28 junio 2006

...Y CAIDA



Encontrado aquí

DECADENCIA...


Cheever's Cafe; Oklahoma City
encontrado aquí

27 junio 2006

Diarios


1ª edición de Los desnudos y los muertos, 1948

Muy complacido y emocionado por Los desnudos y los muertos de Mailer. Me impresiona en particular su extensión. Durante la lectura, me desespera la limitación de mi talento. Me parece que con mis otoños rosados y mis crepúsculos invernales no soy de primera categoría... Debo ser excéntrico, cordial, tierno para algunas cosas, reflexivo, subjetivo, obligado a repensar mi prosa por la falta de nobleza de parte de mis materiales.



Caricatura de Saul Bellow en Fairfax Digital

5 de diciembre*. En parte por sugerencia de mi mujer, he leído atentamente la novela de Saul Bellow. Es la mezcla de francés y ruso que me gusta, la cucaracha y el papel despegado de la pared descrito con precisión y repugnancia. Creo que la fuerza principal de la obra es poética. En parte ("en pie sobre los huesos", etc.) es mala poesía. Me parece que en parte es muy buena. Siempre me ha gustado la luz y me complacen sus descripciones. A través de las opciones desesperadas de mi desdichado espíritu he desarrollado y tratado de descartar un método detallista, pero el de Bellow es impresionante Se trata en definitiva de justificar el sentimiento, la carnalidad y el melodrama en mi propia obra.


*1949

26 junio 2006

EN EL BAR

EN EL BAR


-Ponme dos whiskies dobles. Y deprisa

-Ésa no es forma de beber, amigo.

Tú no eres de esos tipos.

-¿Quién soy yo?

-Tú eres un caballero.

(Y lo decía en serio.)

-Te equivocas. Yo soy un sinvergüenza.

-Un sinvergüenza es alguien que no sabe que lo es.

Si un tipo sabe que es un sinvergüenza, deja de serlo.

(Y puso dos whiskies dobles sobre la barra.)

-Tú sí que eres un caballero, amigo mío.

¡A tu salud!



Luis Alberto de Cuenca
La vida en llamas
Visor, 2006

23 junio 2006

...como si por su cara vieran pasar una vida


Anuncio de Harper&Brothers, 1958

El señor Wapshot -el capitán Leander- no andaba por allí. Estaba al timón del Topaze, llevándolo río abajo hacia la bahía. Todas las mañanas de verano, cuando hacía buen tiempo, sacaba la vieja lancha, se detenía en Travertine para enlazar con el tren de Boston y luego cruzaba la bahía hasta Nangasakit, donde había una playa blanca y un parque de atracciones. Había hecho muchas cosas en su vida; fue socio de la compañía de cubertería de plata y recibió legados de algunos parientes, pero no había conservado casi nada, y tres años, la prima Honora le había dado la capitanía del Topaze para tenerle ocupado y que no se metiera en líos. El trabajo era adecuado para él. El Topaze parecía creación suya; reflejaba su gusto por lo romántico y lo disparatado, su amor por las chicas de la costa y por los largos y alocados días de verano con olor a salitre. La lancha tenía una línea de flotación de veinte metros, un viejo motor Harley de una sola hélice y suficiente espacio en la cabina y en las cubiertas para cuarenta pasajeros. Era un cascarón poco marinero que se movía -se decía Leander- como un inmueble, con sus cubiertas abarrotadas de colegiales, prostitutas, hermanas de la caridad y otros turistas, su estela sembrada de cáscaras de huevo duro y papeles de bocadillos, y sus huesos trepidando tan violentamente a cada cambio de velocidad, que la pintura se le desprendía del caso. Pero a Lenader, desde su puesto al timón, la travesía se le antojaba gloriosa y triste. Las maderas de la vieja lancha parecían mantenerse unidas gracias a la luminosidad y transitoriedad del verano y olía a los desechos veraniegos, a zapatillas playeras, toallas, trajes de baño, y a las tablas, baratas y fragantes, de las viejas casetas de baño. Atravesando la bahía, la lancha pasaba sobre aguas que a veces tenían el color violeta de un ojo, el viento de tierra traía a bordo la música del tiovivo y desde allí se podía ver la lejana costa de Nangasakit; el entramado de insensatos paseos, linternas de papel, comida grita y música que acometía al Atlántico en tan frágil mezcolanza que parecía un borde de desperdicios marinos, las estrellas de mar y las pieles de naranja que traen las olas. "Átame al mástil, Perímedes", solía gritar Leander cuando oía la musiquilla del tiovivo. No le importaba perderse la aparición de su mujer en el desfile.

Hubo algunos retrasos en el comienzo del desfile esa mañana. Al parecer, se centraban en torno a la carroza del Club de Mujeres. Una de las socias fundadoras vino a preguntarles a Moses y a Coverly si sabían donde estaba su madre. Le dijeron que no había estado en casa desde la madrugada. Empezaban a preocuparse, cuando la señora Wapshot apareció de pronto en la puerta de la tienda de Moody y ocupó su sitio. El jefe de ceremonias tocó el silbato, el tamborilero, con la cabeza envuelta en una venda ensangrentada, tocó un compás y los pífanos y los tambores empezaron a chillar, desalojando a una docena de palomas del tejado del bloque Cartwihgt. Del río llegó un vientecillo, que trajo a la plaza el oscuro y áspero olor del barro. El desfile recogió sus desperdigados elementos y se puso en marcha.

Los voluntarios del departamento de bomberos habían estado levantado hasta medianoche, lavando y sacando brillo al equipo de la Compañía de Mangueras Niágara. Parecían orgullosos de su trabajo, aunque procuraban tener un aspecto serio. El coche de los bomberos iba seguido por el viejo señor Starbuck, sentado en un coche abierto, vestido con el uniforme del Gran Ejército de la República, a pesar de que era bien sabido que nunca participó en la guerra civil. A continuación venía la carroza de la Sociedad de Historia, donde una descendiente directa, legalizada, de Priscilla Alden sudaba bajo una pesada peluca. Iba seguida de un camión lleno de alegres muchachas de la fábrica de cubertería de plata, que arrojaban cupones a la gente. Después venía la señora Wapshot, de pie ante el atril; una mujer de cuarenta años, cuyo hermoso cutis y correctas facciones podían contarse entre sus dotes de organización. Era bella, pero al probar el agua del vaso sonreía con tristeza, como si ésta estuviera amarga, porque, a pesar de su entusiasmo cívico, tenía un gusto por la melancolía -por el olor de la corteza de naranja y del humo de leña- verdaderamente excepcional. Era más admirada entre las señoras que entre los hombres y puede que la esencia de su belleza fuese el desencanto (Leander la había engañado), pero ella había utilizado todos los recursos de su sexo en esa infidelidad y había sido recompensada con tal aire de nobleza ofendida y luminosa visión, que algunas de sus partidarias suspiraron al verla atravesar la plaza, como si por su cara vieran pasar una vida.


Crónica de los Wapshot
Scandal

John Cheever, 1959
Epílogo de Rodrigo Fresán
Emecé España, 2003

el anuncio lo envió Carmen

21 junio 2006

Saint Botolphs era un viejo lugar...


Saint Botolphs era un viejo lugar, un viejo pueblo junto a un río. Había sido un puerto fluvial en los buenos tiempos de las flotas mercantes de Massachusetts y ahora le quedaban una fábrica de cubertería de plata y otras industrias de menor tamaño. Sus habitantes no consideraban que hubiese disminuido mucho ni en tamaño ni en importancia, pero la larga lista de los muertos de la guerra civil, en una placa atornillada al cañón que había en el césped de la plaza, era un recordatorio de lo populoso que había sido el pueblo durante la década de 1860. Saint Botolphs ya nunca podría reclutar tantos soldados. El césped estaba sombreado por unos cuantos olmos grandes y circundado por un cuadrado de fachadas de almacenes. El bloque Cartwright, que formaba el lado occidental de la plaza, tenía en el segundo piso una hilera de ventanas ojivales, tan delicadas y severas como las ventanas de una iglesia. Detrás de estas ventanas estaban la oficina de la Eastern Star, la del doctor Bulstrode, el dentista, la de la compañía telefónica y la del agente de seguros. Los olores de estas oficinas -el olor de los preparados dentales, de la cera de los suelos, de las escupideras y de las estufas de carbón- se mezclaban en el portal, como un aroma del pasado. Bajo una penetrante lluvia otoñal, en un mundo muy cambiante, la plaza de Saint Botolphs daba una impresión de insólita permanencia. En la mañana del Día de la Independencia, cuando el desfile empezó a formarse, el lugar tenía un aspecto próspero y festivo.

Los dos chicos de los Wapshot, Moses y Coverly, estaban sentados en el verde de Water Street viendo llegar las carrozas. En el desfile se entremezclaban libremente los temas espirituales y comerciales, y cerca del Espíritu de 1876 había una vieja carreta de reparto con un letrero que decía: COMPRE EL PESCADO FRESCO AL SEÑOR HIRAM. Las ruedas de la carreta, las ruedas de todos los vehículos que participaban en el desfile, estaban decoradas con papel rojo, azul y blanco, y había cintas por todas partes. También engalanaban la fachada del bloque Cartwright. Colgaban en pliegues sobre la fachada del banco y ondeaban en todos los camiones y carretas.

Los chicos Wapshot estaban levantados desde las cuatro; tenían sueño y, sentados al sol, parecían haber sobrevivido a la fiesta. Moses se había quemado la mano con un cohete. Coverly había perdido las cejas en otra explosión. Vivían en una granja a tres kilómetros del pueblo río abajo, y habían remado contra corriente antes del amanecer, cuando el aire de la noche hacía que el agua del río, al levantarse alrededor del canelete de la canoa y de sus manos, pareciese tibia. Habían forzado una ventana de la iglesia de Cristo, como hacían siempre, y habían tocado la campana, despertando a mil pájaros cantores, a muchos vecinos y a todos los perros dentro de los límites del pueblo, incluyendo al sabueso de los Pluzinski, en Hill Street, muy lejos de allí.

-Son sólo los chicos Wapshot -oyó decir Moses a una voz proveniente de la oscura ventana de la vicaría-. Vuelve a dormirte.

Coverly tenía dieciséis o diecisiete años por aquel entonces; era rubio, como su hermano, pero tenía el cuello largo, con una inclinación de cabeza ministerial, y la mala costumbre de hacer crujir sus nudillos. Poseía una mente alerta y sentimental, y le preocupó la salud del caballo del carro del señor Hiram y contempló con tristeza a los residentes del Hogar del Marinero, quince o veinte hombres muy viejos, sentados en bancos en un camión, que parecían injustificadamente cansados. Moses estaba en la universidad y durante el último año había alcanzado la cima de su madurez física y había demostrado poseer el don de una juiciosa y tranquila autoadmiración. Ahora, a los diez, los chicos estaban sentados en la hierba esperando a que su madre ocupara su sitio en la carroza del Club de Mujeres.

La señora Wapshot había fundado el Club de Mujeres en Saint Botolphs y la ocasión se conmemoraba todos los años en el desfile. Coverly no recordaba un 4 de Julio en el que su madre no hubiera aparecido en su papel de fundadora. La carroza era sencilla. Una alfombra oriental cubría el suelo del carro. Las seis o siete socias fundadoras iban sentadas en sillas plegables, de cara a la trasera del camión. La señor Wapshot estaba de pie ante un atril, llevaba sombrero, tomaba sorbitos de un vaso de agua de vez en cuando y sonreía tristemente a las socias fundadoras o a algún viejo amigo a quien reconocía a lo largo del recorrido. De este modo, por encima de las cabezas de la gente, ligeramente sacudida por el movimiento del carro, exactamente igual que esas imágenes religiosas que llevan en procesión por las calles de la zona norte de Boston en otoño, para aplacar las grandes tormentas en el mar, la señora Wapshot aparecía cada año ante sus amigos y convecinos, y era apropiado que la llevasen por las calles, porque no había nadie en el pueblo que hubiese contribuido más a su ilustración. Ella fue quien organizó una comisión para recaudar fondos con destino a una nueva casa parroquial para la iglesia de Cristo. Fue ella quien recaudó un fondo para el abrevadero de granito que había en la esquina y quien, cuando el abrevadero quedó inutilizado, hizo que se plantaran en él geranios y petunias. El nuevo instituto de enseñanza media que se levantaba en la colina, el nuevo cuartel de bomberos, los nuevos semáforos, el monumento conmemorativo de la guerra, sí, sí, hasta los limpios urinarios públicos de la estación ferroviaria cercana al río, eran fruto del genio de la señora Wapshot. Debía de sentirse satisfecha mientras cruzaba la plaza.


Crónica de los Wapshot
Scandal

John Cheever, 1954
Epílogo de Rodrigo Fresán
Emecé España, 2003

las portadas las envió Carmen

Otro St. Botolpsh en Colchester

19 junio 2006

Acuarela


Acuarela + pastel por Wally Torta. Norfolk, Virginia Norfolk, Virginia

18 junio 2006

18 de junio, 1982



El 18 de junio a los 70 años de edad murió John Cheever en Ossinning, Nueva York

Art is the triumph over chaos.
John Cheever


Brindis: un gintonic al borde de una piscina

17 junio 2006

John acostaba a John



De John Cheever, Irving recordó su amistad, que incluía llevarle a casa cuando los efectos del alcohol no le permitían regresar por su cuenta. Con una gestualidad tan grecorromana como el tatuaje de su antebrazo, imitó el gesto de quitarle los zapatos antes de acostarlo y salir de puntillas de la habitación. Es una imagen emocionante: el joven y triunfante novelista socorriendo a su mítico y decadente maestro, llevándolo respetuosamente a casa y, una vez tumbado sobre la cama, quitándole los zapatos para que pueda dormir mejor la mona pensando en frases como: "Los recuerdos tienen con frecuencia más capacidad de sugestión que los hechos". Por la manera como lo contaba, no era una anécdota de fanfarrón: se notaban esa clase de afectos que, al cabo de los años, hacen que los recuerdos sean más sugestivos que los hechos.

Cerca de Irving  
SERGI PÀMIES
El País 17-05-2006

Leer la crónica completa de la presentación de Irving en Barcelona

Foto gigante de Irving

Alvy Singer me dio el chivatazo de este artículo

16 junio 2006

Diarios


foto: mv
Riegas el césped, cuentas un cuento a los niños, te bañas y a la cama. La mañana es resplandeciente y fresca. Tu mujer te lleva a la estación con el descapotable. Te acompañan los niños y la perra. Desde el momento en que has despertado pareces encontrarte al borde de un júbilo incontenible. El viaje por Alewives Lane hasta la estación parece un paseo triunfal, y cuando ves la estación, los árboles y los escasos pasajeros que esperan bajo el sol matinal, y cuando besas a tu mujer y a tus hijos, das una palmadita a la perra, saludas a los que están en el andén, abres el Tribune y oyes el tren de las 8.22 que se acerca, me parece maravilloso.

15 junio 2006

Cita

I can't write without a reader. It's precisely like a kiss-you can't do it alone.



John Cheever

en The New Yorker


Harold Ross fundador de The New Yorker (primera revista que publicó a Nabokov en los Estados Unidos):

Maldito seas, Cheever, ¿se puede saber por qué escribes cuentos tan deprimentes?

Pero no puedo resistirme a comprarlos. Y lo peor de todo es que no puedo comprender por qué.


En 1981 se publicó allí el último relato de Cheever "The Island"

14 junio 2006

Reseña: John Cheever y su gente corriente


Cuentos y más cuentos (II). John Cheever y su gente corriente



El año 2006, además de las conmemoraciones de turno, parece decidido a recuperar un género literario un tanto olvidado pero que, a mi juicio, goza de buena salud y mejor futuro: los cuentos, un territorio especialmente apropiado para el hombre del siglo XXI.

El cuento es un chispazo, un apagón, un fogonazo, un vaso de agua fría, un golpe súbito, algo que nos sacude brevemente, que nos mete en situación con la misma rapidez que nos saca de ella. Por esa cualidad de urgencia e inminencia, es apto para el hombre de hoy que sólo dispone de tiempo para su trabajo o para esas interminables esperas en estaciones, semáforos y aeropuertos y que, por descontado, no se siente capaz de engullir novelones de seiscientas o más páginas, obras que, por muy atractivas que se antojen, terminan convertidas en cargas de profundidad, auténticos lastres, cuya lectura cuesta retomar porque fácilmente se olvida el hilo argumental.

Eso no ocurre con el cuento. Porque el cuento se suele leer de un tirón, lo cual es muy saludable, sobre todo si uno es impaciente. No hay que esperar varios días para conocer su resolución después de haber sido atrapados por sus propuestas, por sus misterios, por sus intrigas. Esta rapidez innata del cuento, esa inmediatez, también le confiere otra cualidad interesante: su lectura es fácilmente intercalable en medio de la degustación de alguno de esos “tochos” a los que aludía anteriormente.

Pero vuelvo al principio. Decía que 2006 nos traía la recuperación del cuento, o del relato breve si prefieren, ya que algunos editores parecen dispuestos a apostar por este género. Y lo hacen a nivel de recopilaciones, como la que hoy vamos a comentar.

Emecé Editores, recién salió de la guillotina, bajo el título de ‘Relatos 1’ y ‘Relatos 2’, ha recuperado los cuentos “completos” del escritor norteamericano John Cheever (Quincy, Massachussets, 1912-1982). Entrecomillo “completos” porque todavía quedan desperdigados por revistas y antologías varias otros sesenta y ocho relatos de este prolífico escritor, que nadie se ha encargado todavía de recopilar.

El cuento de Cheever es un remanso de historias corrientes, de gente corriente, para gente corriente, pequeños universos donde los personajes viven sus miserias y sus glorias sin más trascendencia que la repercusión de estos incidentes en sus vidas respectivas, algo ya de por sí suficientemente importante porque no hay nada que le importe más a uno que lo que le sucede a él mismo y a los suyos. Los cuentos de Cheever se desarrollan en la atmósfera de la clase media norteamericana y reflejan las perplejidades y pruebas con las que la vida sacude a este estrato social. Problemas que en otros sectores parecerían fútiles o absurdos, pero que en éste constituyen todo su universo. El retrato auténtico de un modo de entender la vida.

Al final del segundo volumen, o sea de ‘Relatos 2’, el escritor Rodrigo Fresán incluye un interesante estudio titulado ‘Apuntes para una teoría del Universo’. Y de él quiero entresacarles un par de cosas que se me antojan, al menos, curiosas. La primera de ellas es la pregunta que el propio Cheever se formula a sí mismo sobre los lectores de relatos breves: ¿Quién lee cuentos hoy en día? Y esta es la respuesta del escritor de Massachussets: “me gusta pensar que los leen hombres y mujeres en la sala de espera de un dentista mientras esperan su turno, que los leen en viajes transcontinentales en avión en lugar de ver películas banales y vulgares para matar el tiempo; que los leen hombres y mujeres sagaces y bien informados que parecen sentir que la ficción narrativa puede contribuir a nuestra comprensión de unos y otros y, algunas veces, del mundo que nos rodea”.

La segunda y última es una curiosidad sobre cómo fueron escritos la mayoría de estos relatos, explicada también por el propio Cheever: “Por las mañanas me ponía mi traje y cogía el ascensor hasta el cuarto sin ventanas en el sótano donde trabajaba. Ahí lo colgaba en una percha, escribía hasta el anochecer, me vestía y regresaba hasta nuestro apartamento. Muchos de mis cuentos fueron escritos en calzoncillos”.

Sobre esto último, alguien me apuntó una vez que Cheever observaba la costumbre de ponerse el traje todos los días únicamente para llevar a sus hijos al colegio. Después regresaba a casa y bajaba al sótano donde en calzoncillos escribía sus cuentos y novelas. Ese mismo alguien me comentó que Cheever hacía esto porque sentía vergüenza de que sus hijos supieran que era escritor, ya que no consideraba su oficio como algo socialmente “respetable”. ¿Una extravagancia, una manía o simplemente vergüenza? Sólo Cheever lo sabe y ya no podrá aclarárnoslo. Una lástima.

Herme Cerezo
Siglo XXI
Miércoles 14 de junio de 2006

12 junio 2006

ya viene "Bullet Park"



Fresán ya está preparando el prólogo para la próxima edición de Bullet Park en Emecé

DIARIOS, 1952

Despierto antes del amanecer, cansado y lleno de buenas intenciones. No beberás. No harás esto ni aquello, etcétera, etcétera. Crece el canto de los pájaros: aleteos de palomas y cardenales. En medio del ruido me ha parecido oír un loro. "Pedrrito quierre comerr". Me he levantado cansado y cogí el de las 7:44. El río cubierto de bruma. Las voces oídas por encima. "Bueno, primero lo hirvió y después lo asó." El hombre alza la cara y adoptó una actitud de beatitud, como si saboreara otra vez la cena de anoche. "Bueno, pues tenemos uno de esos asadores eléctricos." "No, Nueva York no se parece en absoluto a Chicago; ni punto de comparación." Un cartel en la calle Veintitrés: "NO PIERDA A SU PAREJA POR CULPA DE LA GRASA". Un escaparate lleno de crucifijos de plástico. La superficie de la ciudad es paradójica. Es una superficie reconfortante para los espíritus forjados a base de paradojas. En el sillón del dentista, vuelvo a pensar que soy como el prisionero que trata de escapar de la cárcel por una ruta equivocada. Sin comprobar si la puerta está abierta, sigo cavando el túnel con una cucharilla. Ay, pienso, si pudiera saborear un poco de éxito. Pero ¿me aproximo al éxito ahondando el pozo en que estoy? Por las mañanas, dormida, Mary parece la joven de la que me enamoré. Sus redondos brazos sobre el cobertor. El pelo castaño, suelto. La cualidad perdurable de la seriedad y la pureza.

DIARIOS, 1956

Bebo mucho porque sostengo que estoy perturbado. En la mesa hablamos sobre el psiquiatra y me parece que me expreso con un rencor nacido del alcoholismo. Vamos a ver una película mala y al salir exclamo: "¿Por qué no contestaste cuando te pregunté si en conjunto nuestra relación no había sido feliz?". "Te respondí con la expresión de mi cara", dijo. Tal vez esbozara una sonrisa dulce. Bebo una sola copa y me siento en la escalera de piedra. En medio de mi angustia, me siento joven, incluso infantil. Me tiendo sollozando sobre la piedra hasta que me doy cuenta de que he adoptado la posición de un felpudo.

Duermo en mi cama, aunque me parece una humillación. Me despierto al amanecer, entre sollozos: "Dadme el río, el río, el río, el río", pero el río que aparece tiene sauces y meandros, no es el que quiero. Parece que hay truchas, de modo que echo el anzuelo y cojo un buen pescado. Una mujer desnuda de pechos redondos se tiende sobre la hierba y me la jodo. La reemplaza Adonis, a quien acaricio brevemente, pero se me antoja un pasatiempo indigno de un hombre maduro. Sigo reclamando mi ancho río, pero parece que han tendido vías ferroviarias a través de los Campos Elíseos, y me dan un arroyo con sauces. Esta mañana tomo una píldora y me parece mejor asumir la plena responsabilidad de todo lo que anda mal. No tiene sentido pasar revista a los rechazos, las peleas que dejan heridas, etcétera. Uno ha salido de muchas situaciones y saldrá de ésta.

John Cheever Bloggea

"RELATOS (VOL.1) " en el Rincón de Alvy Singer

EL HOMBRE QUE INVENTÓ EL UNIVERSO en el Rincón de Alvy Singer

"FALCONER" en Lector Ileso

"LA PRIMERA BIBLIA DEL SIGLO XXI" en El síndrome Chéjov

LOS DIARIOS DE JOHN CHEEVER en Octaedro

RELATOS I y II en La tormenta en un vaso

en "Una vision del mundo"

-¡Calor! ¡Amor! ¡Virtud! ¡Compasión! ¡Esplendor! ¡Bondad! ¡Sabiduría! ¡Belleza! -Se diría que las palabras tienen los colores de la tierra, y mientras las recito siento que mi esperanza crece, hasta que al fin me siento satisfecho y en paz con la noche.

"Una visión del mundo"
The New Yorker, 29 de septiembre de 1962.

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John Cheever. Fotografía:
Donal Holway en 1979 para The Washington Post

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John Cheever y Ralph Ellison



Ralph Ellison entrega la medalla de The American Academy of Arts and Letters a John Cheever en 1965

CRITICA EN LETRAS LIBRES



Esto parece el paraíso, de John Cheever

por Rafael Lemus
Letras Libres


Que la vida es humo. Que la novela ha muerto. Que la narrativa es pesimista o no es literatura. Lo sabemos todo y, sin embargo, nada es del todo cierto. Hay excepciones. Momentos de plenitud entre los muslos de una criada. Alguna novela convencional y, no obstante, válida. Cierta narrativa capaz de registrar, simultáneamente, la luz y la penumbra. Éste es el caso de Esto parece el paraíso (1982), la última novela de John Cheever. Una novela luminosa y, aparte de eso, un sereno testamento. Hundido en la vejez, cerca de la muerte, Cheever corta caja y esto entiende: el tiempo no ha intensificado su amargura sino, cosa rara, su esperanza. Una esperanza apenas encendida, ajena a toda cursilería. Son célebres sus ácidos relatos sobre los suburbios estadounidenses pero es hora, se convence, de escribir una coda. Una novela apacible. Una obra sobre “un hombre viejo al que le gusta patinar en el hielo”. Una historia, como señalará su primera frase, “para leer(se) en cama, en una casa antigua, una noche de lluvia”. Ésas, sus intenciones. Ambiciones de anciano, acaso. El resultado: una novela afable, extrañamente templada, la mejor de sus novelas. Eso, y un desmentido: no todo lo que dura es infame.

¿Una historia feliz? No necesariamente. Para componer su testamento, Cheever no se engaña. La vida es esto y esto retrata. No una historia fácil sino verosímil, tirada por el ruido y por el tedio. El protagonista: Lemuel Sears, un hombre acomodado y a un paso de la vejez. La anécdota: ese penúltimo paso, los inesperados ritos antes de atravesar el umbral de la senectud. Un amor postrero y frustrado. Una primera relación homosexual. Una batalla legal contra la empresa que contamina la laguna de su pueblo. No es esta historia lo que sorprende, sin embargo. Asombra el tono y una omisión: no hay angustia. Ocurre esto y aquello y no hay angustia. La hay en Cheever, por ejemplo, cuando enfrenta su culposa bisexualidad pero no en su protagonista, quien se lía con un hispano como quien bosteza indolentemente. La hay allá y no acá. Ése, uno de los hallazgos de la novela: expulsada la angustia, la historia adquiere una ventajosa extrañeza. Es y no es leal a este mundo. Es luminosa y, al encontrar sólo esperanza en un mundo falsificado, es toda sombras. Es esto y es otra cosa.

La novela es feliz sólo porque su resolución es feliz. Cheever postula un mundo sereno, carente de angustia, y sus recursos narrativos afirman lo mismo. No hay tensión en la prosa, por ejemplo: ésta fluye templada, armónicamente, rebosante siempre de lirismo. El lirismo también coopera: construye correspondencias a través de sus metáforas y así alivia –nada lo hace– la angustia causada por la separación. Ni siquiera las subtramas, tan habituales en Cheever, desentonan: distraen la tensión narrativa, cosa buena cuando se desea escribir una novela apenas intensa. Hay que decirlo así: Esto parece el paraíso es un triunfo de la técnica narrativa. Hay que decirlo de ese modo porque estos triunfos no son corrientes en las novelas de Cheever. En pocos casos como en el suyo es tan cierta esta frase: fue mejor cuentista que novelista. Escribió algunos de los cuentos fundamentales de la literatura norteamericana pero ninguna de sus novelas centrales. Ni Falconer, su novela más famosa, ni su saga de los Wapshot –Crónica de los Wapshot y El escándalo de los Wapshot– se sostienen a la altura de lo que hacían casi al mismo tiempo, digamos, Truman Capote, William Styron o Philip Roth. Son novelas lastradas por la experiencia del cuentista: demasiadas subtramas, tensión escasa y un temperamento nunca lo suficientemente enardecido como para expresarse durante un centenar de páginas. Si alguna de sus novelas sobrevive, será ésta, y a otra cosa.

Otra cosa: la luz en la narrativa estadounidense. No es Cheever el único autor luminoso en aquella literatura. Son legión los autores que han registrado allá, sin traicionarlo, un mundo pleno de claridad y destellos. Ése es acaso el rasgo distintivo de la literatura norteamericana: su naturaleza solar. Como poesía nacional, el optimismo democrático de un ciudadano que se sospecha un cosmos. Como épica popular, un hombre batiéndose bajo el sol contra una ballena. Más tarde, con Hemingway y Faulkner, lo central ocurre, así sea sórdidamente, al aire libre. Incluso cuando dobla el siglo y la narrativa se oculta en las aulas y en las plumas judías la luz no cesa. Piénsese en la preocupación de Norman Mailer: cómo describir la sensación de poder y crecimiento. Piénsese en la de J.D. Salinger: cómo dictar una moral humanista desde una literatura fina y pudorosa. Piénsese, sobre todo, en la de Saul Bellow: cómo extender una epifanía durante toda una obra, cómo reconstruir festivamente los claroscuros de la sociedad estadounidense. Es allí, en esa tradición, donde también descansa el mejor Cheever. El cronista de esos suburbios tan idílicos como vacíos. El cuentista que padece una simultánea aversión y fascinación por sus vecinos. El novelista temperado, y a veces extraordinario, de Esto parece el paraíso.

Que se entienda. Sólo allá, en aquel mundo, ocurre eso. Aquí, estancadas, las nociones básicas. Que la vida es humo. Que la novela ha muerto. Que la narrativa es pesimista o no es literatura. ~