18 julio 2007

Sí, novelas

(págs. 37-39)

Sí, novelas, pues no voy a adoptar esa poco generosa y poco política costumbre, tan común en los que escriben novelas, de denigrar con su despectiva censura las mismas manifestaciones cuyo número están ellos mismos incrementando, haciendo frente común con sus mayores enemigos al lanzar los más duros epítetos contra tales obras y no permitiendo casi nunca que las lea su propia heroína, la cual, si por casualidad coge una en sus manos, siempre hojeará sus insípidas páginas con desprecio. Porque ¡ay!, si la heroína de una novela no es defendida por la de otra, ¿de quién puede esperar protección y consideración? ¿Cómo no vamos a sublevarnos contra esto? Dejemos que los periodistas censuren a sus anchas tales efusiones de la fantasía y ante cada nueva novela repiten los manidos y tontos argumentos con que la prensa gruñe en la actualidad. No nos engañemos ante nosotros: somos un cuerpo vituperado. Aunque nuestras producciones han gustado a más gente de modo esponta´neo que las de cualquier otra corporación literaria del mundo, ningún otro tipo de literatura ha sido tan criticado. Por causa del orgullo, la ignorancia o las modas, nuestros enemigos son casi tan numerosos como nuestros lectores, y mientras que el talento del enésimo compilador de la Historia de Inglaterra, o de quien reúne en un volumen y publica una docena de líneas de Milton, de Pope y de Prior con un artículo del Spectator y un capítulo de Sterne, recibe los elogios de un millar de plumas, parece existir un deseo casi general de criticar la capacidad del novelista, menospreciar su obra y restar mérito a los escritos de quienes no tienen otra recomendación que su inventiva, su buen gusto y su genio. "No soy yo lector de novelas..." "Rara vez leo novelas..." "No vaya usted a creer que yo leo novelas..." "No está nada mal para ser una novela..." Tales son los tópicos más frecuentes. "Y ¿qué está usted leyendo, señorita...?", "Bah, ¡no es más que una novela!", replica la joven dejando a un lado el libro con afectada indiferencia o momentánea vergüenza. No es más que Cecilia, Camilla o Belinda: en resumidas cuentas, no es más que una obra en la que se manifiestan las más nobles facultades del espíritu, una obra que transmite al mundo el más profundo conocimiento de la naturaleza humana, la más acertada descripción de sus variedades, las más animadas muestras de ingenio y de humor con el lenguaje más escogido. Ahora bien, si la misma joven hubiera sido sorprendida leyendo un tomo del Spectator en lugar de tal obra, ¡con qué orgullo habría mostrado el libro y pronunciado su nombre! Aunque existen pocas probabilidades de que una joven se interese lo más mínimo por esa intrincada publicación, cuyo contenido y estilo no pueden sino desagradar a los jóvenes de buen gusto, al consistir lo esencial de sus artículos en la exposición de circunstancias improbables, personajes poco naturales y temas de conversación que ya no interesan a nadie que esté vivo, y todo ello en un lenguaje a menudo tan tosco que produce una impresión muy poco favorable de la época que pudo soportarlo.

La abadía de Northanger
Jane Austen

ALBA, 2006
Traducción: Guillermo Lorenzo

Residencia de Jane Austen en Bath

09 julio 2007

en La contravida de Philip Roth


(páginas 347-349)

-Me dice Maria que es usted una gran lectora de Jane Austen -dije.
-Bueno, llevo toda la vida leyéndola. Empecé a los trece años con Orgullo y prejuicio, y no he parado desde entonces.
-Y ¿cómo así?
Esto último provocó una sonrisa glacial.
-¿Hace mucho tiempo que no lee usted a Jane Austen, señor Zuckerman?
-Desde la universidad.
-Pues vuelva usted a leerla, y comprenderá por qué la leo yo.
-Lo haré, pero lo que le pregunto es qué obtiene usted de su lectura.
-Recoge fielmente la vida, y lo que dice de ella es muy profundo. Me entretiene muchísimo. Los personajes están muy bien. Me gusta mucho el señor Woodhouse de Emma. Y el señor Bennet de Orgullo y prejuicio, también. Me gusta mucho la Fanny Price de Mansfield Park. Cuando regresa a Portsmouth, tras haber vivido con los Bertrams a todo tren y con toda elegancia y vuelve con su familia y queda tan impresionada por su miseria... A la gente le parece eso muy rechazable y todo el mundo dice que es una snob, pero será porque yo también lo soy, supongo, pero me identifico con ella. Es así como hay que comportarse, si vuelve uno a caer en un nivel de vida muy inferior.
-¿Cuál de sus libros le gusta más?
-Bueno, supongo que siempre me gusta más el que estoy leyendo en ese momento. Los leo todos cada año. Pero, a fin de cuentas, es Orgullo y prejuicio. El señor Darcy es muy atrayente. Y también me gusta Lydia, con todo lo alocada y lo tonta que es. Está muy bien retratada. Conozco a tantas personas así, ¿comprende usted? Y ni que decir tiene que me identifico con el señor y la señora Bennet, con tantísimas hijas por casar.
No fui capaz de determinar si esta última afirmación constituía una especie de golpe alevoso, si la buena señora era una mujer peligrosa o se estaba comportando beatíficamente.
-Lamento no haber leído sus libros -me dijo-. No leo mucha literatura norteamericana. Me supone un gran esfuerzo entender a los personajes. No los encuentro atrayentes, ni puedo identificarme con ellos, me temo. En realidad, no me gusta nada la violencia, y la hay a raudales en los libros norteamericanos. Por supuesto, no en Henry James, que me gusta mucho, aunque supongo que a duras penas cabe incluirlo entre los norteamericanos. En realidad, es un observador del ambiente inglés, y creo que en realidad se le da muy bien. Pero ahora lo prefiero en televisión, me parece. Tiene un estilo más bien ampuloso. En televisión, cuando ves sus libros, van al grano mucho más deprisa. Hace poco pusieron El expolio de Poynton, y ni que decir tiene que me interesó especialmente, dada mi afición a los muebles. Lo hicieron estupendamente bien, me pareció. También pusieron La copa dorada. Lo pasé muy bien. Es un libro larguito. Sus libros, los de usted, están publicados aquí, ¿verdad?


La contravida
Philip Roth

Traducción de Ramón Buenaventura
De Bolsillo - Contemporánea
Primera edición Abril 2007

03 julio 2007

una tumba



First Parish Cemetery

Norwell
Plymouth County
Massachusetts, USA

Fotos de www.findagrave.com

02 julio 2007

¿Qué escritores le interesan?

Updike y su familia en Ipswich, en 1966
Entre los maestros del relato breve, el más grande para mí es John Cheever. Fue un poco mi padre literario y le echo terriblemente de menos. Era un hombre atormentado, con un humor muy ácido y una agilidad mental extraordinaria.

Entrevista a John Updike
EPS
El País Semanal
Número 1.605
Domingo 1 de julio de 2007



01 julio 2007

La feria del mundo E. L. Doctorow

(páginas 72-74)

La playa de Rockaway en 1936: monoplanos de alas enormes arrastraban lentamente banderas con el alfabeto por el cielo. Las olas traían medusas muertas y conchas de cangrejos de herradura boca arriba como tazones vacíos. En la fría y oscura arena, cerca del paseo de tablas, tropecé con un verdadero jardín de aquellas cosas aplastadas. Eran rígidas, desagradables al tacto, estaban pegadas unas a otras y olían mal. Todo lo del mar olía mal, bulbosos y aceitosas marañas de algas verdes, medusas, moluscos medio comidos y aquellas cosas de goma blanca de debajo del paseo de madera. Cogí una.

-¡No la toques! -dijo mi hermano-. ¿Es que no sabes lo que es eso? ¿Eres idiota?

¡Ah, qué vida rugiente y acribillada por el sol la de la playa! Diminutos agujeros que soltaban burbujas en la arena. Aves con las patas como palillos de dientes que hacían frente al golpe de la ola. Gaviotas que se cernían y planeaban frente a la orilla. Donald y yo corrimos hasta el recinto sombreado de los soportales del paseo de tablas. Soplaba el viento marino a través de los salones de juegos abiertos. Estábamos descalzos, y lanzamos bolas de madera por las rampas e hicimos girar la rueda para que la excavadora en miniatura de la jaula de cristal agarrase el premio. Queríamos el cortaplumas de verdad, y el encendedor de plata. Sólo conseguimos bolas de chicle.

Tengo arena en la entrepierna. Me estoy poniendo rojo; el sol me está hinchando. Como sandwiches encima de la manta y bebo Kool-Aid de cereza, que es como Jell-O líquida. Sólo se habla a gritos; el ruido de las olas es atronador. Temo a dos cosas, el agua que se rompe y salta a mis pies y las hordas de seres humanos del desierto entre los que puedo perderme. Policías de uniforme traen a niños deshechos en llanto hasta las familias acampadas en sus mantas. La vida aquí es dura; más policías de camisa y pantalón oscuros y gorra con visera de cuero, y con pesados cinturones y pistolas, están de pie en el paseo de tablas vigilando las masas de cuerpos desnudos, mientras, a su espalda, grandes caras de payaso sonríen desde la falsa fachada del parque de atracciones. Ellos no se dejan engañar. Saben que por todas partes están ocurriendo cosas malas. Los bañeros sacan a un niño agotado, y una ambulancia retrocede hasta los escalones del paseo de madera que lleva a la playa. Levanto diques de arena a mi alrededor. Busco apoyos, y me entierro la pierna hasta la rodilla. Estoy en medio de la sal y el sol, y de un mar de voces. Todo esto me aplasta, pero no me ahogo.

Ahora me parece que fue en ese sitio elemental, en esas playas públicas atiborradas en medio de la más deslumbradora y cruda luz del día, donde aprendí el esclarecedor miedo al planeta. Veía por todas partes a hombres haciendo el pino o subidos a los hombros de otros. Mujeres de carne y hueso dormían tumbadas en la arena. Sin necesidad de reconocer ningún nombre, entre el griterío y el pulular de los pobladores del mundo en la ceremonia semidesnuda de un domingo tribal, se produjo en mí la callada revelación de una vida inexpresable. En ese estado de claridad recibí la inspiración para susurrar la palabra condón. Fue como si todos los ruidos hubiesen cesado, las voces, el agudo chillido de las gaviotas, las sirenas y el retumbar del oleaje, para que esa única palabra fuese pronunciada a modo de iluminación. Sentí a través de mis dedos un tacto de huesos en la arena, como fútil arqueólogo que desenterrase un pasado mineral. Reconocí en el calor de la arena el posible invisible de una luz lejana, y del agua azul y reluciente tomé el movimiento interminable y la inimaginablemente frígida profundidad. Todo eso, asombrosamente, era; y yo, de rodillas en medio de mi percepción que se iba encarnando, me sentí inefablemente primitivo, a gusto, temeroso, alegre.

E. L. Doctorow
La feria del mundo

Planeta
Traducción de César Armando Gómez



Chewing out a rhythm on my bubble gum
The sun is out and I want some.
Its not hard, not far to reach
We can hitch a ride
To rockaway beach.
Up on the roof, out on the street
Down in the playground the hot concrete
Bus ride is too slow
They blast out the disco on the radio
Rock rock rockaway beach
Rock rock rockaway beach
We can hitch a ride
To rockaway beach
Its not hard, not far to reach
We can hitch a ride
To rockaway beach.

"Rockaway Beach"
The Ramones

El pasado es un país extranjero

Lo vivido siempre observa desde un sitio inamovible. Así es que cuando alguien pregunta, por ejemplo, ¿te acuerdas de mí? y la respuesta no es clara, los fragmentos del pasado intentan regresar hasta armar el puzle de ese episodio o persona citada. Entonces, una vez hurgado en la memoria, suele llegar la nostalgia y, tras ella, el reencuentro con el pasado que suscita preguntas del tipo ¿cuántos años tengo?

Caras que asoman desde el pasado y vienen gastadas por el tiempo. ¿Te acuerdas de mí? Llegan del colegio, del instituto, de la facultad, del ejército, de más atrás todavía, de los lugares de la infancia: vivían cerca de la casa de mis padres, me veían en la calle, en la parada del autobús, saliendo de la cafetería, qué sé yo. Caras que los años han ido usando, labrando, y no obstante algo en los ojos de los ojos de antaño, un vestigio en la sonrisa de la sonrisa de ayer, lo que queda de un gesto remoto en sus gestos de hoy.

Hasta las voces han cambiado, yo observando sorprendido y, para mis adentros, No puede ser, no puede ser.

¿Te acuerdas de mí? En rigor me acuerdo mal porque algo, en todo mi cuerpo, se resiste a aceptar la injusticia de la vida, el ejercicio nostálgico de épocas que han dejado de ser, la recapitulación melancólica de la memoria: ¿te acuerdas de mí?, y no personas, fragmentos de personas que me hablan de un momento que ya fue como si siguiese siendo, que me rodean de difuntos y ruinas, ruinas de emociones, de entusiasmos, de alegrías, semejantes a Pompeyas que ha enterrado la lava del olvido. Y de repente están allí y con ellas episodios desenfocados que regresan, tanta esperanza enterrada, tanto difunto que me observa de lejos, con una dulzura enternecida: ¿te acuerdas de mí? Mi comienzo favorito es el de una novela de L. P. Hartley, escritor que, supongo, ya nadie lee.

Lo leo yo. La primera frase dice así: "El pasado es un país extranjero: allí las cosas se hacen de otra manera". Y de ese país extranjero, que sigue existiendo paralelo al presente, surge de vez en cuando un abrazo, una frase, una palma enternecida que se apoya en mi hombro con una levedad esperanzada.

¿Te acuerdas de mí? y los ojos del alma con dificultad para enfocarlas, una negativa interior a aceptar los desmanes de la suerte, la certidumbre más o menos indecisa de ser todavía un hombre para más tarde. ¿Cuántos años tengo? Me da la impresión de que pocos, acabo de nacer. Nunca le he preguntado a nadie ¿Te acuerdas de mí? porque siempre soy otro. ¿Acordarse de qué? El del colegio, o el del instituto, o el de la facultad, o el del ejército, es un pariente vago, un antepasado difuso entre criaturas difusas, un fulano que probablemente nunca existió, inventado por fotografías y recuerdos imaginados. ¿Qué padres, qué abuelos, qué hermanos, qué amigos, qué compañeros de estudio, yo que me negaba a estudiar? Nunca he coleccionado nada a no ser cosas imposibles, me he pasado los días buscando picaportes en paredes sin puerta. Por ahí encontraba uno, a fuerza de insistir me metía en una habitación a oscuras, salía con un puñado de páginas ya escritas, descubiertas al tacto en un anaquel invisible. Les ponía un título, los editores las publicaban. No tengo la noción de que me pertenecen, de haberlas hecho yo mismo. Sólo anduve por allí reuniéndolas, en una especie de sueño.

Si fuese totalmente honesto no les pondría mi nombre: me he limitado a juntarlas con una obstinación sonámbula: durante toda mi existencia no he hecho otra cosa que ser un ciego recorriendo sombras. Escribir es escuchar con fuerza. Seguir escuchando lo ya escuchado. Seguir escuchando lo ya ya escuchado. Y lo ya ya ya escuchado. Y así sucesivamente. Vaciarme de lo que no sea esto para poder llenarme. No se me antoja otra tarea fuera de esta escucha perpetua.

Cuando no estamos vacíos no ocurre nada.

El secreto es avanzar sin ideas, sin planes. Dejar venir. No añadir ni quitar. Recibir con humildad la inocencia. Husmear como los animales, ir excavando, excavando.

Y abajo, después de mucha tierra, muchos caparazones de insectos, muchas hojas, muchas raíces, muchas piedras, el libro. Que no se escribe, se limpia. Una ocupación de minero sin linterna en la frente hasta encontrarnos con las personas y nosotros en medio de ellas. Una profesión de silencio hasta que nos toquen las voces. ¿De qué trata su libro? No sé de qué tratan mis libros, no sé para qué sirven. No es eso lo que me interesa. No hablo sobre ellos porque no me es posible hablar sobre ellos. Son máquinas que se me escapan.

Aparatos de los que no tengo el manual de instrucciones. Son mi desánimo y mi alegría. ¿De qué trata su libro? Pues bien, para empezar ni siquiera es mío. Andaba por ahí, lo capturé. Es decir, lo fui capturando a medida que lo escribía. Es un error leerlos, me parece. Se deben husmear como hacen los animales e ir excavando, excavando.

Traducción de Mario Merlino.


El pasado es un país extranjero
António Lobo Antunes
El País. Babelia
30/06/2007