25 abril 2007

No sabia nada

Y entonces, sólo entonces, cosa extraña, comprobé que el mimoide no me interesaba en absoluto, que había volado hasta aquí no para explorar el mimoide, sino para conocer el océano.

Con el helicóptero a algunos pasos detrás de mí, me senté sobre la playa rugosa y resquebrajada. Una pesada ola negra cubrió la parte inferior de la orilla y se desplegó, no ya negra, sino de un color verde sucio; refluyendo, la ola dejó unos riachos viscosos y trémulos que vagaban hacia el océano. Me acerqué más a la orilla, y cuando llegó la ola siguiente, extendí el brazo. Un fenómeno experimentado ya por el hombre un siglo atrás se repitió entonces fielmente: la ola titubeó, retrocedió, me envolvió la mano, aunque sin tocarla, de modo que una fina capa de "aire" separaba mi guante de aquella cavidad, fluida un instante antes, y ahora de una consistencia carnosa. Lentamente levanté la mano, y la ola, o más bien esa excrecencia de la ola, se levantó al mismo tiempo, envolviendo siempre mi mano en un quiste translúcido de reflejos verdosos. Me incorporé, y alcé todavía más la mano; la sustancia gelatinosa subió junto con mi mano y se tendió como una cuerda, pero no se rompió. La masa misma de la ola, ahora desplegada, se adhería a la orilla y me envolvía los pies (sin tocarlos), como un animal extraño que esperase pacientemente el final de la experiencia. Del océano había brotado una flor, y el cáliz me ceñía los dedos. Retrocedí. El tallo vibró, vaciló, indeciso, y volvió a caer; la ola lo recogió y se retiró. Repetí varias veces el juego; y entonces -como lo había comprobado cien años antes el primer experimentador- llegó otra ola y me evitó, indiferente, como cansada de una impresión demasiado conocida. Yo sabía que para reavivar la "curiosidad" del océano tendría que esperar algunas horas. Volví a sentarme; turbado por ese fenómeno que yo había provocado, y del que había leído numerosas descripciones, yo ya no era el mismo; ninguna descripción podía transmitir esa experiencia.

Todos aquellos movimientos, considerados en conjunto o aisladamente, todas aquellas ramazones que afloraban fuera del océano parecían revelar una especie de candor prudente, pero de ningún modo huraño; las formas inesperadas y nuevas despiertan en él una ávida curiosidad, y la pena de tener que retirarse, de no poner transponer unos límites impuestos por una ley misteriosa. ¡Qué raro contraste entre esa curiosidad alerta y la inmensidad centelleante del océano que se desplegaba hasta perderse de vista! Nunca hasta entonces había sentido yo como ahora esa gigantesca presencia, ese silencio poderoso e intransigente, esa fuerza secreta que animaba regularmente las olas. Inmóvil, la mirada fija, me perdía en un universo de inercia hasta entonces desconocido, me deslizaba por una pendiente irresistible, me identificaba con ese coloso fluido y mudo, como si le hubiese perdonado todo, sin el menor esfuerzo, sin una palabra, sin un pensamiento.

Durante esta última semana mi conducta había tranquilizado a Snaut, que ya no me perseguía con aquella mirada recelosa. En apariencia yo estaba tranquilo; en secreto, y sin admitirlo claramente, esperaba algo. ¿Qué? ¿El retorno de Harey? ¿Cómo hubiera podido esperar ese retorno? Todos sabemos que somos seres materiales, sujetos a las leyes de la fisiología y de la física, y toda la fuerza de nuestros sentimientos no puede contra esas leyes; no podemos menos que detestarlas. La fe inmemorial de los amantes y los poetas en el poder del amor, más fuerte que la muerte, el secular finis vitae sed non amoris es una mentira. Una mentira inútil y hasta tonta. ¿Resignarse entonces a la idea de ser un reloj que mide el transcurso del tiempo, ya descompuesto, ya reparado, y cuyo mecanismo tan pronto como el constructor lo pone en marcha, engendra desesperación y amor? ¿Resignarse a la idea de que en todos los hombres reviven antiguos tormentos, tanto más profundos cuanto más se repiten, volviéndose cada vez más cómicos? Que la existencia humana se repita, bien, ¿pero que se repita como una canción trillada, como el disco que un borracho toca una y otra vez echando una moneda en una ranura? Ese coloso fluido había causado la muerte de centenares de hombres. Toda la especie humana había intentado en vano durante años tener al menos la sombra de una relación con ese océano, que ahora me sostenía como si yo fuese una simple partícula de polvo. No, no creía que la tragedia de dos seres humanos pudiera conmoverlo. Sin embargo, todas aquellas actividades tenían cierto propósito... A decir verdad, yo no estaba absolutamente seguro; pero irse era renunciar a una posibilidad, acaso ínfima, tal vez sólo imaginaria... ¿Entonces tenía que seguir viviendo aquí, entre los muebles, las cosas que los dos habíamos tocado, en el aire que ella había respirado una vez? ¿En nombre de qué? ¿Esperando que ella volviera? Yo no tenía ninguna esperanza, y sin embargo vivía de esperanzas; desde que ella había desaparecido, no me quedaba otra cosa. No sabía qué descubrimientos, qué burlas, qué torturas me aguardaban aún. No sabía nada, y me empecinaba en creer que el tiempo de los milagros crueles aún no había terminado.

"Solaris"
Stanislav Lem
Biblioteca Ciencia Ficción
Traducción Matilde Horne y F. A.
Planeta


18 abril 2007

Hasta el aire parecía distinto

Media vida (1990)

Díganos algo sobre su primer contacto con Europa.

Hice mi primer viaje (a España) en 1947, al frente de un grupo de estudiantes de la Universidad de Minnesota, donde era profesor adjunto desde 1946. Conseguí esa promoción gracias a Red [Robert] Pen Warren, porque me contrataron como auxiliar, pero él no dejó de insistir hasta que Joseph Warren Beach consintió en ascenderme. Me salvó de los trabajos de primer curso. Madrid, en 1947, me abrió mucho los ojos. En España, me sentí como si volviera a una especie de hogar ancestral. Tenía la impresión de encontrarme entre gente muy parecida a mí, e incluso llegué a pensar vagamente en que podría haber vivido en el Mediterráneo en mi anterior reencarnación. Me encantaba todo, absolutamente todo. Hasta el aire parecía distinto. Tenía una cualidad especialmente tonificante. Y además, naturalmente, había seguido la guerra civil española y conocía los sucesos ocurridos en España entre 1936 y 1939 tan bien como cualquier joven americano de la época.

El país estaba deshecho. Seguía prácticamente igual que cuando acabó la guerra. Los edificios estaban acribillados a balazos. Madrid mismo era como una vuelta a un pasado bastante lejano. Los tranvías, por ejemplo, eran Toornerville. Escribí un artículo sobre todo esto para la Partisan Review. Conocí a muchos españoles; era mi primer contacto prolongado con europeos y con intelectuales de Europa. Al menos con los miembros de una tertulia del café cercano a mi pensión, que estaba en plena Puerta del Sol. Llevaba una carta para ciertas personas: alemanes que habían sido periodistas durante la guerra civil. Me recibieron y me presentaron a personajes como Jiménez Caballero, fascista y hombre de letras de las Cortes, con quien cené en varias ocasiones. Los madrileños me miraban con curiosidad. No habían visto muchos norteamericanos. España había estado absolutamente incomunicada durante años. Se sentían tan aislados que acogían con entusiasmo incluso a un insignificante profesor auxiliar de Minnesota.

Conocí al nuncio del Papa en Madrid. ¿Desde cuándo un chaval de Chicago tiene la oportunidad de conocer al nuncio? Y comí en la Nunciatura. Uno de sus ayudantes me dijo que los españoles no eran europeos: son moros, no pertenecen verdaderamente a la colectividad europea. Pasé también mucho tiempo en El Prado, que por entonces estaba vacío y mugriento. Me quedaba horas meditando frente a los Goya, Velázquez y Bosch. Recorrí España en antiguos trenes traqueteantes. Fui a Málaga. Habíamos llegado por París, donde pasé una semana a la ida y otra a la vuelta. Londres era una ciudad absolutamente miserable en 1947. Todos aquellos solares, las flores creciendo por todas partes en los cráteres de las bombas. En los restaurantes no había nada que comer, y se tenía el convencimiento de que lo que servían era carne de caballo.


incluído en Todo Cuenta. Del pasado remoto al futuro incierto (It All Adds Up)
Saul Bellow
DeBolsillo
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
enero, 2007





Mi París (1983)

(...)
Significaba otra cosa a principios de siglo, y esa otra cosa era lo que tantos de nosotros vinimos a buscar en 1948. Hasta 1939, París era el centro de una gran cultura internacional que acogía a españoles, rusos, italianos, rumanos, americanos; abierto a los Picasso, Diaghilev, Modigliani, Brancusi y Pound, era el núcleo incandescente del movimiento artístico modernista. Quedaba por ver si la caída de París en 1940 sólo había interrumpido esa creatividad. ¿Proseguiría cuando los derrotados nazis volvieran a Alemania? Había quienes sospechaban que el floreciente centro internacional había entrado en decadencia a lo largo de los años treinta, y algunos lo daban ya por desaparecido.

Yo estaba entre los que fueron a investigar, en la primera oleada. Apenas había cesado el fragor de la guerra cuando miles de norteamericanos hacían las maletas y se marchaban al extranjero. Viajeros, poetas, pintores y filósofos francófilos eran mucho menos numerosos que los jóvenes inquietos -estudiantes de historia del arte, amantes de las catedrales, refugiados del sur y los Estados centrales, soldados desmovilizados aún con paga, peregrinos sentimentales-, y otros personajes no menos imaginativos con planes para hacerse ricos. Un joven que conocí en Minnesota fue a Florencia a abrir una fábrica de caramelos a base de maíz. Aventureros, estraperlistas, contrabandistas, aspirantes a bon vivants, buscadores de gangas, simples ilusos: decenas de miles cruzaron el océano en viejos buques de transporte de tropas, en busca de oportunidades laborales o sexuales, o sólo por diversión. Londres estaba muy dañado, mientras que París, intacto, se aprestaba a reanudar su fastuosa vida artística e intelectual.

La Fundación Guggenheim me había concedido una beca, y me sentía preparado para participar en el gran renacimiento, si es que llegaba a producirse. Como el resto del contingente americano, llevaba mis ilusiones conmigo, pero me gusta pensar que también mantenía el escepticismo (quizá la más tenaz de mis ilusiones). Yo no iba a asentarme a los pies de Gertrude Stein. No fantaseaba con el bar del Ritz. No boxearía con Ezra Pound, como había hecho Hemingway, ni escribiría en los bistros mientras los camareros me traían ostras y vino. Por Hemingway el escritor sentía una admiración sin límites; el personaje de Hemingway me parecía la quintaesencia del turista, convencido de ser el único americano a quien los europeos habían adoptado como a uno de los suyos. A decir verdad, el París de la época del jazz, el de la leyenda americana, carecía de atractivos para mí, y también tenía mis reservas sobre el París de Henry James; no se me olvidaban los antinaturales chillidos de los judíos del East Side que describía James en La escena americana. No cabía esperar que un pariente de aquellos bárbaros habitantes del East Side se dejara seducir por el mundo de madame de Vionnet, que, en cualquier caso, ya había desaparecido mucho tiempo atrás.

La vida, dijo Samuel Butler, es como dar un concierto de violín al tiempo que se aprende a tocar el instrumento: eso, amigos míos, es verdadera sabiduría. (No me canso de citar esa máxima.) Yo estaba dando un concierto a la vez que practicaba escalas. Creía entender por qué había venido a París. Escritores como Sherwood Anderson y, por extraño que parezca, John Cowper Powys, me habían explicado claramente lo que le faltaba a la vida americana. "El norteamericano es trágico sin saber por qué -decía Powys en su Autobiografía-. Es trágico en razón de la desolada pobreza y la desesperada estrechez de sus contactos místico sensuales. Nada compensa tanto en la vida como el Misticismo y la Sensualidad." Pero Powys, no lo olviden, era un admirador de la democracia norteamericana. De otro modo no me habría servido de nada. Yo estaba convencido de que sólo existía verdadera política en las democracias anglófonas. Es política, la Europa continental era infantil, horripilante. Pero lo que le faltaba a Estados Unidos, pese a toda su estabilidad política era la capacidad de disfrutar de los placeres intelectuales como si fueran placeres sensuales. Eso era lo que Europa ofrecía, o decían que ofrecía.

Había, sin embargo, una parte de mí que seguía sin estar de acuerdo con esa formulación; negaba que Europa -según se pregonaba- siguiera existiendo y aún fuera capaz de satisfacer el deseo americano hacía lo fecundo y lo raro. Auténticos escritores de Saint Paul, Saint Louis y Oak Park, en Illinois, habían ido a Europa a escribir su novela americana, la mejor obra de los años veinte. La Norteamérica industrial de las grandes empresas no podía darles lo que necesitaban. Desde el extranjero proyectaban los rayos de la imaginación hacia su casa. Pero ¿era la razón imaginativa europea lo que los había liberado y estimulado? ¿Se trataba del París moderno mismo o de una nueva Modernidad universal que actuaba en todos los países, una cultura internacional de la que París era, o había sido, el centro? Yo sabía lo que Powys quería decir con su redención imaginativa de la desolada pobreza y la desesperada estrechez de los norteamericanos, ya se dieran o no cuenta de ello. Al menos eso creía. Pero también era consciente de una fuerza rara vez mencionada y visible en Europa para todo aquel que había destruido la mayoría de sus ciudades y millones de vidas en una guerra de seis largos años. Me costaba trabajo aceptar las posiciones plausibles: Norteamérica, perdiendo impulsos vitales; Europa, cultivando aún los sentidos más sutiles. Efectivamente, una gran literatura prebélica nos había dicho lo que era el nihilismo. Céline lo explicaba con toda claridad en Viaje al fin de la noche. su París seguía allí, más aún que la Sainte-Chapelle o el Louvre. El París proletario, el París de clase media, por no mencionar el París intelectual, que intentaba llenar el vacío nihilista con la doctrina de Marx: todo transmitía el mismo mensaje.

incluído en Todo Cuenta. Del pasado remoto al futuro incierto (It All Adds Up)
Saul Bellow
DeBolsillo
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
enero, 2007

12 abril 2007

"Bellow fue el Cristóbal Colón de la gente como yo" Philip Roth



Video en castellano (para variar) en youtube donde se mezclan: Sufjan Stevens, Ian McEwan, J. M. Coetzee, Jack Nicholson, William Kennedy, Philip Roth y Marilyn Monroe



(...)

En resumen, el intérprete debe ser capaz de imponerse. Resulta más fácil si es un Nabokov y habla con la natural autoridad de un artista aristocrático, un boyardo, un autócrata hereditario. El problema, entonces, cobra un matiz ideológico, y la gente empieza efectivamente a protestar y a denunciar la explotación tiránica de los tradicionalistas, misóginos, racistas, imperialistas: esos machos blancos, pasados ya a mejor vida, cuyas obras, calificadas de clásicos, se nos impone. No todo el mundo puede rendirse ante la promesa del gozo estético. Para algunos, la liberación (quizá seudoliberación) es el ideal más elevado. O la destrucción de los iconos. O la insatisfacción perpetua. Tal como el autor Leonard Michaels ha escrito recientemente: "Nos hemos abandonado a los encantos de la posibilidad indeterminada, o al estremecimiento de la novedad infinita". Y en el mismo párrafo añado que "el valor ha escapado de la especificidad humana".

En la actualidad, los escritores prestan atención sin dificultad alguna; se han formado en la atención, y la inducen en sus lectores (sin un grado elevado de atención, el gozo estético es imposible).
"Procura ser de los que no se pierden nada", aconsejaba Henry James al aprendiz de novelista.
Y Tolstói, en su ensayo sobre Mauppasant, dice que un autor debe escribir con claridad, adoptar un punto de vista moral y ser capaz de prestar la más minuciosa atención al tema y los personajes. Sin la menor vacilación, Nietzsche nos advierte de que la época moderna se interesa principalmente en el Devenir e ignora el Ser. Y quizá por eso el perpetuo Devenir nos corroe como una enfermedad mortal.

(...)

Y por eso compite el artista con otros solicitantes de atención. No se trata de una competición en el sentido atlético de la palabra, su objeto no es expulsar a los rivales de la pista. Nunca se alzará con un triunfo indiscutido. No habrá un resultado claro; los elementos están demasiado mezclados para eso. Las fuerzas adversas son demasiado imponentes para vencerlas. Son las fuerzas de un mundo electrificado y de una transformación de la vida humana cuyo resultado no puede vaticinarse.

Tocqueville anunció que en los países democráticos el público exigiría a sus escritores dosis cada vez mayores de emoción y estimulantes cada vez más poderosos. Probablemente no esperaba que el público se dramatizara a sí mismo hasta el punto de hacer de la escena mundial el teatro de todos, ni que, en los países desarrollados, se entregara al alcohol y las drogas para escapar a los horrores de la incesante tensión, al tormento de las emociones y la distracción. Hay muchos autores que no hacen sino satisfacer la creciente demanda de emociones. Creo que esa demanda, en el lenguaje de la mercadotecnia, ha alcanzado su nivel más alto. ¿Puede llegar a dominarse tanta emoción, tanto desorden? Eso habrá que preguntárselo a los analistas y expertos de toda especie. Lo suyo son las predicciones. Lo que importa a los narradores de historias y novelistas son las esencias humanas descuidadas y olvidadas por un mundo distraído.


"La distracción del público"
Conferencias Romanas, Universidad de Oxford
10 de mayo de 1990

incluído en Todo Cuenta. Del pasado remoto al futuro incierto (It All Adds Up)
Saul Bellow
DeBolsillo
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
enero, 2007