Comenzó a nevar en Saint Botolphs a las cuatro y cuarto del día de Nochebuena. El viejo señor Jowett, el jefe de estación, salió al andén con su faro en la mano y lo sostuvo en alto. Los copos de nieve brillaban como limaduras de hierro en el rayo de luz, aunque en realidad allí no había nada. La nevada le alegró, le reanimó y le sacó -con toda el alma, al parecer- de su caparazón de preocupaciones y trastornos digestivos. El tren de tarde llevaba ya una hora de retraso, y la nieve (cuya blancura parece formar parte de nuestros sueños, puesto que la llevamos con nosotros a todas partes) caía con tan generosa velocidad, con tal rapidez, que parecía que el pueblo se hubiese separado de su contexto en el planeta y estuviese impulsando sus tejados y sus torres hacia lo alto. Los restos de una cometa colgaban de los cables del teléfono, como un recordatorio de la versatilidad del año.
-Oh, ¿quién metió el guardapolvo en la sopa de pescado de la señora Murphy?- cantó el señor Jowett en voz alta, aun sabiendo que era inadecuado para la época del año, el día y la dignidad de un empleado de estación, el guardián de los verdaderos y antiguos límites de la ciudad, de su Puerta de Hércules.
Bordeando la estación, veía las luces de la Casa del Viaducto, donde en ese mismo momento un solitario viajante de comercio se inclinaba para besar la foto de una muchacha bonita en un catálogo de ventas por comercio. El beso le dejó un ligero sabor a tinta. Más allá de la Casa del Viaducto estaban las luces rectilíneas del parque del pueblo, pero el pueblo en sí era circular y no se ajustaba en absoluto a la carretera principal que serpenteaba hacia el mar hasta Travertine, ni a las vías del ferrocarril, ni tan siquiera a la curva del río, sino a las necesidades peatonales de sus habitantes, situándolos a corta distancia del parque. Tenía, en realidad, la forma de una población antigua, y vista desde el aire en un día más claro podría haber estado en Etruria. El señor Jowett podía ver a través de las ventanas, al otro lado de la Casa del Viaducto y por encima de la casa del proveedor de equipos para barco, el interior del piso de los Hastings, donde el señor Hastings estaba adornando el árbol de Navidad. El señor Hastings estaba de pie en una escalera de mano y su mujer y sus hijos le iban pasando los adornos y diciéndole dónde debía colgarlos. De repente se inclinó y le dio un beso a su mujer. Era el compendio de los sentimientos que la fiesta y la tormenta despertaban en él, pensó el señor Jowett, y esto le hizo feliz. Le parecía sentir la felicidad en las tiendas y en las casas, felicidad por todas partes. Tray, el viejo perro, trotó alegremente calle arriba, camino de su casa, y el señor Jowett pensó con afecto en todos los perros de Saint Botolphs. Había perros inteligentes, perros tontos, perros ladrones y sanguinarios, y cuando saqueaban el tendedero, volcaban los cubos de la basura, modrían al cartero y perturbaban el sueño de los justos, parecían diplomáticos y emisarios. Parecían, a su manera burlona, mantener unido el lugar.
Las últimas personas que venían de hacer compras volvían a casa con un par de mitones para el basurero, un broche para la abuela y un osito de peluche relleno de serrín para la pequeña Abigail. Como el perro viejo, Tray, todo el mundo regresaba a casa, y todo el mundo tenía una casa a la que regresar.
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