21 junio 2006

Saint Botolphs era un viejo lugar...


Saint Botolphs era un viejo lugar, un viejo pueblo junto a un río. Había sido un puerto fluvial en los buenos tiempos de las flotas mercantes de Massachusetts y ahora le quedaban una fábrica de cubertería de plata y otras industrias de menor tamaño. Sus habitantes no consideraban que hubiese disminuido mucho ni en tamaño ni en importancia, pero la larga lista de los muertos de la guerra civil, en una placa atornillada al cañón que había en el césped de la plaza, era un recordatorio de lo populoso que había sido el pueblo durante la década de 1860. Saint Botolphs ya nunca podría reclutar tantos soldados. El césped estaba sombreado por unos cuantos olmos grandes y circundado por un cuadrado de fachadas de almacenes. El bloque Cartwright, que formaba el lado occidental de la plaza, tenía en el segundo piso una hilera de ventanas ojivales, tan delicadas y severas como las ventanas de una iglesia. Detrás de estas ventanas estaban la oficina de la Eastern Star, la del doctor Bulstrode, el dentista, la de la compañía telefónica y la del agente de seguros. Los olores de estas oficinas -el olor de los preparados dentales, de la cera de los suelos, de las escupideras y de las estufas de carbón- se mezclaban en el portal, como un aroma del pasado. Bajo una penetrante lluvia otoñal, en un mundo muy cambiante, la plaza de Saint Botolphs daba una impresión de insólita permanencia. En la mañana del Día de la Independencia, cuando el desfile empezó a formarse, el lugar tenía un aspecto próspero y festivo.

Los dos chicos de los Wapshot, Moses y Coverly, estaban sentados en el verde de Water Street viendo llegar las carrozas. En el desfile se entremezclaban libremente los temas espirituales y comerciales, y cerca del Espíritu de 1876 había una vieja carreta de reparto con un letrero que decía: COMPRE EL PESCADO FRESCO AL SEÑOR HIRAM. Las ruedas de la carreta, las ruedas de todos los vehículos que participaban en el desfile, estaban decoradas con papel rojo, azul y blanco, y había cintas por todas partes. También engalanaban la fachada del bloque Cartwright. Colgaban en pliegues sobre la fachada del banco y ondeaban en todos los camiones y carretas.

Los chicos Wapshot estaban levantados desde las cuatro; tenían sueño y, sentados al sol, parecían haber sobrevivido a la fiesta. Moses se había quemado la mano con un cohete. Coverly había perdido las cejas en otra explosión. Vivían en una granja a tres kilómetros del pueblo río abajo, y habían remado contra corriente antes del amanecer, cuando el aire de la noche hacía que el agua del río, al levantarse alrededor del canelete de la canoa y de sus manos, pareciese tibia. Habían forzado una ventana de la iglesia de Cristo, como hacían siempre, y habían tocado la campana, despertando a mil pájaros cantores, a muchos vecinos y a todos los perros dentro de los límites del pueblo, incluyendo al sabueso de los Pluzinski, en Hill Street, muy lejos de allí.

-Son sólo los chicos Wapshot -oyó decir Moses a una voz proveniente de la oscura ventana de la vicaría-. Vuelve a dormirte.

Coverly tenía dieciséis o diecisiete años por aquel entonces; era rubio, como su hermano, pero tenía el cuello largo, con una inclinación de cabeza ministerial, y la mala costumbre de hacer crujir sus nudillos. Poseía una mente alerta y sentimental, y le preocupó la salud del caballo del carro del señor Hiram y contempló con tristeza a los residentes del Hogar del Marinero, quince o veinte hombres muy viejos, sentados en bancos en un camión, que parecían injustificadamente cansados. Moses estaba en la universidad y durante el último año había alcanzado la cima de su madurez física y había demostrado poseer el don de una juiciosa y tranquila autoadmiración. Ahora, a los diez, los chicos estaban sentados en la hierba esperando a que su madre ocupara su sitio en la carroza del Club de Mujeres.

La señora Wapshot había fundado el Club de Mujeres en Saint Botolphs y la ocasión se conmemoraba todos los años en el desfile. Coverly no recordaba un 4 de Julio en el que su madre no hubiera aparecido en su papel de fundadora. La carroza era sencilla. Una alfombra oriental cubría el suelo del carro. Las seis o siete socias fundadoras iban sentadas en sillas plegables, de cara a la trasera del camión. La señor Wapshot estaba de pie ante un atril, llevaba sombrero, tomaba sorbitos de un vaso de agua de vez en cuando y sonreía tristemente a las socias fundadoras o a algún viejo amigo a quien reconocía a lo largo del recorrido. De este modo, por encima de las cabezas de la gente, ligeramente sacudida por el movimiento del carro, exactamente igual que esas imágenes religiosas que llevan en procesión por las calles de la zona norte de Boston en otoño, para aplacar las grandes tormentas en el mar, la señora Wapshot aparecía cada año ante sus amigos y convecinos, y era apropiado que la llevasen por las calles, porque no había nadie en el pueblo que hubiese contribuido más a su ilustración. Ella fue quien organizó una comisión para recaudar fondos con destino a una nueva casa parroquial para la iglesia de Cristo. Fue ella quien recaudó un fondo para el abrevadero de granito que había en la esquina y quien, cuando el abrevadero quedó inutilizado, hizo que se plantaran en él geranios y petunias. El nuevo instituto de enseñanza media que se levantaba en la colina, el nuevo cuartel de bomberos, los nuevos semáforos, el monumento conmemorativo de la guerra, sí, sí, hasta los limpios urinarios públicos de la estación ferroviaria cercana al río, eran fruto del genio de la señora Wapshot. Debía de sentirse satisfecha mientras cruzaba la plaza.


Crónica de los Wapshot
Scandal

John Cheever, 1954
Epílogo de Rodrigo Fresán
Emecé España, 2003

las portadas las envió Carmen

Otro St. Botolpsh en Colchester

1 comentario:

El Miope Muñoz dijo...

Qué gusto recuperar el rhytm de la blogosfera sin selectividades varias y poder leer un rincón de Cheever llamado Saint Bophols que resulta tan particular pero eminentemente universal a la vez. Otro post mítico. Y van.

¡Un saludo!