28 agosto 2006

Me llamo Johnny Hake y he ganado un concurso


En el concurso convocado por Alvy Singer para elegir el mejor relato online traducido del siglo XX ¡ha ganado El ladrón de Shady Hill! seguido muy de cerca por... otros...

Me llamo Johnny Hake. Tengo treinta y seis años, y descalzo mido un metro setenta, desnudo peso setenta kilogramos, y por así decirlo ahora estoy desnudo y hablando a la oscuridad. Fui concebido en el Hotel Saint Regis, nací en el Hospital Presbiteriano, me crié en Sutton Place, fui bautizado y confirmado en San Bartolomeo, estuve con los Knickerbocker Greys, jugué al fútbol y al béisbol en Central Park, aprendí a actuar en el marco de los toldos de las casas de apartamentos del East Side, y conocí a mi esposa (Christina Lewis) en uno de esos grandes cotillones del Waldorf. Estuve cuatro años en la Marina, ahora tengo cuatro hijos, y vivo en una zona periférica llamada Shady Hill. Tenemos una bonita casa con jardín y un lugar exterior para asar carne, y las noches de verano, cuando me siento allí con los niños y miro la pechera del vestido de Christina que se inclina hacia delante para salar la carne, o que simplemente contempla las luces del cielo, me emociono tanto como puede ser el caso con actividades más temerarias y peligrosas, y creo que a eso se refieren cuando hablan del sufrimiento y la dulzura de la vida.

Cuando terminó la guerra comencé a trabjar con un fabricante de parablend, y pareció que ése sería mi modo de ganarme la vida. Era una firma patriarcal; es decir, el anciano de la familia nos ponía a trabajar en una cosa y después nos pasaba a otra, y se metía en todo -la fábrica de Jersey y la planta procesadora de Nashville- y se confortaba como si hubiese organizado la empresa entera durante una siesta. Con la mayor agilidad posible evitaba cruzarme en el camino con el anciano, y ante él me comportaba como si con sus propias manos hubiese moldeado el barro de mi persona, y después me hubiera dado el aliento de la vida. Pertenecía a la clase de déspota que necesita lo representen, y ésa era la tarea de Gil Bucknam. Era la mano derecha, la pantalla y el conciliador del anciano, pero comenzó a faltar a la oficina, al principio un día o dos, después dos semanas, y finalmente más tiempo. Cuando regresaba, se quejaba de que le dolía el estómago o tenía problemas con la vista, aunque todos podían ver que estaba bebido. El hecho no era tan extraño, porque beber mucho era una de las cosas que él tenía que hacer para la firma. El viejo lo aguantó un año, y después una mañana vino a mi oficina y me dijo que fuese al apartamento de Bucknam y lo despidiese.

Era una maniobra tan tortuosa y sucia como encargar al encargado de la oficina que despidiese al presidente de dirección. Bucknam era mi superior y llevaba muchos más años en la empresa; en otras palabras, un hombre que cuando me invitaba a beber con esa misma actitud estaba mostrando su condescendencia. Pero así trabajaba el anciano, y yo sabía lo que tenía que hacer. Fui al apartamento de Bucknam, y la señora Bucknam me dijo que esa tarde podía ver a Gil. Almorcé solo, y estuve en la oficina hasta poco más o menos las tres, y a esa hora fui caminando desde la oficina hasta el apartamento de los Bucknam, en la calle 70E. Estábamos a principios del otoño -se jugaba la Serie mundial- y en la ciudad comenzaba a desencadenarse una gran tormenta. Cuando llegué a casa de los Bucknam podía oír los sonoros estampidos y el olor de la lluvia. La señora Bucknam me recibió, y en su rostro parecían reflejarse todas las dificultades del último año, mal disimuladas por una espesa capa de polvo. Nunca había visto ojos tan apagados, y se había puesto uno de esos anticuados vestidos de verano con grandes flores estampadas. (Yo sabía que tenían tres hijos en la universidad, y una embarcación manejada por un hombre a sueldo, y muchos otros gastos.) Gil estaba acostado, y la señora Bucknam me invitó a pasar al dormitorio. La tormenta ya comenzaba, y todo estaba sumergido en una suave semioscuridad, tan parecida al alba que se hubiera dicho que debíamos estar durmiendo y soñando, y no comunicándonos malas noticias.

Gil se mostró alegre, simpático y condescendiente, y dijo que le agradaba mucho verme; de su última visita a Bermudas había traído muchos regalos para mis hijos, pero había olvidado enviarlos.

-Querida, ¿quieres traer esas cosas? –pidió-. ¿Recuerdas dónde las pusimos? –Después, la esposa volvió a la habitación con cinco o seis paquetes grandes, de aspecto lujoso, y los depositó sobre sus rodillas.

Cuando pienso en mis hijos casi siempre lo hago con placer, y me agrada mucho llevarles regalos. Yo estaba encantado. Por supuesto, era una treta -supuse que de la mujer- y una de las muchas que ella seguramente había pensado durante el último año para defender su mundo. Vi que el papel de envolver no era nuevo, y cuando llegué a mi casa descubrí que eran algunos viejos suéteres de cachemira que las hijas de Gil no habían llevado a la universidad y un gorro a cuadros con una banda sucia. La comprobación acentuó mis sentimientos de simpatía ante las dificultades en que se encontraban los Bucknam. Cargado de paquetes para mis hijos y sudando simpatía por todos los poros, yo no podía descargar el hacha. Conversamos de la Serie Mundial y de varios asuntos menudos de la oficina, y cuando comenzaron la lluvia y el viento, ayudé a la señora Bucknam a cerrar las ventanas del apartamento, después me fui y bajo la tormenta volví a casa en tren, más temprano que de costumbre. Cinco días después Gil Bucknam arregló su situación, y volvió a su oficina a ocupar su lugar de siempre como la mano derecha del anciano, y lo primero que hizo fue comenzar a perseguirme. Me pareció que si mi destino hubiera sido la profesión de bailarín ruso, o de orfebre, o de pintor de bailarines Schuhplatler en cajones de escritorios y de paisajes en conchas marinas, y hubiera vivido en un lugar muy sórdido como Provincetown, no habría conocido a un grupo de hombres y mujeres más extraños que el que conocí en la industria de la parablend; y así decidí seguir mi propio camino.


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26 agosto 2006

Diarios


Mañana del Domingo de Resurrección. Mary está enferma. Me despierto temprano, doy de comer a los perros y tomo café. El hecho de que sea Domingo de Resurrección por la mañana está muy claro para mí, como lo estaba cuando era niño. Si no lo entiendes, allá tú. Al rebasar San Agustín por la colina se me ocurre que es una experiencia total. Cristo ha resucitado y de ahí deriva todo: los huevos como símbolo de fertilidad, incluso el conejo de mazapán. Estoy muy conmovido. Mis ojos se llenan de lágrimas. Llego tarde a misa. El altar, que el viernes pasado estaba oscuro, hoy está lleno de luz, y durante el punto culminante de la ceremonia, lloro. No puedo diagnosticar la vivencia religiosa. Rezo junto a una mujer vestida de blanco, la criada de algún odontólogo o la enfermera. Un hombre conduce a un lisiado hacia el altar. Pienso -tal vez con sentimentalismo- en la gloria de ir a la pira en defensa de esta fe. También pienso que la iglesia ecuménica, sin fuego, es el progreso.

25 agosto 2006

¿Star Wars&Cheever?

Por lo visto sí...




An adaptation of John Cheever's "The Swimmer" I did for some English class many years ago.. with Star Wars figures...


Avly Singer lo encontró primero

23 agosto 2006

Las zonas residenciales para Philip Roth



Janie tuvo la astucia de comprender, cuando llegó allí, para qué servían las zonas residenciales. De niña nunca fue libre en la ciudad, nunca estuvo suelta como los chicos. Pero en Manhasset encontró su frontera. Había vecinos al lado, pero no tan cerca como en la ciudad. Cuando volvía a casa al salir de la escuela las calles estaban desiertas. Se parecía a los pueblos del viejo Salvaje Oeste. No había nadie a su alrededor. Todo el mundo estaba ausente. Así pues, hasta que regresaban a casa en el tren, ella tenía una pequeña explotación, una función secundaria en marcha. Treinta años después, una Janie Wyatt degenera en una Amy Fisher, la llamada Lolita de Long Island, que "reparaba" servilmente por su cuenta al mecánico de automóviles, pero Janie era brillante y una organizadora nata, indómita, desvergonzada, una surfista descarada que se subía a las corrientes del cambio. Las zonas residenciales, donde las muchachas, a salvo de los peligros de la ciudad, no tenían que ser puestas a buen recaudo, donde los padres no estaban demasiado preocupados en todo momento, las zonas residenciales eran la escuela particular para señoritas que les enseña a moverse en la vida social. Las zonas residenciales constituían el ágora para que floreciera su educación en lo no autorizado. La disminución de la vigilancia, la cesión gradual de espacio a todas aquellas chicas a las que el doctor Spock había dotado de los instrumentos para la desobediencia... y floreció, desde luego. Se descontroló.



El animal moribundo
Philip Roth
pág. 66

Alfaguara, 2002
Traducción: Jordi Fibla

22 agosto 2006

Primera página "El escándalo de los Wapshot"


clic en la foto para ampliar

Comenzó a nevar en Saint Botolphs a las cuatro y cuarto del día de Nochebuena. El viejo señor Jowett, el jefe de estación, salió al andén con su faro en la mano y lo sostuvo en alto. Los copos de nieve brillaban como limaduras de hierro en el rayo de luz, aunque en realidad allí no había nada. La nevada le alegró, le reanimó y le sacó -con toda el alma, al parecer- de su caparazón de preocupaciones y trastornos digestivos. El tren de tarde llevaba ya una hora de retraso, y la nieve (cuya blancura parece formar parte de nuestros sueños, puesto que la llevamos con nosotros a todas partes) caía con tan generosa velocidad, con tal rapidez, que parecía que el pueblo se hubiese separado de su contexto en el planeta y estuviese impulsando sus tejados y sus torres hacia lo alto. Los restos de una cometa colgaban de los cables del teléfono, como un recordatorio de la versatilidad del año.
-Oh, ¿quién metió el guardapolvo en la sopa de pescado de la señora Murphy?- cantó el señor Jowett en voz alta, aun sabiendo que era inadecuado para la época del año, el día y la dignidad de un empleado de estación, el guardián de los verdaderos y antiguos límites de la ciudad, de su Puerta de Hércules.

Bordeando la estación, veía las luces de la Casa del Viaducto, donde en ese mismo momento un solitario viajante de comercio se inclinaba para besar la foto de una muchacha bonita en un catálogo de ventas por comercio. El beso le dejó un ligero sabor a tinta. Más allá de la Casa del Viaducto estaban las luces rectilíneas del parque del pueblo, pero el pueblo en sí era circular y no se ajustaba en absoluto a la carretera principal que serpenteaba hacia el mar hasta Travertine, ni a las vías del ferrocarril, ni tan siquiera a la curva del río, sino a las necesidades peatonales de sus habitantes, situándolos a corta distancia del parque. Tenía, en realidad, la forma de una población antigua, y vista desde el aire en un día más claro podría haber estado en Etruria. El señor Jowett podía ver a través de las ventanas, al otro lado de la Casa del Viaducto y por encima de la casa del proveedor de equipos para barco, el interior del piso de los Hastings, donde el señor Hastings estaba adornando el árbol de Navidad. El señor Hastings estaba de pie en una escalera de mano y su mujer y sus hijos le iban pasando los adornos y diciéndole dónde debía colgarlos. De repente se inclinó y le dio un beso a su mujer. Era el compendio de los sentimientos que la fiesta y la tormenta despertaban en él, pensó el señor Jowett, y esto le hizo feliz. Le parecía sentir la felicidad en las tiendas y en las casas, felicidad por todas partes. Tray, el viejo perro, trotó alegremente calle arriba, camino de su casa, y el señor Jowett pensó con afecto en todos los perros de Saint Botolphs. Había perros inteligentes, perros tontos, perros ladrones y sanguinarios, y cuando saqueaban el tendedero, volcaban los cubos de la basura, modrían al cartero y perturbaban el sueño de los justos, parecían diplomáticos y emisarios. Parecían, a su manera burlona, mantener unido el lugar.

Las últimas personas que venían de hacer compras volvían a casa con un par de mitones para el basurero, un broche para la abuela y un osito de peluche relleno de serrín para la pequeña Abigail. Como el perro viejo, Tray, todo el mundo regresaba a casa, y todo el mundo tenía una casa a la que regresar.

20 agosto 2006

Cita


A collection of short stories is generally thought to be a horrendous clinker; an enforced courtesy for the elderly writer who wants to display the trophies of his youth, along with his trout flies.


Studies in Short Fiction,
Summer, 1994 by Francis J. Bosha
COPYRIGHT 1994 Studies in Short Fiction
COPYRIGHT 2004 Gale Group

After several years of controversy and litigation with the Cheever Estate over the publishing rights to dozens of John Cheever's short stories, Academy Chicago Publishers has finally brought out Thirteen Uncollected Stories. This volume is a far cry from the more ambitious collection Franklin Dennis envisioned in 1987, when he first approached Cheever's widow with his plan of editing nearly 70 of Cheever's uncollected stories, a number of which were by then in the public domain.

This relatively slim collection of Cheever's early fiction, which dates from 1931 to 1942 (plus one from 1949), begins with his second published story, "Fall River." This piece, which Dennis has rescued from the obscure and long defunct The Left: A Quarterly Review of Radical and Experimental Art, was published when its author was just 19 years old. "Fall River" and the next two stories in this volume, "Late Gathering" (1931) and Bock Beer and Bermuda Onions" (1932), are set in the New England of Cheever's youth. These stories, and the much longer "In Passing" (1936) - which is, incidentally, more politically suggestive of its era than later Cheever stories would ever be - reveal the influence that Hemingway's style had on this tyro writer who was yet to find his own voice. Consider the following passage from "In Passing":

I decided then to go to New York. There was nothing I could do there. I decided late one afternoon when I had gone swimming alone and when I was walking back from the lake. The water had been cold and the air was cold. It was a cold, gray day.

Certain other stories reflect the economic hardship of the Depression, and include the short but powerful The Autobiography of a Drummer,, (1935), a story of a traveling shoe salesman who, during his best years, had a lot of friends and a lot of women." Late in life he can still remember the hotels and the train timetables, and remarks that even the "train smoke smells sweet to me." But, as he approaches 60 he finds that "methods of business had changed, faster than I could change," and at age 62 he loses his job. The salesman, and others like him, Cheever writes, "have been forgotten like old telephone books and almanacs and gas lights. . ." This story, which anticipates The Death of a Salesman by 13 years, seems inspired, to some extent, by the fate of Cheever's own father, though Cheever would no doubt bristle, as he usually did, at any suggestion of his writing "crypto-autobiography."

Other stories, however, such as the four that were written for the highly popular Collier's magazine, are marred by the slickness of popular fiction written to sell. Of these, "His Young Wife" (1938), "Saratoga" (1938) and "The Man She Loved" (1940), are set at the Saratoga or Belmont race tracks that Cheever knew well from his visits to Yaddo, the nearby artists' colony. These Collier's stories are competent if fairly formulaic pieces about love found, lost but finally found again. More important, though, is that the influence of Hemingway, apparent in the earlier stories, has given way to that of Fitzgerald, especially in the latter's use of nostalgia.

The last story in this volume, "The Opportunity" (first published in Cosmopolitan in 1949), was written when Cheever was 37, had already published some 90 stories, and had even collected 30 of them into his first book, The Way Some People Live (1943). He had also ventured, albeit unsuccessfully, onto Broadway, where his "Town House" series of stories, staged by George S. Kaufman in 1948, closed after only 12 performances. Drawing on that experience Cheever wrote of a dreamy 16-year-old girl who, by a remarkable chance, is offered the starring role in a new Broadway play. However, the girl rejects what to her widowed, impoverished mother is the opportunity of a lifetime, because only she can see that the play stinks." Her assessment is validated when the play closes in Philadelphia after just five performances. Credibility aside, the story of a naif with the innate sense to recoginize what the seasoned theatrical professionals cannot see is nonetheless engaging, and in no small way stands as Cheever's own wry view of Broadway.

These stories permit us to witness how Cheever's ability to turn a phrase, write convincing dialogue, and create complex characters steadily evolved from imitation and reliance on type. Cheever himself was well aware, as he wrote in 1978, that a selection on "one's early work will be a naked history of one's struggle to receive an education in economics and love." For that reason, one would have hoped that Dennis could have presented a more complete collection that included some of Cheever's pieces from the New Yorker, the magazine with which he was most widely identified from his first appearance there in 1935. Apparently, the terms of the settlement of the lawsuits made such an inclusion impossible.

In his introduction to The Letters of John Cheever, Benjamin Cheever wrote, by way of explaining why he was including some early examples of his father's "weaker correspondence": "I find it fascinating to watch him learning how to write." Readers of Thirteen Uncollected Stories can now say as much about these early short stories, written by one who would become a master of the genre.

Cita


Foto: Nine swimming pool por Edward Ruscha


It was a splendid summer morning and it seemed as if nothing could go wrong.

Foto

15 agosto 2006

un verano de cuento: John Cheever concursante

El imparable Alvy Singer ha convocado un concurso para buscar los candidatos al mejor cuento norteamericano online del siglo XX en castellano donde el dios Cheever concursa al lado de otros cuentistas: Salinger, Carver, Faulkner, K. Dick... y más que irán llegando. Sigue el link para votar bien.

13 agosto 2006

Cuentos escritos por un dios


Página 12
Radar Libros

Domingo, 13 de Agosto de 2006
por Rodrigo Fresán


Apuntes para una teoría del universo
La publicación de los Cuentos Completos de John Cheever (esta vez en dos volúmenes, editados por Emecé) supone un acontecimiento para volver a apreciar una de las obras más sólidas –e influyente sobre otros escritores, no sólo norteamericanos– de la literatura del siglo XX. Radar publica el epílogo que lleva el segundo tomo, a cargo de Rodrigo Fresán.

Aleluya y Abracadabra
Hágase la luz. Pero también, al mismo tiempo, háganse las sombras. Esa radiación oscura que, muchas veces sin siquiera ser conscientes de ello, proyectan hombres y mujeres iluminados en las calles, en reuniones con martinis en mano, en fiestas junto a la piscina, en un vagón de tren casi vacío, en furtivos encuentros amorosos o a solas mientras se cruza un puente o se cruza un océano, en casas junto al mar o en pequeños pisos de ciudad, en inglés o en italiano o en ruso o en un idioma extraño que aparece sin aviso en sus bocas y que los obliga a repetir, como si se tratara de un mantra, “Porpozec ciebie nie prosze dorzanin albo zyolpocz ciwego”.

John Cheever (Massachusetts 1912, Ossining 1982) los creó a todos ellos con modales de divinidad distante pero también de mago cercano; de quien sabía que nadie podía hacer ese truco tan bien como él. Un truco que siempre necesitaba de voluntarios y fieles y para el que, en más de una ocasión, se ofreció él mismo como voluntario y ofrenda para el sacrificio. Y vio –y, leyendo, vimos nosotros– que eran buenos.

Y que él –aunque perverso y maligno y sádico para con sus criaturas– era más bueno aún.

Milagros y pecados

Y está claro que la idea del escritor como generador de todo un universo, como arquitecto reconocible de un paisaje que sólo le pertenece a él, no es algo nuevo y que suele ser uno de los rasgos más reconocibles de la Gran Literatura. Pensar en Charles Dickens o en Antón Chejov o en Marcel Proust o en J. G. Ballard; todos ellos escritores que no se limitan a marcar un territorio sino que, además, lo habitan. El caso de John Cheever, sin embargo, goza de una particularidad atendible. Sobre todo en sus relatos. Cheever no se limita a ser el Deus Ex Machina del asunto sino que, además, se pone en la piel del pecador.

Cheever es víctima y victimario, confesor y penitente, máscara y enmascarado.

Cheever crea al Homo Cheever a su imagen y semejanza, poniendo una especial y amorosa dedicación en sus perfectos defectos. Las páginas de sus Diarios desbordan párrafos dedicados a este conflicto íntimo ventilado, subliminalmente, en público y en las páginas del semanario The New Yorker donde aparecieron la mayoría de sus relatos. Así, sus cuentos -entendidos durante mucho tiempo por crítica y lectores como viñetas amables e inofensivas ocasionalmente teñidas por el rubor de una sátira nunca demasiado violenta– funcionando en realidad como cargas de profundidad en las páginas de una revista tan elegante como aparentemente inofensiva, por siempre respetuosa y hasta celebratoria de american way of life 3. Así, Cheever –moralista desenfrenado, cristiano optimista, sombrío comediante, forense en vida y sin anestesia de toda una clase social, pecador virtuoso, puritano gentil y el más straight de los amantes homosexuales-enhebrando ficciones que podían parecer caricias pero que, en realidad, mordían la mano que le daba de comer. Y, es pertinente aclararlo, mordían y siguen mordiendo más con amor que con odio. Y la marca de sus dientes no busca la amarga condena sino, por lo contrario, contagiar la amable rabia de una agridulce redención.

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09 agosto 2006

Mauricio y su estante

donde conviven ordenadamente Bellow_el_magnífico y Cheever_el_maravilloso. Declarado fan de Cheever envía amablemente esta foto:


Colabora en un par de blogs The Art of Fiction y Revista Hermanocerdo

08 agosto 2006

Relatos I y II (en Tiramillas)

Los relatos de John Cheever (1903-1982), considerado el cronista más sensible e insidioso de la vida estadounidense en las zonas residenciales, fueron publicados por Knopf en dos tomos en 1978. La iniciativa alcanzó un gran éxito de ventas y supuso también el definitivo reconocimiento de la crítica hacia un autor que tardó en consolidar su merecido puesto entre los grandes.

En palabras del propio Cheever,
"a veces parecen historias de un mundo hace tiempo perdido, cuando la ciudad de Nueva York aún estaba impregnada de una luz ribereña, cuando se oían los cuartetos de Benny Goodman en la radio de la papelería de la esquina y cuando casi todos llevaban sombrero. Aquí está el último de aquella generación de fumadores empedernidos que por la mañana despertaban al mundo con sus accesos de tos, que se ponían ciegos en las fiestas e interpretaban obsoletos pasos de baile, que viajaban a Europa en barco, que sentían auténtica nostalgia del amor y la felicidad, y cuyos dioses eran tan antiguos como los míos o los tuyos, quien quiera que sea".


Relatos I y II
Editorial Emecé
518 y 499 páginas-22,50 euros cada uno

"lo saben todo sobre nosotros"

Los buenos narradores lo saben todo sobre sus personajes: sobre su pasado y su futuro, sobre sus secretos, sus fantasías, sus ambiciones. Los grandes narradores van más allá y, al leerlos, uno tiene la sensación de que, además de saberlo todo sobre sus personajes, lo saben todo sobre nosotros, sus lejanos lectores. John Cheever es indudablemente uno de estos, uno de los grandes


Ignacio Martínez de Pisón, en El País, sobre La familia Wapshot, de John Cheever (Emecé)