26 agosto 2006

Diarios


Mañana del Domingo de Resurrección. Mary está enferma. Me despierto temprano, doy de comer a los perros y tomo café. El hecho de que sea Domingo de Resurrección por la mañana está muy claro para mí, como lo estaba cuando era niño. Si no lo entiendes, allá tú. Al rebasar San Agustín por la colina se me ocurre que es una experiencia total. Cristo ha resucitado y de ahí deriva todo: los huevos como símbolo de fertilidad, incluso el conejo de mazapán. Estoy muy conmovido. Mis ojos se llenan de lágrimas. Llego tarde a misa. El altar, que el viernes pasado estaba oscuro, hoy está lleno de luz, y durante el punto culminante de la ceremonia, lloro. No puedo diagnosticar la vivencia religiosa. Rezo junto a una mujer vestida de blanco, la criada de algún odontólogo o la enfermera. Un hombre conduce a un lisiado hacia el altar. Pienso -tal vez con sentimentalismo- en la gloria de ir a la pira en defensa de esta fe. También pienso que la iglesia ecuménica, sin fuego, es el progreso.

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