28 noviembre 2006

Beyond the Sea


Beyond the sea. Bobby Darin


Un jefe de edición de Doubleday me sugiere por carta que titule mi próximo libro "Perlas cultivadas y otras imitaciones". Qué extraño que un desconocido se tome la molestia de escribir semejante carta

Diarios, 1966


Son perdedores, cursis, trasnochados pero tienen alma y swing y nos gustan.

21 noviembre 2006

Cheever&Lindbergh&Roth


Anoche fui a ver antiguos noticiarios cinematográficos sobre Charles y Anne Lindbergh. Un joven que parece tener la audacia de un joven; para quien el mundo es un desafío fácil de afrontar.Como B. M., audaz y necio. El vuelo trascendente, la sensación de ocupar una posición casi sobrenatural. La recepción en Le Bourget. La adulación de la ciudad de París. Fotografías en el balcón de la embajada. Directo, con dominio de sí. Fotografías en el barco que lo trajo de vuelta. La entrada en el puerto de Nueva York, una celebración mayor que la del final de la guerra.. Las impulsivas tormentas de papel que nunca se volverían a repetir.
Se enamora de Elisabeth Morrow. La muerte de ésta. La muerte de ésta. Pero mucho antes, Anne; se enamora de ella. Debía de ser una mujer tímida. La boda.
Los viajes en avión. El primer hijo. El pervertido alemán. Casi una perversión de la época. Una locura. Secuestra al hijo, lo mata insensata y cruelmente. Imágenes conmovedoras del niño durante la identificación. Un niño hermoso. El testimonio impasible de L., su decisión de matar al pervertido. Las extrañas simpatías divididas de la prensa. La tristeza de Anne. La muerte de Hauptmann. El nacimiento de otro niño.
El aislamiento de ambos. La infelicidad común. La imposibilidad de divorciarse. La intensificación de la desdicha. El hombre ha envejecido, pero conserva la serenidad y la franqueza de la juventud. Simpatiza con el fascismo, con una élite. Y ella: sus sensaciones son muy distintas, es muy poco lo que se atreve a decir. Hablar con ella hoy: ojos agradables, boca torcida. La tensión ha dejado huellas en su cara. La sensación de estar hablando con Antígona. Un final de tragedia obscena: ella se enamora de un hombre parecido all que mató a su primogénito.
Sería un relato cruel e indiscreto; en cierto sentido, imposible, ya que es difícil encontrar algo, lo que sea, comparable a la travesía del Atlántico. Pero, por decir una trivialidad, parece que aquí nos separamos de Flaubert, porque a diferencia de la Francia de su época, tenemos una jerarquía de semidioses y héroes; son parte vital de nuestras vidas y deberían serlo de nuestra literatura. Si puediera sembrar los campos con una tragedia periodística. Son personajes públicos. La tragedia es pública. Se les conoce. Consideran la publicidad y la intimidad desde el punto de vista de dos soberanos gobernantes. Cuando cierran las puertas de la casa de Englewood, es como se cierran las puertas en Edipo y Medea. Nos dejan afuera.

Diarios, 1952

LA CONJURA CONTRA AMERICA
PHILIP ROTH
Mondadori
496 pgs
Los resultados de las elecciones de noviembre ni siquiera estuvieron igualados. Lindbergh consiguió el cincuenta y siete por ciento del voto popular y, con un triunfo aplastante, ganó en cuarenta y siete estados. Los únicos donde perdió fueron Nueva York, el estado natal de FDR, y, tan sólo por dos mil votos, Maryland, donde la gran población de funcionarios federales votó abrumadoramente por Roosevelt, mientras que el presidente pudo retener –como no le fue posible en ningún otro lugar por debajo de la línea Mason-Dixon– la lealtad de casi la mitad de los votantes demócratas del viejo sur. Aunque a la mañana siguiente a las elecciones predominaba la incredulidad, sobre todo entre los encuestadores, el día después todo el mundo pareció entenderlo todo, y los comentaristas de radio y los columnistas de la prensa presentaron la noticia como si la derrota de Roosevelt hubiera estado predeterminada. Según sus explicaciones, lo ocurrido era que los norteamericanos no habían sido capaces de romper con la tradición de los dos mandatos presidenciales que George Washington había instituido y que ningún presidente antes de Roosevelt se había atrevido a cuestionar. Por otro lado, después de la Depresión, la renaciente confianza tanto de jóvenes como mayores se había visto estimulada por la relativa juventud de Lindbergh y su aspecto elegante y atlético, en tan marcado contraste con los serios impedimentos físicos con los que FDR cargaba como víctima de la poliomielitis. Y estaba también el prodigio de la aviación y el nuevo estilo de vida que prometía: Lindbergh, que ya era el dueño del aire y había batido el récord de vuelo de larga distancia, podía conducir con conocimiento de causa a sus compatriotas al mundo desconocido del futuro aeronáutico, al tiempo que les garantizaba con su conducta puritana y anticuada que los logros de la ingeniería moderna no tenían por qué erosionar los valores del pasado. Los expertos llegaron a la conclusión de que los norteamericanos del siglo XX, cansados de enfrentarse a una crisis cada década, ansiaban la normalidad, y lo que Charles A. Lindbergh representaba era la normalidad elevada a unas proporciones heroicas, un hombre decente con cara de honradez y una voz normal y corriente que había demostrado al planeta entero, de un modo deslumbrante, el valor para ponerse al frente, la fortaleza para moldear la historia y, naturalmente, la capacidad de trascender la tragedia personal. Si Lindbergh prometía que no habría guerra, entonces no la habría: para la gran mayoría de la población era así de sencillo.

Continuar leyendo fragmento de La conjura contra América

Leer entrevista a Philip Roth en El Cultural a propósito de la publicación en España de "La conjura contra América"

20 noviembre 2006

Cheever&Agee

Jim Agee murió ayer en un taxi. Era muy generoso conmigo y tal vez sería hipócrita e insincero asistir a la misa de difuntos. No éramos buenos amigos. Tenía muchas cualidades, mucha vitalidad. Nuestros ritmos eran diferentes, pero no sé por qué no simpatizábamos. Hoy todo está moteado: masas de oscuridad y resplandor, todo en movimiento. Es un paisaje y una época del año en la que resulta imposible abrigar malos sentimientos.
Piento, y tal vez soy mezquino, que a lo mejor había un desequilibrio entre la relación de la obra de Agee con la gente que la apreciaba y la relación de dicha obra con la de todos los demás. Me entristece pensar que ha muerto.


Diarios, 1955



En una novela, una casa o una personalidad deben su significado, su existencia, exclusivamente al escritor. Aquí, una casa o una persona solo tiene su significado más limitado a través de mí: su verdadero significado es mucho más vasto. Es porque existe, vive realmente, como usted y yo, y como no puede existir ningún personaje de la imaginación. Su gran peso, misterio y dignidad residen en este hecho. En cuanto a mí, solo puedo contar en ella lo que vi, con la exactitud de que soy capaz en mis términos: y esto a su vez tiene su categoría principal, no en cualquier capacidad mía, sino en el hecho de que yo también existo, no como obra de ficción, sino como un ser humano. Debido a su peso inconmensurable en la existencia real, y debido al mío, cada palabra que digo de ella tiene inevitablemente una especie de inmediatez, una especie de significado, en absoluto necesariamente 'superior' al de la imaginación, sino de una clase tan diferente, que una obra de la imaginación (por muy intensamente que la extraiga de la Vida) solo puede como máximo imitar débilmente una mínima parte de ella.


Elogiemos ahora a hombres famosos
James Agee y Walker Evans
Seix Barral, 1993

Jim Agee era un Poeta de la Verdad; un hombre que no se preocupaba en absoluto por su apariencia, solamente por su integridad. Ésta la preservaba como algo más valioso que la vida. Llevaba su amor por la verdad hasta el extremo de la obsesión. En Let Us Now Praise Famous Men su descripción de los objetos de una habitación era detallada hasta el punto de constituir un homenaje a la verdad. Durante una fracción de eternidad esos objetos existieron en una colocación determinada dentro de un espacio circunscrito; eso era verdad. Y la verdad era digna de ser contada.


John Huston
A libro abierto (Memorias)
Espasa Calpe, 1986

Publicidad: mi miniweb sobre Jim Agee

16 noviembre 2006

Cheever&Roth

Tomo una copa y voy con los dos perros a la estación a esperar a Philip Roth. Es inconfundible y de lejos lanzo un aullido jubiloso. Joven, acomodaticio, brillante, inteligente, tiene el aire juvenil de quien contempla casi todas las cosas como si generaran un calor insoportable.No es melindroso, pero aparta la cabeza d eun plato de carne como si estuviera ardiendo. Se ha divorciado de una chica que me parecía una delicia. "Ni siquiera quiere devolverme los patines de hielo." La conversación gira hacia el tema sexual -polla y cojones, Genet, Rechy- pero sus observaciones me parecen interesantes, sutiles e ingeniosas.

Diarios, 1963

Leo las descripciones de Roth sobre las masturbaciones en Jersey y otros lugares, y me intereso por el pellizco con tres dedos, el movimiento con la mano cerrada, el orgasmo de cuatrocientas caricias, etc. Sus historias de juventud no tienen nada que ver con mis crónicas cristalinas sobre la tía artista y el primo que interpretaba a Beethoven. Mis padres no eran judíos, nuestra casa era grande y estaba bien provista. Observo que mi curiosidad está despierta, pero mi interés no tarda en flaquear. Sentado en la primera fila de un teatro de variedades, F. advirtió que su vecino de asiento se la meneaba y le preguntó amablemente por qué lo hacía. El hombre le explicó que después de hacerlo durante un rato, acababa por salir un líquido blancuzco que provocaba una sensación maravillosa. F. lo ensayó en su casa y al día siguiente me lo contó en el colegio. Esa noche, tendido en la cama, me masturbé mientras oía las filosofías de un comentarista radiofónico. El orgasmo fue estremecedor; el remordimiento, apabullante. Pensé que había desoído la voz paternal de la radio. F. y yo solíamos masturbarnos mutuamente en los cines, restregarnos el uno contra el otro en las duchas del club de golf. Cierto día lluvioso, en la colonia de verano, cuando no teníamos nada que hacer, nos acostamos en parejas por turnos. Primero me tocó un irlandés llamado Burke, con una polla muy grande y un abrazo muy paternal. Luego pasé a la cama de F., pero después de acabar nos vestimos y, ya bajo la lluvia, fuera de la tienda, juramos dejar de hacernos pajas. No recuerdo cuánto tiempo respeté el juramento, pero en general mis masturbaciones era una auténtica extensión del amor. Roth siempre está solo y jamás pone en tela de juicio su virilidad, aunque suele decir que se salvó de ser homosexual por pura suerte. Entonces vuelvo al misterio amargo, tan amargo como legítimo. Sostengo que disfruto de una virilidad invencible y si no es así, seguiré sosteniéndolo. Pero me asusta la indefinición, me aterra la idea de ser homosexual, me asusta y me avergüenza recordar que G. me la chupo, que P. no quiere casarse ni tener casa e hijos, y rechazo de plano que me ha faltado valor para vivir mi instinto homosexual frente a la censura del mundo. El mundo no me parecía tan despreciable.

Diarios, 1968


Con Drenka era como arrojar un guijarro a un estanque. La penetrabas y las ondulaciones se desovillaban sinuosamente desde el punto central hacia afuera, hasta que todo el estanque ondulaba con una luminosidad estremecida. Cada vez que, de día o de noche, tenían que poner fin a la sesión, era porque Sabbath no sólo se encontraba en el límite de su resistencia, sino que, grueso y con más de cincuenta años, lo había rebasado peligrosamente.
-En tu caso, correrte es una industria -le decía-, eres una fábrica de orgasmos.
-Carroza -replicaba Drenka, una palabra que él le había enseñado, mientras Sabbath trataba de recobrar el aliento-, ¿sabes lo que quiero la próxima vez que se te empine?
-No sé en qué mes será eso. Si me lo dices ahora, cuando llegue el momento no me acordaré.
-Es igual, quiero que me la metas hasta el fondo.
-¿Y entonces qué?
-Entonces me pones del revés encima de tu polla, como si te quitaras un guante.

El teatro de Sabbath
Philip Roth

Ver reportaje completo de Lars Tunbjork

14 noviembre 2006

Cita

Ciertas obras de arte despiertan más interés por sus creadores que por la forma en que han sido creadas generalmene porque en esa clase de obras se identifica algo que hasta ese instante parecía una percepción íntima e inexplicable, y uno se pregunta: ¿quién es ése que me conoce, y cómo?


"El halcón decapitado" (1946)
Cuentos completos
Truman Capote

12 noviembre 2006

Una fuerza única [William Styron]



Por Rodrigo Fresán

En julio de 1989, el mensuario Esquire tuvo la audacia y la graciosa incorrección política de –con el título de Oh, My God, What’s This?– publicar “la polaroid tomada a escondidas” de una suerte de organigrama/power-play del establishment literario norteamericano. Un esquema con forma de pirámide construida a base de post-its. Este “objeto tan desagradablemente feo” –reían con malicia los redactores del mensuario– había sido una leyenda urbana desde hacía años y, ahora, finalmente era descubierto dentro de un trastero de “una pequeña firma consultora de Madison Avenue”. Allí, en cada uno de sus aproximadamente doscientos papelitos autoadhesivos de color amarillo, ordenados, de arriba hacia abajo y de mayor a menor, en hileras cada vez más anchas, se leía el nombre de un escritor Made in USA. La soledad en la cumbre era para Saul Bellow. Bajo él se ubicaban John Updike y Norman Mailer. Y en la tercera fila descendente, aparecían Eudora Welty, Philip Roth y William Styron.

Los tiempos han cambiado: Bellow ya no está, cabe pensar que el trono es hoy ocupado por Roth, Welty también se ha ido, Updike mantiene su puesto, Mailer ha perdido unos cuantos puntos, Cormac McCarthy (por entonces a mitad de pirámide,) ha ascendido varias posicione), J. D. Salinger continúa siendo un sólido fantasma embrujando la cuarta hilera (entonces habitada por Tom Wolfe, John Irving e Isaac Bashevis Singer) y, desde los cimientos, trepa lento pero sin pausa toda una nueva generación por entonces inédita y más que dispuesta a reclamar su sitio lo más cerca posible del sol.

Y la pregunta es cuándo muere realmente un escritor: cuando deja este mundo, cuando deja de publicar, cuando deja de escribir o cuando deja de ser leído.

William Styron (1925-2006) murió hace poco más de una semana en su casa de Martha’s Vineyard, no publicaba un libro desde 1993, y difícilmente podía ser considerado, aquí y ahora, un escritor canónico y reverenciado (tal vez pueda entenderse a Richard Ford, otro sureño “raro”, como su único pero muy lateral sucesor, quizá Pat Conroy sea un Styron más que bastardo) y mucho menos un autor al que demasiados recién llegados o próximos a arribar quieran emular o tal vez vencer (no está de más apuntar que todos sus libros fueron traducidos a nuestro idioma pero que hoy todos, menos uno, están descatalogados en castellano). Y, aún así, a la hora de las elegías, la obra no muy amplia pero sí poderosa de Styron parece agrandarse no por su modernidad sino por todo lo contrario: por un vigor resistente que alude a lo ancestral, a tiempos en que las tierras de las letras estadounidenses estaban habitadas por unos pocos pero auténticos e indiscutibles titanes. Así, Styron desciende directamente del –luego del fundante y conformado por Melville, Hawthorne y Twain– segundo Triple Big Bang: de Ernest Hemingway, de Francis Scott Fitzgerald y, especialmente, de William Faulkner. Y Styron ocupó, a regañadientes, el sitio de “narrador del Sur” dentro de una notable generación en la que primaban lo judío (Roth y Malamud y Salinger) o lo wasp (Cheever y Updike y Shaw) o un puñado de inasibles francotiradores (Mailer y Vonnegut y los experimentales comandados por Barthelme). Una época en la que las invocaciones a los pantanos del “más abajo” estaban, por lo general, ahogadas en cierto elemento freak-folk más que bien representado por Flannery O’Connor, Carson McCullers y el primer Truman Capote. En cualquier caso, a Styron (más allá de la transparente evidencia de su primera novela publicada a los 26 años: la en su momento muy celebrada y ganadora del prestigioso Prix de Roma Tendidos en la oscuridad, de 1951 narrando la decadencia de una familia disfuncional de su Virginia natal y, monólogo interior mediante, el posterior suicidio con salto desde un rascacielos de Manhattan de Peyton Loftis, una joven caída en desgracia) la etiqueta de faulkneriano siempre le molestó. Styron prefería pensarse como escritor enrolado no en un determinado territorio sino en un Gran Tema: el eterno combate entre el Bien frente al Mal. Toda su obra se compone, en buena parte, de variaciones sobre este asunto que, en su caso, no buscaba la Gran Novela Americana sino el hallazgo de la Gran Novela a Secas creciendo, según sus propias palabras, sobre “la catastrófica propensión de los humanos a dominarse los unos a los otros”. Lo que no impidió, claro, que ese programa vital se correspondiera con el de sus mayores: fue un alumno difícil (pasó por demasiadas academias del tipo disciplinante), se alistó en el ejército llegando a teniente (aunque la Segunda Guerra Mundial terminó antes de que él zarpara desde San Francisco hacia Japón), se lanzó a la conquista de la gran ciudad (New York, donde trabajó como aprendiz de escritor en la editorial McGraw-Hill, experiencia que recordaría, con acentos tragicómicos, en los tramos más logrados de La decisión de Sophie), volvió a enrolarse para el combate (en Corea, la baja fue por problemas en la vista) y marchó a París (donde formó parte, en 1953, del grupo fundador de la mítica The Paris Review).

Fue entre Francia e Italia –luego de la perfecta nouvelle “de ejército” La larga marcha, serializada en revista en 1952 y editada como libro en 1956 y de un tan sonado como absurdo pleito de machos cabríos con el siempre dispuesto a la lucha Mailer que los mantuvo enemistados por casi un cuarto de siglo– que Styron escribió su incomprendida por la crítica pero alabada por el difícil Capote Esta casa en llamas (1960). Tumultuosa novela sobre la experiencia del expatriado en cuyo centro arde, mefistofélico, el duelo mítico-existencial, con reminiscencias de Dostoievski y Mann, entre un cínico y joven millonario que intenta poseer a un idealista pintor y donde destacan (en lo personal, lo primero que recuerdo y lo que más admiro cuando pienso en Styron) las deslumbrantes páginas de apertura narrando un casi infernal viaje en automóvil desde Salerno a Sambuco.

Su proyecto siguiente –previa documentación de largos años– fue polémico: Las confesiones de Nat Turner (1967). Allí, con modales muy a la moda de fiction non-fiction, Styron investigaba e imaginaba la gran rebelión de esclavos acontecida en Virginia, en 1831, protagonizada por el carismático rebelde del título y en la que murieron cincuenta y cinco blancos. Los negros lo acusaron de racista estereotipador (en especial por pasajes en los que Turner se imaginaba violando a una joven blanca; ver el libro William Styron’s Nat Turner: Ten Black Writers Respond) y los retógrados sureños lo condenaron por traicionar a su linaje (al enaltecer la figura de un predicador rebelde y proclive a visiones apocalípticas). Ni unos ni otros impidieron que la novela se llevara el Pulitzer de 1968 y Styron se limitó a argumentar que para él “la esclavitud constituía algo que había aniquilado a negros y blancos, a toda un sociedad”.

Styron escribió y estrenó entonces la casi obligatoria obra de teatro con la que fracasa todo grande desde Henry James (In the Clap Shack, 1973) y demoró casi diez años en terminar su siguiente novela que se convertiría en su éxito más grande: La decisión de Sophie (1979) se proponía –y en buena parte conseguía– ser la gran novela sobre la imposibilidad de escapar a la onda expansiva del Holocausto. Otra vez polémico –los judíos le recriminaron que su heroína fuera católica–, lo que buscaba y encontraba aquí Styron en realidad trascendía a un determinado momento histórico y crecía como desesperada historia de amor loco entre la sufrida polaca Sophie y el brillante y demencial judío Nathan desenvolviéndose y enredándose ante los ojos atribulados de Stingo, joven alter-ego de Styron quien, al final, descubría que sólo quería salir vivo de allí para poder ponerlo todo por escrito lo más rápidamente posible. La exitosa adaptación cinematográfica de 1982, escrita y dirigida por Alan J. Pakula, consagró a Meryl Streep como nueva gran dama del celuloide, descubrió al actor Kevin Kline, y elevó a la novela a la categoría de clásico moderno y best-seller rampante.

Styron hizo tiempo –antes de retornar a su proyecto de toda la vida, una gran novela sobre los marines a titularse The Way of the Warrior– publicando un volumen de ensayos titulada This Quiet Dust and Other Writings (1982) donde destacaban su apreciaciones del Sur, sus recuerdos de juventud, su defensa de Nat Turner y sus encendidos tributos a Francis Scott Fitzgerald y Robert Penn Warren entre otros, y una deslumbrante crónica de los funerales de William Faulkner escrita para Life –que se traducen en estas páginas–.

Entonces ocurrió lo imprevisible pero de ningún modo inesperado: Styron –al igual que su padre años antes– se hundió, en 1985, en las aguas oscuras de una depresión crónica que resultó casi terminal y lo arrancó para siempre de una rutina de trabajo hasta entonces felizmente invulnerable: dormir hasta el mediodía, almorzar con su mujer, recados varios por la tarde, escribir cuatro horas hasta la hora del cocktail con amigos, cena y, después, leer y escuchar música hasta el amanecer. Recuperado pero herido de por vida, Styron publicó un estremecedor testimonio sobre la experiencia en Vanity Fair en 1989 que ampliaría a libro al año siguiente y que alcanzaría grandes ventas convirtiendo a su autor en habitual y resignado panelista sobre el tema. Entonces, Styron afirmaría que “ya no contemplo mi carrera de escritor como una sucesión de grandes cimas” sino como un “paisaje sucediéndose en una serie de vistas menos espectaculares pero igual de resonantes que aquellas dramáticas y wagnerianas cumbres que alguna vez escalé”. De ahí que abandonara definitivamente The Way of the Warrior rescatando varios fragmentos introductorios para convertirlos en los tres magistrales cuentos publicados primero en Esquire y luego reunidos en Una mañana en la costa: Tres relatos de juventud (1993) a los que definió como “reescrituras ideales de mi pasado”.

Una exhaustiva biografía –William Styron: A Life, firmada por James. L. W. West III– apareció en 1998 y cerraba con una breve nota donde se afirmaba que “Styron continúa dando sus paseos diarios con paso firme y, a los 72 años, sigue siendo innovador y productivo”. Pero nada nuevo subió a la superficie o escaló las montañas y, días atrás, su rival y amigo Mailer declaró a pie de féretro que “Ningún otro escritor de mi generación tuvo un sentido tan omnisciente y exquisito de lo elegíaco. En los años por venir su obra se recordará como dueña de una fuerza única”. Habrá que esperar a ver y leer qué ocurre con –a menos que haya dejado instrucciones y prohibiciones explícitas– la vida post-mortem de Willian Styron que ahora comienza y que, quién sabe, tal vez, vaciando cajones, lo devuelva a las planos más altos de esa pirámide inexistente pero cierta, “desagradablemente fea”, en la que habitan, juntos, faraones y albañiles iluminados por los rayos de divinidades invisibles pero implacables que finalmente son, desde el principio de los tiempos, los todopoderosos lectores.

Leer crónica "Muerto el 7 de julio" de William Styron del entierro de Faulkner


Casi milagrosamente, inquietándolo, una mínima sugerencia de sonrisa apareció en las comisuras de su boca; se acercó a Milton y se sentó en el brazo del sillón. Milton pensó que aún había algo imponentemente juvenil en ella pese a todo: las quejas, los dolores de cabeza, los momentos de histeria espectral y de ojos saltones. De manera inexplicable, pensó en Helen, nada más que un segundo, cabalgando por Central Park años atrás. ¿De dónde había salido todo lo demás? ¿Cuándo?


Tendidos en la oscuridad
William Styron
Plaza & Janés, 1983

si, Bogart


La cabeza siempre dice una cosa y la vida nos dice otra. Siempre pierde la cabeza.

07 noviembre 2006

a Philip Larkin

Alan Bennett lee "Aubade" con New Order de fondo

Aubade

I work all day, and get half-drunk at night.
Waking at four to soundless dark, I stare.
In time the curtain-edges will grow light.
Till then I see what's really always there:
Unresting death, a whole day nearer now,
Making all thought impossible but how
And where and when I shall myself die.
Arid interrogation: yet the dread
Of dying, and being dead,
Flashes afresh to hold and horrify.
The mind blanks at the glare. Not in remorse
- The good not done, the love not given, time
Torn off unused - nor wretchedly because
An only life can take so long to climb
Clear of its wrong beginnings, and may never;
But at the total emptiness for ever,
The sure extinction that we travel to
And shall be lost in always. Not to be here,
Not to be anywhere,
And soon; nothing more terrible, nothing more true.

This is a special way of being afraid
No trick dispels. Religion used to try,
That vast, moth-eaten musical brocade
Created to pretend we never die,
And specious stuff that says No rational being
Can fear a thing it will not feel, not seeing
That this is what we fear - no sight, no sound,
No touch or taste or smell, nothing to think with,
Nothing to love or link with,
The anasthetic from which none come round.

And so it stays just on the edge of vision,
A small, unfocused blur, a standing chill
That slows each impulse down to indecision.
Most things may never happen: this one will,
And realisation of it rages out
In furnace-fear when we are caught without
People or drink. Courage is no good:
It means not scaring others. Being brave
Lets no one off the grave.
Death is no different whined at than withstood.

Slowly light strengthens, and the room takes shape.
It stands plain as a wardrobe, what we know,
Have always known, know that we can't escape,
Yet can't accept. One side will have to go.
Meanwhile telephones crouch, getting ready to ring
In locked-up offices, and all the uncaring
Intricate rented world begins to rouse.
The sky is white as clay, with no sun.
Work has to be done.
Postmen like doctors go from house to house.

Philip Larkin
Four Seasons In One Day to Philip Larkin por Crowded House

Cita

Atravesaremos el aire tenebroso con los brazos abiertos -gritó- y los pies extendidos como colas de delfines, y creeremos que nunca llegaremos al agua hasta que de repente nos rodee la tibieza y las olas nos besen y acaricien


El pirata de la costa
F. S. Fitzgerald
Cuentos

06 noviembre 2006

solo, no sé por qué, tengo miedo


Rostro delgado, hermoso, mejillas hundidas, cabello tupido, barba rala, apenas aparente todavía, el surco de la boca serio y doloroso, mirada extraordinaria, penetrante, sensible y profunda a la vez, aire modesto, aire de muchacha (unos años más tarde, Tolstoi decía de Chéjov: "Anda como una señorita"), así era Antón Chéjov hacia 1886, el año en que se hizo célebre. Tenía veintiséis años. Vivía en una época en la que esa edad es la de un hombre que se acerca a la madurez. A los treinta años, en la Rusia del siglo XIX, un hombre se encontraba en la mitad de su vida; a los cuarenta años, era casi un anciano. Chéjov no se veía a sí mismo en plena juventud, en plena formación; se inclinaba ya hacia un pasado. Y ese pasado le inspiraba desagrado, casi vergüenza.

"Un joven, hijo de siervo, de un pequeño tendero, criado en el respeto a las jerarquías (el tchin), al besamanos de los curas, a la idolatría del pensamiento de los demás, agradecido por cada pedazo de pan, azotado a menudo..., haciendo sufrir a los animales, a quien le gustaba cenar en casa de parientes ricos...", ése es el retrato que hace de él mismo unos años más tarde, retrato severo e injusto, sin duda, pero lo que era cierto era un deseo de perfeccionamiento, ese lento trabajo sin descanso hasta su muerte. A pesar de los deseos de los lectores y de la crítica, la obra de Chéjov no enseña nada. Nunca pudo decir sinceramente, como lo hacía Tolstoi: "Actuad así y no de otra forma..." A veces intentó expresarse de ese modo, acuciado por sus conocidos; pero sus palabras sonaban falsas. En cambio, sus cartas, su vida trazan ante nosotros la admirable imagen de un hombre que, nacido justo, sensible y bueno, se esforzó sin parar por ser mejor, más tierno, más caritativo todavía, más cariñoso, más paciente, más sutil. Poco a poco, esto le condujo a un peculiar resultado: cuanto más mostraba a los demás su simpatía, menos la experimentaba en el fondo de su corazón. Todos aquellos que conocieron íntimamente a Chéjov hablan de una cierta frialdad que en él era como un cristal inalterable. "Su primera impresión estaba casi siempre envenenada por una especie de desgana, de frialdad, de enemistad." Kuprin escribe de él: "Podía ser bueno y generoso sin amar, tierno y atento sin apego. En cuanto Chéjov conocía a alguien lo invitaba a su casa, lo invitaba a cenar, le ayudaba, y después, en una carta, describía eso con un sentimiento de fría lasitud."

¿Apenas era capaz de amar porque era demasiado inteligente y lúcido? ¿Había un desacuerdo en su corazón y en su vida, que le obligaba a entregarse demasiado a personas que le resultaban indiferentes para, después, y apresuradamente, retractarse? ¿Escondía sencillamente, con doloroso pudor, sus verdaderos pensamientos? Búnin, uno de los críticos más sagaces y más finos, pronunció sin duda palabras definitivas sobre Chéjov. "Lo que tenía lugar en el fondo de su alma, ninguno de los que le estaban más próximos lo supo nunca con certeza."

Y el propio Chéjov, en un cuaderno íntimo, anota: "Así como estaré acostado, solo en la tumba, así, en el fondo, vivo solo." Solo... Tenía, sin embargo, una numerosa familia, muchos amigos y lectores. A partir de ese año 1886, estuvo rodeado de un círculo cada vez más brillante de admiradores. Tchaikoski, Grigoróvich, Korolenko y otros más... los nombres más conocidos, los hombres más inteligentes visitaban la casa de Moscú, en donde vivía la familia Chéjov. Era un edificio de dos pisos, "que parecía una cómoda", una casa siempre abierta de par en par, en la que se podía entrar como Pedro por su casa, según la costumbre rusa. "A Antón le gusta la gente", decían sus parientes. "Antón sólo está a gusto en medio del bullicio, de las conversaciones, de las risas", decían sus hermanos. ¿Quizás era verdad? "Necesito gente a mi alrededor, confesaba, porque solo, no sé por qué, tengo miedo."


La vida de Chéjov
Irene Nemirovsky
Noguer, 1990
Traducción de Adela Tintoré

pág. 84, 85, 86

en El baile Irene Nemirovsky aprendió algunas lecciones de Chéjov

a Neuman también

Aún con resistencia, admite que más allá de Borges, Cortázar y de Monterroso, admira a cuentistas como el mexicano Juan Jose Arreola, el cubano Virgilio Piñera, el norteamericano John Cheever, que 'me parece tan bueno o mejor que un ligeramente sobrevalorado Carver', o la estadounidense Flannery O'Connor, que 'está en la periferia y ha sabido meterse cual camaleón en el rol de mujeres y hombres de todas las edades'.


Leer entrevista completa a Andrés Neuman en Terra

03 noviembre 2006

Diarios, 1968

Federico talla la calabaza, la encendemos y la colocamos en el porche antes del anochecer, pero estoy morbosamente susceptible o borracho, o Mary está maldisposta... aquí no reina la alegría. Cogió las pruebas de imprenta y las leyó hasta el final. "No puedo juzgar el libro porque en todos los casos conozco los hechos en que se basa -diijo-. Hammer es repugnante..." Puesto que existe alguna similitud entre Hammer y yo, me siento ofendido o herido. "¿No te parece mejor que El escándalo?", le pregunto, pero no responde. Necesito elogios, por necios que sean. Me los invento.


A las ocho, la víspera de Todos los Santos, el presidente de Estados Unidos, interrumpe un programa de televisión increíblemente vulgar para anunciar que dejaremos de bombardear el sudeste asiático. Parece cansado. Tiene la cara demacrada, se diría que corrompida. Emplea la primera persona más de lo que parece necesario y se diría que un egoísmo monumental ha deteriorado su capacidad de comunicarse. La noticia no me causa júbilo, tal vez porque estoy borracho. Soy escéptico, no puedo dejar de pensar que hay algo de oportunista o cínico en todo ello.

Diarios, 1968

Al tratar de clarificar mi pasado, sería mucho más fácil si pudiera contemplarlo con amargura y desdén. Si pudiera maldecir la ignorancia sexual y la suspicacia de mis padres, maldecir el horroroso derrumbe de su matrimonio, maldecir la casa, el vecindario, las escuelas a las que fui, todo sería claro y sencillo, pero sus asuntos combinaban la excelencia con la estúpida crueldad. Visto retrospectivamente, el hecho de que con frecuencia fuese muy feliz parece una enorme limitación

Foto (qué corte, John)

Nueva novela de Lobo Antunes


Ontem nao te vi em Babilonia (Ayer no te vi en Babilonia) gira en torno a una noche de insomnio que transcurre en apenas cinco horas y casi 500 páginas. El libro narra la inquietud que atrapa a dos hombres y dos mujeres, está habitado por la muerte, el amor y la memoria.
"Digo mi propia muerte"

El título está inspirado en una frase inscrita hace más de 5.000 años en una placa de arcilla que Lobo descubrió en un texto del poeta cubano Eliseo Diego. El autor ve próximo el final de su vida literaria:
"haré dos o tres libros más y pararé"

Lobo Antunes publicó en 1979 su primera novela, titulada Memoria de elefante y ha dicho de sí mismo que solo es escritor cuando escribe.
“Fuera de eso soy muy torpe –confiesa– no sé utilizar un cajero, no sé escribir en una computadora y tampoco sé colocar un DVD”. Lobo Antunes, durante un acto de presentación del libro con gran asistencia de público pero sin sesión de autógrafos, aseguró que no quiere convertirse en vendedor viajante de la obra, “de esos que el mismo día se presentan en tres ciudades diferentes”. Considera que cuando escribe es otra persona y por eso tiene reservas en poner un autógrafo “en un libro que fue escrito por otra persona, pero que lleva –dijo– mi nombre”.