La playa de Rockaway en 1936: monoplanos de alas enormes arrastraban lentamente banderas con el alfabeto por el cielo. Las olas traían medusas muertas y conchas de cangrejos de herradura boca arriba como tazones vacíos. En la fría y oscura arena, cerca del paseo de tablas, tropecé con un verdadero jardín de aquellas cosas aplastadas. Eran rígidas, desagradables al tacto, estaban pegadas unas a otras y olían mal. Todo lo del mar olía mal, bulbosos y aceitosas marañas de algas verdes, medusas, moluscos medio comidos y aquellas cosas de goma blanca de debajo del paseo de madera. Cogí una.
-¡No la toques! -dijo mi hermano-. ¿Es que no sabes lo que es eso? ¿Eres idiota?
¡Ah, qué vida rugiente y acribillada por el sol la de la playa! Diminutos agujeros que soltaban burbujas en la arena. Aves con las patas como palillos de dientes que hacían frente al golpe de la ola. Gaviotas que se cernían y planeaban frente a la orilla. Donald y yo corrimos hasta el recinto sombreado de los soportales del paseo de tablas. Soplaba el viento marino a través de los salones de juegos abiertos. Estábamos descalzos, y lanzamos bolas de madera por las rampas e hicimos girar la rueda para que la excavadora en miniatura de la jaula de cristal agarrase el premio. Queríamos el cortaplumas de verdad, y el encendedor de plata. Sólo conseguimos bolas de chicle.
Tengo arena en la entrepierna. Me estoy poniendo rojo; el sol me está hinchando. Como sandwiches encima de la manta y bebo Kool-Aid de cereza, que es como Jell-O líquida. Sólo se habla a gritos; el ruido de las olas es atronador. Temo a dos cosas, el agua que se rompe y salta a mis pies y las hordas de seres humanos del desierto entre los que puedo perderme. Policías de uniforme traen a niños deshechos en llanto hasta las familias acampadas en sus mantas. La vida aquí es dura; más policías de camisa y pantalón oscuros y gorra con visera de cuero, y con pesados cinturones y pistolas, están de pie en el paseo de tablas vigilando las masas de cuerpos desnudos, mientras, a su espalda, grandes caras de payaso sonríen desde la falsa fachada del parque de atracciones. Ellos no se dejan engañar. Saben que por todas partes están ocurriendo cosas malas. Los bañeros sacan a un niño agotado, y una ambulancia retrocede hasta los escalones del paseo de madera que lleva a la playa. Levanto diques de arena a mi alrededor. Busco apoyos, y me entierro la pierna hasta la rodilla. Estoy en medio de la sal y el sol, y de un mar de voces. Todo esto me aplasta, pero no me ahogo.
Ahora me parece que fue en ese sitio elemental, en esas playas públicas atiborradas en medio de la más deslumbradora y cruda luz del día, donde aprendí el esclarecedor miedo al planeta. Veía por todas partes a hombres haciendo el pino o subidos a los hombros de otros. Mujeres de carne y hueso dormían tumbadas en la arena. Sin necesidad de reconocer ningún nombre, entre el griterío y el pulular de los pobladores del mundo en la ceremonia semidesnuda de un domingo tribal, se produjo en mí la callada revelación de una vida inexpresable. En ese estado de claridad recibí la inspiración para susurrar la palabra condón. Fue como si todos los ruidos hubiesen cesado, las voces, el agudo chillido de las gaviotas, las sirenas y el retumbar del oleaje, para que esa única palabra fuese pronunciada a modo de iluminación. Sentí a través de mis dedos un tacto de huesos en la arena, como fútil arqueólogo que desenterrase un pasado mineral. Reconocí en el calor de la arena el posible invisible de una luz lejana, y del agua azul y reluciente tomé el movimiento interminable y la inimaginablemente frígida profundidad. Todo eso, asombrosamente, era; y yo, de rodillas en medio de mi percepción que se iba encarnando, me sentí inefablemente primitivo, a gusto, temeroso, alegre.
-¡No la toques! -dijo mi hermano-. ¿Es que no sabes lo que es eso? ¿Eres idiota?
¡Ah, qué vida rugiente y acribillada por el sol la de la playa! Diminutos agujeros que soltaban burbujas en la arena. Aves con las patas como palillos de dientes que hacían frente al golpe de la ola. Gaviotas que se cernían y planeaban frente a la orilla. Donald y yo corrimos hasta el recinto sombreado de los soportales del paseo de tablas. Soplaba el viento marino a través de los salones de juegos abiertos. Estábamos descalzos, y lanzamos bolas de madera por las rampas e hicimos girar la rueda para que la excavadora en miniatura de la jaula de cristal agarrase el premio. Queríamos el cortaplumas de verdad, y el encendedor de plata. Sólo conseguimos bolas de chicle.
Tengo arena en la entrepierna. Me estoy poniendo rojo; el sol me está hinchando. Como sandwiches encima de la manta y bebo Kool-Aid de cereza, que es como Jell-O líquida. Sólo se habla a gritos; el ruido de las olas es atronador. Temo a dos cosas, el agua que se rompe y salta a mis pies y las hordas de seres humanos del desierto entre los que puedo perderme. Policías de uniforme traen a niños deshechos en llanto hasta las familias acampadas en sus mantas. La vida aquí es dura; más policías de camisa y pantalón oscuros y gorra con visera de cuero, y con pesados cinturones y pistolas, están de pie en el paseo de tablas vigilando las masas de cuerpos desnudos, mientras, a su espalda, grandes caras de payaso sonríen desde la falsa fachada del parque de atracciones. Ellos no se dejan engañar. Saben que por todas partes están ocurriendo cosas malas. Los bañeros sacan a un niño agotado, y una ambulancia retrocede hasta los escalones del paseo de madera que lleva a la playa. Levanto diques de arena a mi alrededor. Busco apoyos, y me entierro la pierna hasta la rodilla. Estoy en medio de la sal y el sol, y de un mar de voces. Todo esto me aplasta, pero no me ahogo.
Ahora me parece que fue en ese sitio elemental, en esas playas públicas atiborradas en medio de la más deslumbradora y cruda luz del día, donde aprendí el esclarecedor miedo al planeta. Veía por todas partes a hombres haciendo el pino o subidos a los hombros de otros. Mujeres de carne y hueso dormían tumbadas en la arena. Sin necesidad de reconocer ningún nombre, entre el griterío y el pulular de los pobladores del mundo en la ceremonia semidesnuda de un domingo tribal, se produjo en mí la callada revelación de una vida inexpresable. En ese estado de claridad recibí la inspiración para susurrar la palabra condón. Fue como si todos los ruidos hubiesen cesado, las voces, el agudo chillido de las gaviotas, las sirenas y el retumbar del oleaje, para que esa única palabra fuese pronunciada a modo de iluminación. Sentí a través de mis dedos un tacto de huesos en la arena, como fútil arqueólogo que desenterrase un pasado mineral. Reconocí en el calor de la arena el posible invisible de una luz lejana, y del agua azul y reluciente tomé el movimiento interminable y la inimaginablemente frígida profundidad. Todo eso, asombrosamente, era; y yo, de rodillas en medio de mi percepción que se iba encarnando, me sentí inefablemente primitivo, a gusto, temeroso, alegre.
E. L. Doctorow
La feria del mundo
Planeta
Traducción de César Armando Gómez
La feria del mundo
Planeta
Traducción de César Armando Gómez
Chewing out a rhythm on my bubble gum
The sun is out and I want some.
Its not hard, not far to reach
We can hitch a ride
To rockaway beach.
Up on the roof, out on the street
Down in the playground the hot concrete
Bus ride is too slow
They blast out the disco on the radio
Rock rock rockaway beach
Rock rock rockaway beach
We can hitch a ride
To rockaway beach
Its not hard, not far to reach
We can hitch a ride
To rockaway beach.
"Rockaway Beach"
The Ramones
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