El señor Wapshot -el capitán Leander- no andaba por allí. Estaba al timón del Topaze, llevándolo río abajo hacia la bahía. Todas las mañanas de verano, cuando hacía buen tiempo, sacaba la vieja lancha, se detenía en Travertine para enlazar con el tren de Boston y luego cruzaba la bahía hasta Nangasakit, donde había una playa blanca y un parque de atracciones. Había hecho muchas cosas en su vida; fue socio de la compañía de cubertería de plata y recibió legados de algunos parientes, pero no había conservado casi nada, y tres años, la prima Honora le había dado la capitanía del Topaze para tenerle ocupado y que no se metiera en líos. El trabajo era adecuado para él. El Topaze parecía creación suya; reflejaba su gusto por lo romántico y lo disparatado, su amor por las chicas de la costa y por los largos y alocados días de verano con olor a salitre. La lancha tenía una línea de flotación de veinte metros, un viejo motor Harley de una sola hélice y suficiente espacio en la cabina y en las cubiertas para cuarenta pasajeros. Era un cascarón poco marinero que se movía -se decía Leander- como un inmueble, con sus cubiertas abarrotadas de colegiales, prostitutas, hermanas de la caridad y otros turistas, su estela sembrada de cáscaras de huevo duro y papeles de bocadillos, y sus huesos trepidando tan violentamente a cada cambio de velocidad, que la pintura se le desprendía del caso. Pero a Lenader, desde su puesto al timón, la travesía se le antojaba gloriosa y triste. Las maderas de la vieja lancha parecían mantenerse unidas gracias a la luminosidad y transitoriedad del verano y olía a los desechos veraniegos, a zapatillas playeras, toallas, trajes de baño, y a las tablas, baratas y fragantes, de las viejas casetas de baño. Atravesando la bahía, la lancha pasaba sobre aguas que a veces tenían el color violeta de un ojo, el viento de tierra traía a bordo la música del tiovivo y desde allí se podía ver la lejana costa de Nangasakit; el entramado de insensatos paseos, linternas de papel, comida grita y música que acometía al Atlántico en tan frágil mezcolanza que parecía un borde de desperdicios marinos, las estrellas de mar y las pieles de naranja que traen las olas. "Átame al mástil, Perímedes", solía gritar Leander cuando oía la musiquilla del tiovivo. No le importaba perderse la aparición de su mujer en el desfile.
Hubo algunos retrasos en el comienzo del desfile esa mañana. Al parecer, se centraban en torno a la carroza del Club de Mujeres. Una de las socias fundadoras vino a preguntarles a Moses y a Coverly si sabían donde estaba su madre. Le dijeron que no había estado en casa desde la madrugada. Empezaban a preocuparse, cuando la señora Wapshot apareció de pronto en la puerta de la tienda de Moody y ocupó su sitio. El jefe de ceremonias tocó el silbato, el tamborilero, con la cabeza envuelta en una venda ensangrentada, tocó un compás y los pífanos y los tambores empezaron a chillar, desalojando a una docena de palomas del tejado del bloque Cartwihgt. Del río llegó un vientecillo, que trajo a la plaza el oscuro y áspero olor del barro. El desfile recogió sus desperdigados elementos y se puso en marcha.
Los voluntarios del departamento de bomberos habían estado levantado hasta medianoche, lavando y sacando brillo al equipo de la Compañía de Mangueras Niágara. Parecían orgullosos de su trabajo, aunque procuraban tener un aspecto serio. El coche de los bomberos iba seguido por el viejo señor Starbuck, sentado en un coche abierto, vestido con el uniforme del Gran Ejército de la República, a pesar de que era bien sabido que nunca participó en la guerra civil. A continuación venía la carroza de la Sociedad de Historia, donde una descendiente directa, legalizada, de Priscilla Alden sudaba bajo una pesada peluca. Iba seguida de un camión lleno de alegres muchachas de la fábrica de cubertería de plata, que arrojaban cupones a la gente. Después venía la señora Wapshot, de pie ante el atril; una mujer de cuarenta años, cuyo hermoso cutis y correctas facciones podían contarse entre sus dotes de organización. Era bella, pero al probar el agua del vaso sonreía con tristeza, como si ésta estuviera amarga, porque, a pesar de su entusiasmo cívico, tenía un gusto por la melancolía -por el olor de la corteza de naranja y del humo de leña- verdaderamente excepcional. Era más admirada entre las señoras que entre los hombres y puede que la esencia de su belleza fuese el desencanto (Leander la había engañado), pero ella había utilizado todos los recursos de su sexo en esa infidelidad y había sido recompensada con tal aire de nobleza ofendida y luminosa visión, que algunas de sus partidarias suspiraron al verla atravesar la plaza, como si por su cara vieran pasar una vida.
Crónica de los Wapshot
Scandal
John Cheever, 1959
Epílogo de Rodrigo Fresán
Emecé España, 2003
el anuncio lo envió Carmen
1 comentario:
Cada dia que pasa tengo unas ganas más extendidas de leer por fin a los Wapshot.... Cheever es inagotable. Le voy a enlazar este texto.
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