en un consultorio climatizado lleno de antigüedades desinfectadas. Sin embargo, es lo que hago. Pero me parece que el psiquiatra y yo no nos entendemos. Creo que no se aparta de un conjunto de ideas preconcebidas, rígidas y esotéricas. ¿A quién beneficia saber que la señora Zagreb es mi madre? Me acusa de divinizar a Mary y le digo que, desde luego, es una diosa. Mary y yo vamos al cine a ver Modesty Blaise, que me parece excelente, graciosa e ingeniosa. Contento y excitado, tomo dos whiskys para serenarme; pero en la cama se va la erección y cuando pido ayuda se me da con tanta repugnancia que nos damos la espalda. Ahora tal vez nos acercamos a la frontera de un país tenebroso, pero tal vez lo he creado yo. Debo evitar la hostilidad que causa la ginebra.

18 septiembre 2006

en THE MASTER

Tanto Henry(*) como Sargy Perry, con quienes Henry hablaba de estos asuntos, estaban de acuerdo en que la literatura más valiosa, rica e intensa se escribía en los países donde Napoleón había reinado y a los que había atacado; la literatura se gestaba en los lugares donde se podían encontrar monedas romanas bajo tierra. (...)
Pensaban que éste sería el sino de cualquiera que intentara escribir acerca de las vidas en Nueva Inglaterra: tendrían que enfrentarse con la falta de un ambiente social, la ausencia de unas costumbres concretas y la presencia de un sofocante sistema moral. Pensó que todo esto haría sentir miserable a cualquier novelista. No había soberano, ni aristocracia, ni servicio diplomático, ni caballeros rurales, ni palacios, ni castillos, ni mansiones, ni viejas casas de campo, ni rectorías, ni cabañas de techos de paja, ni ruinas cubiertas de hiedra, ni catedrales, ni abadías, ni pequeñas iglesias normandas, ni literatura, ni novelas, ni museos, ni pinturas, ni clase política, ni gente dedicada al deporte. Pensaba que si estas cosas se omitían, no quedaba nada para el novelista. No hay sabor, no hay vida que dramatizar, simplemente escasez de sentimiento representada por la escasez de tradición.


THE MASTER. Retrato del novelista adulto
Colm Tóibín
Edhasa, 2006
Traducción de María Isabel Butler de Foley

(*) el Grandísimo Henry James, claro
pág. 214

13 septiembre 2006

Nadadora



por Family

Reseña en Telam

Editan los cuentos completos de John Cheever

Una publicación reciente reunió los cuentos del escritor norteamericano en dos volúmenes. Es una de las obras más sólidas e influyentes de la literatura del siglo XX.

La flamante publicación de los Cuentos Completos del escritor norteamericano John Cheever en dos volúmenes supone un acontecimiento para volver a apreciar una de las obras más sólidas e influyentes de la literatura del siglo XX, que plantea los avatares de una serie de personajes signados por la difusa confluencia de lo angelical y lo demoníaco.

Caracterizar a Cheever (1912-1982) no es tarea sencilla: no basta con presentarlo como una de las voces más desencantadas del "american way of life", ni como el hombre que se aferró a la literatura y al alcohol para exorcizar los peores demonios de la existencia, ni siquiera como el artífice de las mentiras más brillantes que pueda cobijar un relato de ficción.

Su narrativa ofrece las mismas contradicciones -y acaso la misma sensación de invulnerabilidad- que su persona: esquiva e inasible, casi imposible a la hora de identificar las certezas que sustentan esa leyenda construida a base de expulsiones -del colegio, de la vida académica- y rebeldías continuas.

Tal vez una de las pocas verdades que dejó Cheever es la dimensión de su convicción literaria: "No poseemos más conciencia que la literatura (...). La literatura ha sido la salvación de los condenados, ha inspirado y guiado a los amantes, vencido la desesperación y tal vez en este caso pueda salvar al mundo", escribió cierta vez.

Con una producción escueta que incluye siete libros de cuentos y cinco novelas, el escritor no sólo se convirtió en uno de los más influyentes de su generación sino que incluso se ganó el reconocimiento de Vladimir Nabokov y Truman Capote, conocidos por examinar con una mirada poco piadosa la obra de sus colegas.

Los relatos de Cheever, considerado el cronista más sensible e insidioso de la vida norteamericana en las zonas residenciales, fueron publicados por el sello Knopf en 1978 bajo el título de "Relatos de John Cheever" y le valieron el Premio Pulitzer de Literatura un año después.

La iniciativa alcanzó un gran éxito de ventas y supuso también el reconocimiento definitivo de la crítica hacia un autor que tardó en consolidar su merecido puesto entre los grandes.

Nacido el 27 de mayo de 1912 en Quincy, los relatos de Cheever hablan de las ironías de la vida contemporánea en Estados Unidos y pueden considerarse comedias de costumbres, sutil y elegantemente elaboradas, preocupadas por el empobrecimiento espiritual y emocional de la clase media: en esa línea, sus personajes son por lo general simbólicos, y las situaciones que describe realistas y detalladas.

Los cuentos ("Relatos I" y "Relatos II") que acaba editar el sello Emecé en dos volúmenes de 518 y 499 páginas, fueron publicados en importantes revistas -como The New Yorker- y a partir de 1930, se publicaron en varios volúmenes: "Cómo viven algunas personas" (1943), "El enorme aparato de radio" (1954), "El ladrón de Shady Hill" (1958), "El brigadier" (1964) y "El mundo de las manzanas" (1973).

"La idea del escritor como generador de todo un universo, como arquitecto reconocible de un paisaje que sólo le pertenece a él, no es algo nuevo y suele ser uno de los rasgos más reconocibles de la Gran Literatura. Pensar en Charles Dickens o en Antón Chejov o en Marcel Proust o en J. G. Ballard; todos ellos escritores que no se limitan a marcar un territorio sino que, además, lo habitan", explica Rodrigo Fresán desde las páginas del epílogo incluido en el segundo tomo.

"El caso de John Cheever, sin embargo, goza de una particularidad atendible. Sobre todo en sus relatos. Cheever no se limita a ser el Deus Ex Machina del asunto sino que, además, se pone en la piel del pecador. Cheever es víctima y victimario, confesor y penitente, máscara y enmascarado", detalla.

En general, sus cuentos empiezan vertiginosamente y ofrecen un ritmo rápido y muchos desplazamientos: "El primer principio de la estética es el interés o el suspenso. Usted no puede esperar comunicarse con nadie si es un tedioso", solía decir al respecto.

La lista continúa, a tono con la multiplicidad temática: los momentos más oscuros del matrimonio, la polaridad entre carne y espíritu, la pugna entre la memoria y el olvido, y la capacidad de la naturaleza de redimir los aspectos falibles del ser humano, completan un espectro hilvanado por el afán de la mentira.

"Los relatos aquí contenidos abarcan a la vez que trascienden toda categoría espiritual o cósmica, realista o fantástica sin por ello negar la presencia de una inteligencia y de un amor más allá de nuestra comprensión y aun así... los relatos aquí son sucesivos Big Bangs apocalípticos. Finales del mundo por el solo placer de que, a vuelta de página, tenga lugar un nuevo Génesis, otra posibilidad, un había otra vez", analiza Fresán.

Estos dos volúmenes no reúnen la totalidad de las ficciones breves de Cheever, ya que existen sesenta y ocho relatos más -entre los que se cuentan los que conformaron su descatalogado y nunca recuperado primer libro de 1943, "The Way Some People Live"- de los que apenas trece se reunieron en forma de libro.

En 1988 se anunció la publicación de "The Uncollected Stories of John Cheever (1930-1981)", donde aparecerían sesenta y ocho narraciones, entre las que se contaría su primer cuento "Expelled" y su primera e inconseguible colección de cuentos, "The Way Some People Live: A Book of Short Stories" (1943), pero el proyecto fue suspendido por un conflicto entre la familia Cheever y los editores.

por Julieta Grosso
Télam
Agencia de Noticias de la República Argentina

12 septiembre 2006

El marido rural (II)

Era un jardín agradable, con senderos, canteros y rincones para sentarse. El atardecer casi había concluido, pero aún había bastante luz. Movido a la meditación por el accidente y la batalla, Francis escuchó los sones del atardecer en Shady Hill.
-¡Alimañas! ¡Canallas! –gritaba el viejo señor Nixon a las ardillas desde su comedero de aves-. ¡Fuera de mi vista! –El fuerte golpe de una puerta. Alguien cortaba el pasto. Después, Donald Goslin, que vivía en la esquina, comenzó a ejecutar la sonata Claro de Luna. Lo hacía casi todas las noches. Los sones salían por la ventana, y Donald tocaba rubato del principio al fin, como una efusión de lacrimosa petulancia, de soledad y autocompasión, de todo lo que la grandeza de Beethoven había desconocido. La música iba y venía por la calle, bajo los árboles, como una apelación al amor, la ternura destinada a una hermosa criada: una joven de rostro fresco y añorante de Galway, que miraba viejas fotos en su cuarto del segundo piso.
-Aquí, Júpiter, aquí, Jupiter –llamó Francis al perdiguero de los Mercer. Júpiter irrumpió a través de las plantas de tomate, con los restos en la boca de un sombrero de fieltro.
Júpiter era una anomalía. Sus instintos de perdiguero y su elevado espíritu estaban fuera de lugar en Shady Hill. Era negro como el carbón, y tenía la cara larga, alerta, inteligente y perversa. Los ojos le brillaban malignos, y mantenía alta la cabeza. Era la fiera cabeza de perro, con su ancho collar, que aparece en la heráldica y la tapicería, y la que solía usarse en los mangos de los paraguas y los bastones. Júpiter iba donde se le antojaba, y saqueaba cubos de residuos, cuerdas con ropa tendida, cajones de basura y cajas de zapatos. Interrumpía las reuniones en los jardines y los encuentros de tenis, y los domingos se mezclaba con la procesión de la Iglesia de Cristo y ladraba a los hombres vestidos de rojo. Dos o tres veces al día atravesaba a la carrera el viejo rosal del señor Nixon y abría un ancho sendero entre las flores; y los jueves por la noche, apenas Donald Goslin encendía el fuego para el asado, Júpiter olía el perfume. Nada de lo que hicieran los Goslin lo alejaba. Los palos, las piedras y las órdenes dichas con voz áspera a lo sumo lo movían a retirarse al borde de la terraza, y allí se quedaba, con su hocico gallardo y heráldico, esperando que Donald Goslin volviese la espalda para buscar la sal. Entonces, de un salto entraba en la terraza, ágilmente retiraba la carne del fuego y huía con la cena de los Goslin. Los días de Júpiter estaban contados. El jardinero alemán de los Wrightson o la cocina de los Farquarson pronto lo envenenarían. Aún era posible que el viejo señor Nixon pusiera un poco de arsénico en la basura que encantaba a Júpiter.
-¡Aquí, Júpiter, Júpiter! –llamó Francis, pero el perro se alejó saltando, sacudiendo el sombrero que sostenía con los dientes blancos. Francis volvió los ojos hacia las ventanas de su casa y vio que Julia había descendido y estaba apagando las velas.
Julia y Francis Weed salían mucho. Julia gozaba de la simpatía general, era una mujer de espíritu gregario y su afición a las reuniones provenía de un temor muy natural al desorden y la soledad. Revisaba con auténtica ansiedad el correo matutino en busca de invitaciones, y generalmente descubría algunas; pero era insaciable, y aunque hubiera salido siete noches por semana eso no habría impedido que su rostro mostrase una expresión reflexiva –la expresión de la persona que oye música lejana-, pues siempre imaginaría que en otro lugar se ofrecía una fiesta más brillante. Francis la limitaba a dos reuniones nocturnas por semana, con una interpretación flexible de los viernes, y atravesaba el fin de semana como un bote en la tormenta. Un día después del accidente aéreo, los Weed debían cenar con los Farquarson.

Francis regresó tarde de la ciudad, Julia recibió a la canguro de los niños mientras él se vestía y después lo apremió a salir de casa. La reunión era pequeña y agradable, y Francis se preparó para pasarlo bien. Una nueva criada sirvió las bebidas. Tenía cabellos oscuros, y el rostro redondo y pálido, y a Francis le pareció conocida. Para él, la memoria no era una facultad sentimental. El humo de la madera, las lilas y otros perfumes análogos no lo conmovían, y su memoria se parecía a su apéndice: era un repositorio residual. Su limitación no consistía en la imposibilidad de separarse del pasado; su limitación era quizá que lo había anulado con mucha eficacia. Quizá la había visto en otras reuniones, o tal vez dando un paseo una tarde de domingo, pero en cualquiera de los dos casos no se hubiera dedicado a explorar su memoria. La cara tenía, de un modo maravilloso, un perfil lunar –normando o irlandés- pero no era tan bella como para explicar la sensación de Francis de que ya la había visto, en circunstancias que él hubiera debido recordar. Preguntó a Nellie Farquarson quién era. Nellie contestó que la criada había venido por medio de una agencia, y que había nacido en Trenon, Normandía… un pueblito con una iglesia y un restaurante, visitado una vez por Nellie. Mientras Nellie hablaba de sus viajes por países extranjeros, Francis comprendió dónde había visto a la mujer. Había sido hacia el fin de la guerra. Francis había salido con otros hombres de un cuartel de reemplazos, y había ido a pasar tres días en Trenon. El segundo día habían caminado hasta una encrucijada para presenciar el castigo público de una joven que había vivido con el comandante alemán de la Ocupación.

Era una fría mañana de otoño. El cielo estaba nublado e iluminaba el cruce de caminos de tierra con una luz muy deprimente. Estaban a bastante altura, y podían ver cómo se parecían las formas de las nubes y las colinas que se prolongaban en dirección al mar. Llegó la prisionera, sentada en una banqueta de tres patas, y traída por un carro campesino. Permaneció de pie junto al carro mientras el alcalde leía la acusación y la sentencia. Tenía la cabeza inclinada y su rostro se había fijado en esa semisonrisa vacía tras la cual el alma flagelada está suspendida. Cuando el alcalde concluyó, ella se soltó los cabellos y los dejó caer sobre la espalda. Un hombrecito de bigote gris le cortó los cabellos con tijeras de esquilar y los dejó caer al suelo. Después, con una palangana de agua jabonosa y una navaja recta le afeitó al ras el cráneo. Se acercó una mujer y comenzó a soltar los cierres de las ropas de la prisionera, pero ésta la apartó y se desvistió sola. Cuando se quitó la combinación, pasándola sobre la cabeza, y la arrojó al suelo, quedó desnuda. Las mujeres se burlaban; los hombres permanecían en silencio. No varió el aire de falsedad o de queja de la sonrisa de la prisionera. El viento frío le erizó la piel blanca y endureció los pezones de sus pechos. La burla acabó gradualmente, silenciada por el reconocimiento de la común humandad de llos que allí estaban. Una mujer la escupió, pero cierta inviolable grandeza de su desnudez se mantuvo mientras duró la tortura. Cuando la multitud se acalló, la joven se volvió –había comenzado a llorar- y vestida sólo con un par de medias y gastados zapatos negros comenzó a alejarse de la aldea por el camino de tierra. El rostro blanco y redondo había envejecido un poco, pero no cabía duda de que la criada que le sirvió los cócteles y después presentó su cena a Francis era la mujer a quien habían castigado en la encrucijada.

La guerra parecía ahora tan lejana y tan antiguo ese mundo donde el costo de la guerrilla había sido la muerte o la tortura. Francis ya no sabía donde estaban los hombres que lo habían acompañado en Vesey. No podía contar con la discreción de Julia. No podía decírselo a nadie. Y si ahora relataba el caso, mientras centaba, habría sido un error social tanto como humano. Las personas reunidas en la sala de los Farquarson parecían unidas por la tácita afirmación de que no había existido un pasado ni la guerra, de que no había peligros ni perturbaciones en el mundo. En la historia escrita de las disposiciones humanas, ese encuentro extraordinario habría ocupado el lugar debido, pero la atmósfera de Shady Hill determinaba que el recuerdo fuese impropio y descortés. La prisionera se retiró después de servir café, pero el encuentro suscitó en Francis una sensación de languidez; habñia evocado su recuerdo y despertado su sentido, y los había dejado dilatados. Julia entró en la casa. Francis permaneció en el automóvil, para llevar a la canguro de regreso a su casa.

Esperaba ver a la señora Henlein, la anciana que generalmente acompañaba a los niños, y se sorprendió cuando una joven abrió la puerta y salió a la escalinata iluminada. Permaneció un momento en la zona de luz para contar sus libros de texto. Tenía el ceño fruncido y era bella. Ahora, el mundo está colmado de jóvenes bellas, pero Francis percibió aquí la diferencia entre la belleza y la perfección. Faltaban esos usuales defectos, pecas, marcas de nacimiento y heridas curadas, y en su conciencia vivió ese momento en que la música quiebra el cristal y sintió una punzada de reconocimiento tan extraña, tan profunda y maravillosa como nunca en su vida. Pendía de su ceño fruncido, de una sombra impalpable en el rostro, una expresión que le pareció una invocación directa al amor. Después de contar sus libros, la joven descendió los peldaños y abrió la puerta del automóvil. Bajo la luz, Francis vio que tenía las mejillas húmedas. La joven entró y cerró la puerta.
-Usted es nueva –dijo Francis.
-Sí. La señora Henlein está enferma. Soy Anne Murchison.
-¿Tuvo dificultades con los niños?
-Oh, no, no. –Se volvió y le dirigió una sonrisa forzada a la tenue luz del salpicadero. Sus cabellos claros habían quedado sujetos por el cuello de la chaqueta, y ella sacudió la cabeza para soltarlos.
-Estuvo llorando.
-Sí.
-¿No habrá sido nada que ocurrió en nuestra casa?
-No, no, no tiene nada que ver con su casa. –Su voz era sombría-. No es secreto. En el pueblo todos lo saben. Papá es alcohólico, acaba de llamarme desde un bar y me ha dicho lo que pensaba. Cree que soy una persona inmoral. Me llamó un momento antes de que entrase la señora Weed.
-Lo lamento.
-¡Oh, Dios mío! – exclamó la joven y se echó a llorar. Se volvió hacia Francis, y él la recibió en sus brazos y la dejó llorar sobre su hombro. Ella temblaba en los brazos de Francis, y el movimiento acentuaba en él la percepción de la dulzura de su carne y su cuerpo. Las capas de telas que ambos vestían parecieron muy finas, y cuando el temblor comenzó a disminuir, todo se parecía tanto a su paroxismo de amor que Francis perdió la cabeza y la atrajo bruscamente hacia sí. Ella se apartó.
-Vivo en la avenida Belleview –dijo-. Vaya por la calle Lansing hasta el puente del ferrocarril.
-Muy bien. –Puso el motor en marcha.
-Doble a la izquierda en ese semáforo… Ahora a la derecha y siga hasta las vías.

El camino que Francis siguió lo llevó fuera de su propio vecindario, pasando las vías, en dirección al río, hasta una calle donde vivían los que eran casi pobres en casas cuyos aleros curvos y adornos de volutas de madera expresaban los más puros sentimientos del orgullo y el romance, si bien las casas mismas seguramente no permitían mucha intimidad ni comodidad, porque eran muy pequeñas. Era una calle oscura, y conmovido por la gracia y la belleza de la turbada joven, cuando entró en ella Francis sintió que se había sumergido en la región más profunda de un recuerdo sepultado. Vio a lo lejos la luz encendida de un porche. Era la única, y ella dijo que vivía en la casa con la luz. Cuando detuvo el automóvil, Francis vio más allá de la luz del porche un vestíbulo mal iluminado con un anticuado perchero.
-Bien, hemos llegado –dijo, consciente de que un joven habría dicho otra cosa.

(Continuará...)

El Nadador Olimpico y el cacahuete (por A. L. Antunes)

En mi adolescencia, cuando pasaba los veranos en la piscina de la Praia das Maças el mundo estaba presidido por dos figuras tutelares, una que dominaba el día y otra que dominaba la noche. El día, patrimonio exclusivo del Nadador Olímpico; la noche, el reino del Pianista del Boîte.

El Nadador Olímpico usaba panamá en la cabeza, un silbato al cuello y zapatillas de goma, de esas que se calzan entre el dedo gordo y el dedo que sigue al gordo del pie, exactamente como las criptomeigas del Olivais Sul, y desfilaba alrededor de la piscina a paso de brigadier dando órdenes de crol a los ahogados. Además de eso tenía gafas de espejo, hombros que comenzaban a ablandarse con un abandono de plastilina y había escrito un libro, a la venta en el vestuario que alquilaba bañadores de falsa piel de tigre, con un título definitivo e imponente: Saber nadar es tan útil e importante como saber leer o escribir. El capítulo inicial se llamaba "Camôes, el primer campeón portugués de natación", y este lado intelectual del Nadador Olímpico hacía que yo sintiese por él una admiración extasiada: finalmente conocía a alguien que asociaba el trampolín al decasílabo, meditando sonetos mientras sus alumnos se debatían en el agua y gritaban socorro hasta el gluglú del último suspiro.

Cuando llegaba el crepúsculo, el Nadador Olímpico era sustituido por el Pianista de Boîte que llenaba la Concha, un paraíso de sombras y luces veladas sobre las tinieblas de la piscina, de lamentos de pasión en forma de bolero.

Por no tener edad para ser admitido en ese santuario de ociosos, me quedaba fuera sentado en un escalón impregnándose de una melancolía de deseos confusos mientras el Pianista del Boîte susurraba al micrófono

Mi bien
Tu cuerpo se me figura
dada su temperatura
un cacahuete tostado.


Al contrario del Nadador Olímpico, el Pianista del Boîte era regordete y con gafas sin espejo, no tenía ningún silbato al cuello y no parecían interesarle gran cosa la importancia y utilidad de los conocimientos náuticos: avanzaba con los labios estirados hacia el micrófono, batía las alas de sus párpados y anunciaba con un murmullo de pasión

Mi bien
Tu cuerpo se me figura
dada su temperatura
un cacahuete tostado.


El cacahuete tostado debía de ser su esposa, una española parecida a los dibujos del Cara Alegre que en esa época representaba para mí

(y entre nosotros creo que aún representan un poco)

el ideal de la belleza femenina. Cuando alrededor de la una de la tarde el Cacahuete Tostado aparecía en la piscina, rubia, voluptuosa, inaccesible, lenta como unas andas, con enormes pendientes plateados, yo sentía que mis huesos humeaban de pasión. El tiempo parecía suspenderse, los que saltaban del trampolín de siete metros se inmovilizaban en el aire, un estremecimiento de deseo sacudía a los bañistas embelesados y sólo el Nadador Olímpico, indiferente, continuaba pitando a sus aprendices de náufragos de repente capaces de caminar sobre las aguas. Fue una sorpresa para mí que el Cacahuete Tostado y el Nadador Olímpico desaparecieran escandalosamente de la piscina para irse a nadar un crol a dúo a un hotel cualquiera del norte del país. Personalmente me sentí tan traicionado como el Pianista del Boîte. Y comencé a cantar solo en casa, sin acompañamiento, con una cuchara a guisa de micrófono

Mi bien
Tu cuerpo se me figura
dada su temperatura


con la esperanza de que uno de los dibujos del Cara Alegre saliese de la revista, me tomase de la mano y diese conmigo la vuelta al día en ochenta mundos en la cama donde noche tras noche yo suspiraba por el Cacahuete Tostado pedaleando solitariamente entre las sábanas.


Libro de crónicas
António Lobo Antunes
Siruela, 2001
Traducción de Mario Merlino

[PD del Post]

Una forma original de publicitar su nuevo libro

En bus
de frente

Muy buenas fotos de Antonio trabajando:

http://www.flickr.com/photos/roadwarrior/112578447/in/photostream/
http://www.flickr.com/photos/roadwarrior/112578324/in/photostream/
http://www.flickr.com/photos/roadwarrior/112578447/in/photostream/
Mi favorita con esos tachones

10 septiembre 2006

Teoría y práctica de los domingos (por A. L. Antunes)

¿Por qué son tan largos los domingos, Filomena? No tengo que estar a las nueve en la Compañía, no tienes que estar en la guardería a las ocho y media, nos levantamos más tarde, desayunamos en el café, compramos los periódicos, alquilamos dos películas en el videoclub

(una policial como a mí me gusta, una romántica como tú prefieres)

nadie da órdenes, nadie nos exige nada, nadie nos fastidia, y no obstante ¿por qué son tan largos los domingos, Filomena, por qué motivo es siempre la misma hora en el reloj, por qué razón me apetece tanto cualquier cosa que no sé qué es en vez de quedarme contigo? Gustándome como me gustas, te lo juro, debería sentirme bien y no es así, no es malestar, no es angustia, es una sensación vaga, una insatisfacción, una inquietud que no entiendo y sin embargo no me veo solo, no me veo sin ti, me gusta tu cara, tu cuerpo, me casé contigo por amor, ¿por qué son tan largos los domingos, Filomena?

No tiene nada que ver con el barrio, el barrio me gusta, no tiene nada que ver con el piso, tres habitaciones alcanzan y sobran y además tenemos la terrazas, las vistas, Queluz, el río, los barcos, si nos apetece vamos a Sintra o a Cascais, al cine en Amoreiras, vamos a ver tiendas, vamos a Cacém a jugar a las cartas con tu hermano y su mujer, tu hermano despatarrado en el sofá, sin afeitarse, con la mano en el mentón, aburridísimo, cambiando de canal y comiendo palomitas de un cartucho y su mujer en la cocina ahuyentando a sus hijos y planchando camisas. ¿También serán largos los domingos para ellos, Filomena? Tú te metes en la cocina a conversar, yo acepto palomitas y miro las fotografías del crucero que hicieron en agosto a Tánger.

(personas sonrientes cenando con un vaso de vino en alto, un baile a bordo, tu hermano con un sombrero rarísimo en la cabeza, dándole el brazo a un árabe con bigote)

tu hermano a mí, señalando las fotografías y cambiando al canal de deportes

-Me he aburrido como una ostra, Alfredo

tú desde la cocina

-Ven un momento, mi amor

para mostrarme el microondas nuevo, para mostrarme un aparato eléctrico de moler no sé qué

-En noviembre, con la paga de Navidad compraremos uno igual, mi amor

tu hermano desde dentro, con la boca atiborrada de palomitas

-Están pasando el partido de tenis, Alfredo

el piso de ellas es la mitad del nuestro, un sótano, delante de la parrilla, con los pollos en el asador que entran, chorreando salsa, por la ventana de la sala, los pollos que parecen señoras gordas desnudas con las rodillas en el pecho y yo pensando en lo largos que son los domingos, Filomena, que lleguen las cuatro de la tarde se hace eterno, es un martirio y no entiendo por qué dado que me gustas, ni siquiera soy infeliz, no soy infeliz, te lo juro, es algo extraño, un aprieto, una congoja molesta, no sé lo que quiero pero sé que no es esto lo que quiero, este túnel de horas, este sillón magnífico durante la semana e incómodo el domingo donde no consigo sentarme, donde no sé cómo ponerme. Y a las siete a casa de tus padres en Massamá, tu madre aburridísima cambiando de canal y comiendo palomitas, la perra casi ciega que ladra a mis tobillos, tu padre, temblando de entusiasmo por encima del bastón que le sirve de columna vertebral desde que le dio el ataque, tu padre con delantal, radiante

-Fui yo quien preparó la cena, fui yo quien preparó la cena.

A las diez de la noche, de Massamá a Queluz es un instante. Hay siempre un lugar para estacionar el coche en la esquina justo después de la carnicería, los árboles vuelven a ponerse bonitos con el lunes que se acerca, las agujas del reloj comienzan a girar, la idea de volver a la Compañía que me deprimirá a partir del martes me entusiasma, la sala se ha vuelto de repente agradable, los floreros, los bambués, el cuadro de la negra con su hijo a cuestas, vuelvo a tener ganas de darte la mano, de besarte, tal vez te dé la sorpresa de comprarte la moledora para tu cumpleaños. Mientras me lavo los dientes, en pijama, con los pies descalzos encogidos por causa del frío de las baldosas, te oigo llamarme desde la cama

-Alfredo

y me olvido de los domingos, de lo largos que son los domingos, de la insatisfacción, de la inquietud, de la incomodidad, me acuesto a tu lado lo más deprisa que puedo con el cepillo de dientes en la boca, Julio Iglesias suena bajito en la radio del despertador, comprendo con mucha más fuerza que te quiero, comprendo que te quiero para siempre y que puede ser que logremos sobrevivir a las palomitas de Cacém, a la comida de Massamá y a los relojes inmóviles, que logremos sobrevivir a las tiendas de Amoreiras y a los cruceros a Tánger. A fin de cuentas, sólo hay un domingo por semana ¿no?, lo que hay que meterse en la cabeza es que sólo hay un domingo por semana, sólo hay un domingo por semana, Filomena, la miseria de un domingo de nada por semana. Me gusta tu camisón de encajes, me gusta el olor de tu cuello, me gustan tus piernas enredándose en las mías. El microondas de tu cuñada tampoco es tan caro

-Una ganga, mi amor

un insignificante domingo por semana y seis enormes días enteros para ser feliz.



Libro de crónicas

António Lobo Antunes

Siruela, 2001
Traducción de Mario Merlino

07 septiembre 2006

Tendencias Cheever Otoño-Invierno 2006/07


Dorados (Valentino)


Me tomo un whisky antes de comer, llevo a Federico de paseo. Llueve otra vez, pero no tanto como para estropear el paseo. Es un día horrible, el clima es deprimente. Mary parece esforzarse por aliviar la tensión que hay entre los dos y yo estoy más que dispuesto. Pero el problema de los platos echa todo a perder. No debo lavar los platos sino ocuparme del pequeño. Para mí sería mejor ocuparme de los platos y que ella se ocupara del pequeño. Pero me ocupo del pequeño, que llora y grita hasta que ella deja el trapo y le digo: "Tenemos que hablar; tenemos que hablar. Esto es insoporable. Había pensado escribirte una carta".
"Escríbela", dice riendo, y la situación no tiene salida. No tenemos dónde hablar sin que nos escuchen los hijos. Pero entonces, y nuevamente a las tres de la madrugada, insisto en 3 problemas. (1) Ella debe reconocer que es víctima de depresiones caprichosas y tomar alguna medida al respecto. (2) No la llevaré a New Hampshire. Le hará bien viajar sola y pasar algún tiempo con su padre. (3) Si sigue quejándose de la casa y desea otra, que se busque una de alquiler modesto donde pueda vivir con los niños. Pero a las tres y media cae un aguacero; el viento cambia de dirección, hace falta una manta y bruscamente me siento feliz, bien dispuesto, alegre. Tal vez en ese momento, la rata, el monstruo, mete la cabeza en la trampa y muere desnucada. A la luz de la mañana mis resoluciones se disipa como el humo. No mencionaré las depresiones; la llevaré a New Hampshire; esta misma tarde iremos a ver una granja.
A veces, durante mis fantasías, siento como si hubiera vendido mis partes pudendas al diablo. ¿Cómo es posible imaginar semejante obscenidad sin que haya habido transición?

Diarios, 1958

El Gris (Prada)


Describir la desdicha humana en toda su vastedad e intensidad sin crear un clima de descalificación. Limpiar la desdicha de irritabilidad y morbosidad, dar cierta nobleza al dolor. ¿Se puede hacer, no obstante? ¿Se puede manipular la tragedia sin cierta autoridad moral, sin cierto sentido del bien y del mal?

Diarios, 1960

Black is Black (Gucci)


Mi aparente incapacidad para tener una erección parece estar asociada a mi penosa sensación de extrañamiento. Dolorosamente enajenado, voy a tomar el tren. Veo a un hombre que entrena a un perro a conducir a un ciego. Cuando se acerca a un semáforo, el perro se queda paralizado. En el andén, un joven negro y barbudo flexiona las rodillas, se pasa la mano por la cara interior de los muslos hasta la entrepierna y lanza un grito de júbilo. Acabo de volver de un país comunista y leo los anuncios a la luz de mis recuerdos. Se promocionan dos revistas, no por su contenido, sino por el aumento de espacio de publicidad y el crecimiento de la tirada. Se promete una generación nueva destacada por su vitalidad, su belleza y su poder adquisitivo. Elogios al alcohol y el tabaco entre las alabanzas a dos lamentables espectáculos de Broadway. Si fuera comunista, observaría que la orilla oriental del Hudson que estoy recorriendo es una ruina económica, cultural y humana. El terreno es tan accidentado que no se puede leer un libro y el ferrocarril, que está en quiebra, sobrevive gracias a las subvenciones de la administración, pero entre mis amigos hay quien hizo fortuna con los ferrocarriles en un período anterior de nuestra historia. Las grandes plantas industriales están abandonadas, sólo quedan los pequeños talleres que producen ropa y calzado ordinario en condiciones de explotación. El mejor símbolo de la lamentable situación de la cultrua es una exposición ambulante de pintura, subvencionada por el Estado, en una carpa de circo. En cuanto a la ruina humana, la ves en las caras de los viajeros. El río es ancho, y los esfuerzos por descontaminar el agua rinden sus frutos. Me encanta la vista de una montaña en la margen occidental. Me seduce como el pecho de una mujer, como el hombro de un amigo inclinado para prestar ayuda. Me gusta ver una vela hinchada por el viento. Estoy deprimido. La voluntad de Dios es que no me detenga en esta depresión, pero Platón observó que el alma puede soportar toda clase de bien y toda clase de mal.

Diarios, 1976

College Style (Dsquared)


Un cuaderno nuevo y lo único que tengo que decir es que no siento impulsos de escribir nada, ni siquiera cartas. No recuerdo qué hice cuando terminé la última novela. A fines de invierno me fui solo a Roma. Al aproximarme al final de Bullet Park sentí la necesidad de renovar mi manera de abordar las cosas; es decir, dejar de elaborar mi ficción a partir de los detalles de la vida de clase media alta: era la típica mujer que feminizaba los automóviles y muchos electrodomésticos. Decía "ella" cuando hablaba de Volkswagen, el frigorífico y la lavadora, y cuando se estropeaban decía que estaban enfermas. "Está enferma", decía cuando se estropeaba el frigorífico. Hablaba con los semáforos, decía que el automóvil tenía sed... No quiero escribir más estas cosas.

Diarios, 1968

Maxi Bolsos (Burberry Prorsum)


Como muchos otros, paso el día delante del televisor para ver a Glenn girar en órbita y me acuso de no trabajar. Una vez que el hombre está en órbita, las multitudes abandonan la playa. Siempre me conmueve ver a la gente recoger sus cestas de comida, toallas y muebles plegables y volver al hotel, motel, cabaña o bar. Su prisa, su concentración, comparte la irresponsabilidad de la vida misa. Siempre queda algo abandonado: unas gafas de sol, un bote inflable, un viejo, un rollo de película, un joven con espinillas absorto en un libro de poesía. Se los recordará brevemente como se recuerda a los muertos, pero nadie volverá durante la noche a buscar las gafas ni a recoger al viejo. Al verlos partir tan de prisa mi corazón se sobresalta, como si contemplara las fuerzas de la vida y la muerte. El fin del partido, la última hora de la feria rural.

Diarios, 1962

03 septiembre 2006

Rodando! (otro nadador)

The Swimmer (2005)

Director sin confirmar
Reparto: Alec Baldwin (no sé... veo demasiada resistencia al agua...), Stephanie Young
Producida por: Vincent Farrell


Parc (2007)

Director: Arnaud des Pallières
El rodaje comenzó el 2 de mayo
Reparto: Jean-Marc Barr, Sergi López, Nathalie Richard
País: Francia

"El nadador" by Levi's



Clic en la imagen para ver el vídeo

Título:"Swimmer"
Agencia: Bartle Bogle Hegarty
Fecha: 2/16/1992
Banda sonora: "Mad About the Boy" por Dinah Washington
Premio: WFA Hall of Fame Award, 2003 (Best Saga)

(Para copia del video en CD escríbeme)