Díganos algo sobre su primer contacto con Europa.
Hice mi primer viaje (a España) en 1947, al frente de un grupo de estudiantes de la Universidad de Minnesota, donde era profesor adjunto desde 1946. Conseguí esa promoción gracias a Red [Robert] Pen Warren, porque me contrataron como auxiliar, pero él no dejó de insistir hasta que Joseph Warren Beach consintió en ascenderme. Me salvó de los trabajos de primer curso. Madrid, en 1947, me abrió mucho los ojos. En España, me sentí como si volviera a una especie de hogar ancestral. Tenía la impresión de encontrarme entre gente muy parecida a mí, e incluso llegué a pensar vagamente en que podría haber vivido en el Mediterráneo en mi anterior reencarnación. Me encantaba todo, absolutamente todo. Hasta el aire parecía distinto. Tenía una cualidad especialmente tonificante. Y además, naturalmente, había seguido la guerra civil española y conocía los sucesos ocurridos en España entre 1936 y 1939 tan bien como cualquier joven americano de la época.
El país estaba deshecho. Seguía prácticamente igual que cuando acabó la guerra. Los edificios estaban acribillados a balazos. Madrid mismo era como una vuelta a un pasado bastante lejano. Los tranvías, por ejemplo, eran Toornerville. Escribí un artículo sobre todo esto para la Partisan Review. Conocí a muchos españoles; era mi primer contacto prolongado con europeos y con intelectuales de Europa. Al menos con los miembros de una tertulia del café cercano a mi pensión, que estaba en plena Puerta del Sol. Llevaba una carta para ciertas personas: alemanes que habían sido periodistas durante la guerra civil. Me recibieron y me presentaron a personajes como Jiménez Caballero, fascista y hombre de letras de las Cortes, con quien cené en varias ocasiones. Los madrileños me miraban con curiosidad. No habían visto muchos norteamericanos. España había estado absolutamente incomunicada durante años. Se sentían tan aislados que acogían con entusiasmo incluso a un insignificante profesor auxiliar de Minnesota.
Conocí al nuncio del Papa en Madrid. ¿Desde cuándo un chaval de Chicago tiene la oportunidad de conocer al nuncio? Y comí en la Nunciatura. Uno de sus ayudantes me dijo que los españoles no eran europeos: son moros, no pertenecen verdaderamente a la colectividad europea. Pasé también mucho tiempo en El Prado, que por entonces estaba vacío y mugriento. Me quedaba horas meditando frente a los Goya, Velázquez y Bosch. Recorrí España en antiguos trenes traqueteantes. Fui a Málaga. Habíamos llegado por París, donde pasé una semana a la ida y otra a la vuelta. Londres era una ciudad absolutamente miserable en 1947. Todos aquellos solares, las flores creciendo por todas partes en los cráteres de las bombas. En los restaurantes no había nada que comer, y se tenía el convencimiento de que lo que servían era carne de caballo.
Saul Bellow
DeBolsillo
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
enero, 2007
Mi París (1983)
(...)
Significaba otra cosa a principios de siglo, y esa otra cosa era lo que tantos de nosotros vinimos a buscar en 1948. Hasta 1939, París era el centro de una gran cultura internacional que acogía a españoles, rusos, italianos, rumanos, americanos; abierto a los Picasso, Diaghilev, Modigliani, Brancusi y Pound, era el núcleo incandescente del movimiento artístico modernista. Quedaba por ver si la caída de París en 1940 sólo había interrumpido esa creatividad. ¿Proseguiría cuando los derrotados nazis volvieran a Alemania? Había quienes sospechaban que el floreciente centro internacional había entrado en decadencia a lo largo de los años treinta, y algunos lo daban ya por desaparecido.
Yo estaba entre los que fueron a investigar, en la primera oleada. Apenas había cesado el fragor de la guerra cuando miles de norteamericanos hacían las maletas y se marchaban al extranjero. Viajeros, poetas, pintores y filósofos francófilos eran mucho menos numerosos que los jóvenes inquietos -estudiantes de historia del arte, amantes de las catedrales, refugiados del sur y los Estados centrales, soldados desmovilizados aún con paga, peregrinos sentimentales-, y otros personajes no menos imaginativos con planes para hacerse ricos. Un joven que conocí en Minnesota fue a Florencia a abrir una fábrica de caramelos a base de maíz. Aventureros, estraperlistas, contrabandistas, aspirantes a bon vivants, buscadores de gangas, simples ilusos: decenas de miles cruzaron el océano en viejos buques de transporte de tropas, en busca de oportunidades laborales o sexuales, o sólo por diversión. Londres estaba muy dañado, mientras que París, intacto, se aprestaba a reanudar su fastuosa vida artística e intelectual.
La Fundación Guggenheim me había concedido una beca, y me sentía preparado para participar en el gran renacimiento, si es que llegaba a producirse. Como el resto del contingente americano, llevaba mis ilusiones conmigo, pero me gusta pensar que también mantenía el escepticismo (quizá la más tenaz de mis ilusiones). Yo no iba a asentarme a los pies de Gertrude Stein. No fantaseaba con el bar del Ritz. No boxearía con Ezra Pound, como había hecho Hemingway, ni escribiría en los bistros mientras los camareros me traían ostras y vino. Por Hemingway el escritor sentía una admiración sin límites; el personaje de Hemingway me parecía la quintaesencia del turista, convencido de ser el único americano a quien los europeos habían adoptado como a uno de los suyos. A decir verdad, el París de la época del jazz, el de la leyenda americana, carecía de atractivos para mí, y también tenía mis reservas sobre el París de Henry James; no se me olvidaban los antinaturales chillidos de los judíos del East Side que describía James en La escena americana. No cabía esperar que un pariente de aquellos bárbaros habitantes del East Side se dejara seducir por el mundo de madame de Vionnet, que, en cualquier caso, ya había desaparecido mucho tiempo atrás.
La vida, dijo Samuel Butler, es como dar un concierto de violín al tiempo que se aprende a tocar el instrumento: eso, amigos míos, es verdadera sabiduría. (No me canso de citar esa máxima.) Yo estaba dando un concierto a la vez que practicaba escalas. Creía entender por qué había venido a París. Escritores como Sherwood Anderson y, por extraño que parezca, John Cowper Powys, me habían explicado claramente lo que le faltaba a la vida americana. "El norteamericano es trágico sin saber por qué -decía Powys en su Autobiografía-. Es trágico en razón de la desolada pobreza y la desesperada estrechez de sus contactos místico sensuales. Nada compensa tanto en la vida como el Misticismo y la Sensualidad." Pero Powys, no lo olviden, era un admirador de la democracia norteamericana. De otro modo no me habría servido de nada. Yo estaba convencido de que sólo existía verdadera política en las democracias anglófonas. Es política, la Europa continental era infantil, horripilante. Pero lo que le faltaba a Estados Unidos, pese a toda su estabilidad política era la capacidad de disfrutar de los placeres intelectuales como si fueran placeres sensuales. Eso era lo que Europa ofrecía, o decían que ofrecía.
Había, sin embargo, una parte de mí que seguía sin estar de acuerdo con esa formulación; negaba que Europa -según se pregonaba- siguiera existiendo y aún fuera capaz de satisfacer el deseo americano hacía lo fecundo y lo raro. Auténticos escritores de Saint Paul, Saint Louis y Oak Park, en Illinois, habían ido a Europa a escribir su novela americana, la mejor obra de los años veinte. La Norteamérica industrial de las grandes empresas no podía darles lo que necesitaban. Desde el extranjero proyectaban los rayos de la imaginación hacia su casa. Pero ¿era la razón imaginativa europea lo que los había liberado y estimulado? ¿Se trataba del París moderno mismo o de una nueva Modernidad universal que actuaba en todos los países, una cultura internacional de la que París era, o había sido, el centro? Yo sabía lo que Powys quería decir con su redención imaginativa de la desolada pobreza y la desesperada estrechez de los norteamericanos, ya se dieran o no cuenta de ello. Al menos eso creía. Pero también era consciente de una fuerza rara vez mencionada y visible en Europa para todo aquel que había destruido la mayoría de sus ciudades y millones de vidas en una guerra de seis largos años. Me costaba trabajo aceptar las posiciones plausibles: Norteamérica, perdiendo impulsos vitales; Europa, cultivando aún los sentidos más sutiles. Efectivamente, una gran literatura prebélica nos había dicho lo que era el nihilismo. Céline lo explicaba con toda claridad en Viaje al fin de la noche. su París seguía allí, más aún que la Sainte-Chapelle o el Louvre. El París proletario, el París de clase media, por no mencionar el París intelectual, que intentaba llenar el vacío nihilista con la doctrina de Marx: todo transmitía el mismo mensaje.
Saul Bellow
DeBolsillo
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
enero, 2007
1 comentario:
Montse, los diarios de Cheever ya los estoy leyendo aquí, seleccionados, por lo que no tengo que leerlos en libro. Un abrazo fuerte.
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